âBuena continuación. âSe marchó junto con el cadete, el cual también saludó de manera militar.
Los ingenieros de la Aviación Civil continuaron su trabajo sin dificultades particulares: no habÃa ningún secreto que descubrir, todo estaba clarÃsimo, y la versión que habÃa proporcionado el piloto bastó para no requerir una investigación adicional. Por la noche, cuando se marcharon todos, quedaron sobre la mesa de la veranda muchas botellas vacÃas y algunos restos de comida. La cantidad de dulces, embutidos y queso consumidos, acompañada adecuadamente por vino local y cerveza, habÃa contribuido a la conclusión rápida y benévola de la investigación.
Durante toda la tarde Carlotta se habÃa dirigido a Edoardo de manera formal, sin dejar ver ninguna confianza. Habló con todos, él incluido, tratándoles de usted. Y todos tuvieron la misma cortesÃa cuando se dirigieron a ella, a pesar de que, al pasar la tarde y llegar la noche las relaciones se habÃan ido relajando poco a poco. Ella se habÃa dado cuenta de que él la miraba a veces, pero habÃa hecho como si nada. Por una coincidencia particular, de la que no habÃa hablado con ninguno de los presentes, ese mismo dÃa, 21 de junio de 1988, habÃa cumplido cuarenta años.
Ahora, en el silencio de la noche, mientras limpiaba la veranda, se paró para observar la chatarra que antes habÃa sido un helicóptero ágil y elegante.
No me esperaba que me llegarÃa del cielo un regalo tan bueno, y de una manera tan ruidosa.
A Carlotta le pareció ver mariposas luminosas volando alegres alrededor de los hierros.
No son mariposas, son luciérnagas. Luciérnagas macho. Son ellas las que vuelan, las hembras esperan en el suelo.
Respiró otra vez, casi un suspiro, apoyada sobre la escoba, y después siguió limpiando todo con energÃa renovada.
II
22 de junio de 1988, miércoles â Recogida del helicóptero accidentado
Al dÃa siguiente, Carlo y Diego llegaron al lugar del accidente temprano. La vista del helicóptero destrozado produjo una impresión extraña a Carlo. TodavÃa no habÃa digerido bien lo sucedido, quizá porque era el primer accidente en el que, de algún modo, estaba implicado directamente.
Diego también estaba perturbado.
«No era necesario», se dijo.
âVale, digámoslo. Hasta ayer Edoardo era considerado el mejor. ¿Y ahora? Basta tan poco...
âTranquilo âle respondió Carloâ. Todos los pilotos, incluso los mejores, tienen algún cadáver en su currÃculum. âLe puso una mano sobre el hombro y siguió hablando con tono graveâ: Para tranquilizarte, puedo asegurarte que te pasará a ti también.
âVale, vale. No he dicho nada.
Mientras tanto, Carlo habÃa llamado al timbre; no querÃa entrar sin permiso, ya habÃan molestado lo suficiente el dÃa anterior, y querÃa dejar una buena impresión a la dueña de la casa. La puerta de la villa se abrió casi inmediatamente.
âBuenos dÃas. Veo que son madrugadores âlos saludó Carlotta, con una sonrisa que mejoró la visión del mundo de los dos.
âBuenos dÃas ârespondieron al mismo tiempo. Después Carlo continuóâ: Dentro de poco va a llegar un camión; ¿puede entrar por la verja grande? Tenemos que cargar el helicóptero. O, mejor dicho, lo que antes era un helicóptero.
âHagan lo que más les convenga. Si necesitan usar el baño, o llamar por teléfono, o cualquier otra cosa, pÃdanmelo. Estoy en casa. âDespués añadió, sin darle ninguna importanciaâ: No he visto al piloto, ¿ha tenido secuelas del accidente?
âNo, está bien. Gracias a Dios ârespondió Carloâ. Ha ido a Casale Monferrato, a la sede de la sociedad Eli-Linee, para coger otro helicóptero. El dueño, usted lo conoció ayer, tiene uno de reserva, precisamente para estas ocasiones.
â¿Santino Panizza, ese señor tan simpático, alto y con gafas? No me pareció especialmente contrariado por el accidente.
âSÃ, es él. En su trabajo, incluso como emprendedor, tiene que aceptar que pueden pasar estas cosas.
