âNadie, mariscal. Solo estaba yo y estoy perfectamente.
â¿Puede darme todos los datos del helicóptero: propietario, empresa e información del personal? Me refiero a ahora, al momento del accidente.
âYo se lo doy, mariscal âintervino Carloâ. Tengo todo en el coche. Estamos esperando a los ingenieros de Aviación Civil, que deberÃan llegar desde Milano Linate junto al titular de la empresa. Si lo desea, mañana le puedo entregar las copias de los documentos del helicóptero.
âGracias. Mientras tanto ayude al cadete a copiar los datos principales y después le agradeceré enormemente que me facilite las fotocopias.
El mariscal se dirigió a Edoardo de nuevo:
âUn pequeño resumen de lo que ha pasado, sin pretender imitar a los responsables de Aviación Civil, sà que tendrá que hacérmelo. Por ahora me basta que me lo cuente brevemente, pero mañana, dos lÃneas escuetas, con su firma, las necesito junto con las fotocopias de los documentos.
âMuy bien. Aunque es muy fácil explicar lo que ha pasado.
Edoardo explicó la dinámica del accidente y concluyó con:
âY ese es el resultado. âSeñaló, desconsolado, los restos del helicóptero en mitad del jardÃn.
âViendo cómo ha quedado, se puede decir que usted ha tenido mucha suerte âcomentó el mariscal.
âHoy no era mi dÃa ârespondió Edoardo, soltando una enorme nube de humo del puro, a la que prosiguió un ataque de tos.
âYa te habÃa dicho que era demasiado fuerte para ti. Eres demasiado joven âbromeó Maurizio, que le mostró cómo se daban caladas al cigarro, dejando salir el humo por la nariz sin hacerlo llegar a los pulmonesâ. Solo superficialmente; no hay que respirarlo.
âUn poco de saliva se me ha ido por el otro lado âse justificó Edoardo.
Carlotta apareció detrás de la puerta de la cocina, y se dirigió hacia ellos. Se habÃa puesto otra ropa. Ahora llevaba un vestido con un lazo delante: simple, pero de calidad. Le quedaba bien, y hacÃa resaltar su cuerpo bien proporcionado. TenÃa el pelo castaño oscuro, de longitud media, todavÃa húmedo después de la ducha, que se iba secando en suaves rizos desordenados a los lados de su rostro. Los ojos, de un bonito color chocolate, tenÃan un diseño alargado, y las cejas, bien delineadas, resaltaban su dulzura. Una nariz griega acompañaba la mirada de quien la observaba desde los ojos hasta los labios, ligeramente carnosos, que servÃan de marco a unos dientes pequeños y regulares. En los pequeños lóbulos de las orejas llevaba dos simples anillos dorados, que acompañaba con un collar del mismo estilo. Calzaba unas sandalias con una pequeña cuña que la obligaban a asumir unos andares vagamente perturbadores. Mientras bajaba los escalones de la veranda, sus caderas se movieron capturando la atención de los presentes, sin excepciones. Los hombres se preguntaron cómo habÃan hecho para no verla antes. Pensaron que se debÃa al hecho de que su atención se habÃa centrado exclusivamente en el accidente que acababa de ocurrir. En realidad, Carlotta se habÃa transformado, y habÃa sustituido a la mujer de pelo sin vitalidad, vestido estival anónimo y zapatos bajos y anchos por la versión seductora que tenÃan delante de ellos ahora.
âLa señora Bianchi es la dueña de la casa. Nos está ayudando, y soportando, con una paciencia enorme âdijo Maurizio.
âConozco a la señora; ya nos habÃamos visto en algunas ocasiones ârespondió el mariscalâ. ¿Cómo está? Veo que han intentado demoler su casa.
âLo más importante es que nadie ha resultado herido; lo demás se puede reparar ârespondió Carlotta. Después, mirando a todos, dijoâ: Les he preparado algo para comer. He oÃdo que tienen que esperar a unas personas, y he pensado que serÃa mejor hacerlo sentados en una mesa. No es nada especial, solo una merienda y algo de beber.
âYa la hemos molestado demasiado... âMaurizio intentó rechazar la invitación, con poca convicción.
