Sanz Delia Nieto - Ha Caído Un Piloto En Mi Jardín стр 5.

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—Nadie, mariscal. Solo estaba yo y estoy perfectamente.

—¿Puede darme todos los datos del helicóptero: propietario, empresa e información del personal? Me refiero a ahora, al momento del accidente.

—Yo se lo doy, mariscal —intervino Carlo—. Tengo todo en el coche. Estamos esperando a los ingenieros de Aviación Civil, que deberían llegar desde Milano Linate junto al titular de la empresa. Si lo desea, mañana le puedo entregar las copias de los documentos del helicóptero.

—Gracias. Mientras tanto ayude al cadete a copiar los datos principales y después le agradeceré enormemente que me facilite las fotocopias.

El mariscal se dirigió a Edoardo de nuevo:

—Un pequeño resumen de lo que ha pasado, sin pretender imitar a los responsables de Aviación Civil, sí que tendrá que hacérmelo. Por ahora me basta que me lo cuente brevemente, pero mañana, dos líneas escuetas, con su firma, las necesito junto con las fotocopias de los documentos.

—Muy bien. Aunque es muy fácil explicar lo que ha pasado.

Edoardo explicó la dinámica del accidente y concluyó con:

—Y ese es el resultado. —Señaló, desconsolado, los restos del helicóptero en mitad del jardín.

—Viendo cómo ha quedado, se puede decir que usted ha tenido mucha suerte —comentó el mariscal.

—Hoy no era mi día —respondió Edoardo, soltando una enorme nube de humo del puro, a la que prosiguió un ataque de tos.

—Ya te había dicho que era demasiado fuerte para ti. Eres demasiado joven —bromeó Maurizio, que le mostró cómo se daban caladas al cigarro, dejando salir el humo por la nariz sin hacerlo llegar a los pulmones—. Solo superficialmente; no hay que respirarlo.

—Un poco de saliva se me ha ido por el otro lado —se justificó Edoardo.

Carlotta apareció detrás de la puerta de la cocina, y se dirigió hacia ellos. Se había puesto otra ropa. Ahora llevaba un vestido con un lazo delante: simple, pero de calidad. Le quedaba bien, y hacía resaltar su cuerpo bien proporcionado. Tenía el pelo castaño oscuro, de longitud media, todavía húmedo después de la ducha, que se iba secando en suaves rizos desordenados a los lados de su rostro. Los ojos, de un bonito color chocolate, tenían un diseño alargado, y las cejas, bien delineadas, resaltaban su dulzura. Una nariz griega acompañaba la mirada de quien la observaba desde los ojos hasta los labios, ligeramente carnosos, que servían de marco a unos dientes pequeños y regulares. En los pequeños lóbulos de las orejas llevaba dos simples anillos dorados, que acompañaba con un collar del mismo estilo. Calzaba unas sandalias con una pequeña cuña que la obligaban a asumir unos andares vagamente perturbadores. Mientras bajaba los escalones de la veranda, sus caderas se movieron capturando la atención de los presentes, sin excepciones. Los hombres se preguntaron cómo habían hecho para no verla antes. Pensaron que se debía al hecho de que su atención se había centrado exclusivamente en el accidente que acababa de ocurrir. En realidad, Carlotta se había transformado, y había sustituido a la mujer de pelo sin vitalidad, vestido estival anónimo y zapatos bajos y anchos por la versión seductora que tenían delante de ellos ahora.

—La señora Bianchi es la dueña de la casa. Nos está ayudando, y soportando, con una paciencia enorme —dijo Maurizio.

—Conozco a la señora; ya nos habíamos visto en algunas ocasiones —respondió el mariscal—. ¿Cómo está? Veo que han intentado demoler su casa.

—Lo más importante es que nadie ha resultado herido; lo demás se puede reparar —respondió Carlotta. Después, mirando a todos, dijo—: Les he preparado algo para comer. He oído que tienen que esperar a unas personas, y he pensado que sería mejor hacerlo sentados en una mesa. No es nada especial, solo una merienda y algo de beber.

—Ya la hemos molestado demasiado... —Maurizio intentó rechazar la invitación, con poca convicción.

—No es ninguna molestia; es un placer. Todo está bien, podemos olvidar lo que ha pasado tomando algo. Son las tres y me da que se han saltado la comida. Me hará feliz, naturalmente, que el mariscal y el cadete se apunten.

—Gracias, señora —dijeron al unísono los dos carabineros mencionados. El mariscal añadió—: Aunque estamos de servicio, se agradece poder comer algo. El cuerpo de Carabineros nos perdonará este pequeño pecado.

Tras estas muestras de cortesía se dirigieron todos hacia la casa de buen grado.

—Aquí fuera. Está todo preparado al exterior. —Carlotta señaló el lado de la construcción donde estaba, a esa hora completamente a la sombra, la veranda amplia, ligeramente elevada con respecto al césped. En su centro había una mesa que ofrecía una gran variedad de comida y de bebidas: salami de Vanzi, coppa de Piacenza, panceta del Oltrepò, queso de producción local, pan y focaccias. No faltaban, dispuestas a lo largo de la mesa, botellas de agua, de cerveza y de vino.

—Siéntense y sírvanse —dijo Carlotta, que entró de nuevo en la cocina. Un poco después, volvió con una tarta de mermelada de melocotón que exhalaba un fuerte aroma, y que colocó sobre la mesa.

—Está recién hecha. He apagado el horno cuando se ha caído el helicóptero. La mermelada de melocotón es casera; la hice el año pasado.

—Entonces está destinada a acabar como el helicóptero: destruida —dijo Maurizio, mientras cogía el cuchillo con la intención de cortar una porción.

En ese momento llegaron, en dos coches distintos, el dueño del helicóptero y dos ingenieros de la Aviación Civil, encargados de llevar a cabo una breve investigación del accidente.

—Comandante, carajo, ¿qué ha hecho? —dijo, en tono serio, pero no duro, el dueño del helicóptero.

Edoardo, que se sentía humillado por los daños causados, se disculpó, avergonzado. Contó el toque con el árbol y la consecuente pérdida de control. Quizá el tamaño de las plantas le había dado unas referencias engañosas.

Los ingenieros le hicieron más preguntas, acumulando todos los elementos necesarios para su informe.

—Pueden sentarse a la mesa —intervino Carlotta, señalando todo lo que había encima—. También los señores que acaban de llegar.

Edoardo la presentó al dueño del helicóptero y a los ingenieros.

—Es muy amable, señora —le dijo Santino Panizza, al tiempo que le daba la mano—. Me tiene que decir lo que le va a costar reparar los daños. El seguro se lo pagará.

—¿Solo por un agujero en el jardín y un poco de tierra contaminada? Es muy poca cosa. Buscaré a una empresa especializada para que retire la tierra. Ahora, siéntense.

Santino apoyó la mano sobre el hombro del piloto y le dijo:

—Vaya mañana a Casale para usar el helicóptero de reserva. Cuidado, que es el último, ¿eh? Si lo perdemos, cerramos y volvemos a los tractores.

—Usaré el Fiat Uno de la empresa y volveré con el helicóptero. En cuanto podamos, iremos a recoger el coche.

—De acuerdo, hagamos así —respondió Panizza, que ya empezaba a mostrar interés por lo que estaba sobre la mesa.

Se sentaron, y empezaron con la tarta, que atraía a todos con su perfume de hojaldre. Lo acabaron muy rápido. Después continuaron con los embutidos y el queso, al revés de lo normal, ya que se suele empezar por lo salado y acabar con lo dulce. Una media hora después el mariscal dijo que su presencia no era necesaria y que se marchaba. Recordó a Carlo y a Edoardo que hicieran fotocopias de los documentos y un breve informe.

—No se preocupe, mariscal. Mañana tendrá todo —confirmó Carlo.

—Gracias, señora Bianchi. Todo estaba muy rico. El mariscal se despidió de Carlotta dándole la mano y esbozando un saludo militar, en un perfecto estilo de galantería militar. Se llevó la mano a la visera dirigiéndose a los demás:

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