Carlotta se tranquilizó al saber que el motivo por el que el piloto no habÃa ido a su casa eran meras cuestiones organizativas. Le habÃa asaltado el pensamiento de que, para él, no hubiera pasado nada importante y que no tuviera interés en volver a verla. Y ahora estaba agradecida al mecánico por haberle dado esa información.
El dÃa de su cuadragésimo cumpleaños no esperaba a nadie. Y nadie habÃa ido a buscarla. Que su marido no diera señales de vida en los eventos no era ninguna novedad, pero ningún otro pariente, ni amigo, o conocido, se habÃa acordado de esa fecha. El destino habÃa hecho que cayera un helicóptero en su jardÃn, y con el helicóptero, también Edoardo. HabÃa sido una sacudida en su vida, y ella no tenÃa ninguna intención de desperdiciar este regalo que le habÃa llegado del cielo.
â¿Cuándo volverán a volar?
âMañana. Casi habÃamos acabado, y mañana ya terminaremos este turno de fumigación. Con un poco de suerte conseguiremos mantener la agenda. El lunes que viene empezamos con la siguiente ronda. En este periodo tenemos que hacer una cada semana, y después, si no llueve, disminuiremos la frecuencia.
âEntonces acabarán el veintitrés de junio: perfecto âdijo Carlotta.
âSÃ, el veintitrés. Mañana ârespondió Carlo, que no entendÃa por qué era perfecto, pero no pidió explicaciones. En ese momento solo querÃa acabar con la limpieza del jardÃn.
âLes dejo algo de beber aquÃ, en la mesa de la veranda. Si necesitan algo, estoy en casa.
âGracias. Tomaremos, sobre todo, agua. Hace calor y solo son las nueve. âCarlo hizo el gesto de darse viento en la cara con las manos.
âSeñora Bianchi... âHablaba un hombre de unos cincuenta años, con pelo escaso y gris, y un ligero sobrepeso. Llevaba un delantal amplio de espesa tela verde que le cubrÃa el torso. A su lado habÃa una mujer más o menos de la misma edad, vestida con un estilo anodino, con el pelo teñido de un amarillo ajado y que denotaba un uso evidente de bigudÃes.
Ella también la saludó:
âBuenos dÃas, señora. âTenÃa un marcado acento de esa región.
âBuenos dÃas. ¿Habéis visto lo que ha pasado? Menos mal que Bruno no estaba en el jardÃn, como suele ser el caso.
âUno de los pocos dÃas que no estábamos en casa; si no, habrÃamos llegado inmediatamente âdijo la mujerâ. Ayer era el dÃa de visitar a mi suegra. Pasamos todo el dÃa en Casteggio y volvimos después de cenar. Lo siento...
âPero ¿qué dice, Mariagrazia? âla interrumpió Carlottaâ. ¿Qué es lo que siente? Menos mal que no ha resultado nadie herido, y, de todos modos, no habrÃais podido hacer nada.
â¿Hoy podemos ayudar? âpreguntó el hombre.
â¿Quiere echar una mano a los del helicóptero?
âSerá un placer.
âCarlo, perdone âllamó Carlotta.
âDÃgame.
âÃl es Bruno Vanzi y ella es su mujer Mariagrazia. Me ayudan con la manutención de la casa y el jardÃn. Ãl es Carlo, el mecánico del helicóptero. âSe dieron la mano, y la mujer continuóâ: Carlo, Bruno se ofrece para echarles una mano. Sabe qué herramientas hay en el taller.
âSu ayuda nos vendrá bien, seguro. Venga, señor Vanzi, vamos a amarrar la chatarra.
âLlámeme Bruno, mejor.
âYo soy Carlo.
Llegó el ruido de un motor diésel potente desde la carretera, acompañado por unas sonoras imprecaciones. Después vio el camión, y el conductor con la cabeza fuera de la ventanilla para controlar por dónde pasaban las ruedas.
âEstáis locos. Si hubiera sabido cómo es la carretera, no habrÃa aceptado este trabajo. He llegado de milagro y solo porque no habÃa manera de dar media vuelta. Esta carretera es para las mulas, no para los camiones.
âBueno, ahora, ya que estás, carguemos el helicóptero. Abro la verja y entra en el jardÃn âdijo Carlo, sin hacer caso de las quejas del chófer. Lo conocÃa desde hacÃa tiempo y sabÃa que, después de las protestas, se pondrÃa a trabajar.