âNo es ninguna molestia; es un placer. Todo está bien, podemos olvidar lo que ha pasado tomando algo. Son las tres y me da que se han saltado la comida. Me hará feliz, naturalmente, que el mariscal y el cadete se apunten.
âGracias, señora âdijeron al unÃsono los dos carabineros mencionados. El mariscal añadióâ: Aunque estamos de servicio, se agradece poder comer algo. El cuerpo de Carabineros nos perdonará este pequeño pecado.
Tras estas muestras de cortesÃa se dirigieron todos hacia la casa de buen grado.
âAquà fuera. Está todo preparado al exterior. âCarlotta señaló el lado de la construcción donde estaba, a esa hora completamente a la sombra, la veranda amplia, ligeramente elevada con respecto al césped. En su centro habÃa una mesa que ofrecÃa una gran variedad de comida y de bebidas: salami de Vanzi, coppa de Piacenza, panceta del Oltrepò, queso de producción local, pan y focaccias. No faltaban, dispuestas a lo largo de la mesa, botellas de agua, de cerveza y de vino.
âSiéntense y sÃrvanse âdijo Carlotta, que entró de nuevo en la cocina. Un poco después, volvió con una tarta de mermelada de melocotón que exhalaba un fuerte aroma, y que colocó sobre la mesa.
âEstá recién hecha. He apagado el horno cuando se ha caÃdo el helicóptero. La mermelada de melocotón es casera; la hice el año pasado.
âEntonces está destinada a acabar como el helicóptero: destruida âdijo Maurizio, mientras cogÃa el cuchillo con la intención de cortar una porción.
En ese momento llegaron, en dos coches distintos, el dueño del helicóptero y dos ingenieros de la Aviación Civil, encargados de llevar a cabo una breve investigación del accidente.
âComandante, carajo, ¿qué ha hecho? âdijo, en tono serio, pero no duro, el dueño del helicóptero.
Edoardo, que se sentÃa humillado por los daños causados, se disculpó, avergonzado. Contó el toque con el árbol y la consecuente pérdida de control. Quizá el tamaño de las plantas le habÃa dado unas referencias engañosas.
Los ingenieros le hicieron más preguntas, acumulando todos los elementos necesarios para su informe.
âPueden sentarse a la mesa âintervino Carlotta, señalando todo lo que habÃa encimaâ. También los señores que acaban de llegar.
Edoardo la presentó al dueño del helicóptero y a los ingenieros.
âEs muy amable, señora âle dijo Santino Panizza, al tiempo que le daba la manoâ. Me tiene que decir lo que le va a costar reparar los daños. El seguro se lo pagará.
â¿Solo por un agujero en el jardÃn y un poco de tierra contaminada? Es muy poca cosa. Buscaré a una empresa especializada para que retire la tierra. Ahora, siéntense.
Santino apoyó la mano sobre el hombro del piloto y le dijo:
âVaya mañana a Casale para usar el helicóptero de reserva. Cuidado, que es el último, ¿eh? Si lo perdemos, cerramos y volvemos a los tractores.
âUsaré el Fiat Uno de la empresa y volveré con el helicóptero. En cuanto podamos, iremos a recoger el coche.
âDe acuerdo, hagamos asà ârespondió Panizza, que ya empezaba a mostrar interés por lo que estaba sobre la mesa.
Se sentaron, y empezaron con la tarta, que atraÃa a todos con su perfume de hojaldre. Lo acabaron muy rápido. Después continuaron con los embutidos y el queso, al revés de lo normal, ya que se suele empezar por lo salado y acabar con lo dulce. Una media hora después el mariscal dijo que su presencia no era necesaria y que se marchaba. Recordó a Carlo y a Edoardo que hicieran fotocopias de los documentos y un breve informe.
âNo se preocupe, mariscal. Mañana tendrá todo âconfirmó Carlo.
âGracias, señora Bianchi. Todo estaba muy rico. El mariscal se despidió de Carlotta dándole la mano y esbozando un saludo militar, en un perfecto estilo de galanterÃa militar. Se llevó la mano a la visera dirigiéndose a los demás: