Los motivos de fondo que han conducido una y otra vez a la doble derrota de Dios y del hombre no han sido siempre los mismos y han dependido en mayor o menor grado de las costumbres, las creencias, los ideales y las estructuras económicas y sociales imperantes en cada respectiva época y civilización. Lo que más genuinamente caracteriza al estadio histórico actual es, a mi juicio, la ideología del éxito, razón por la cual este tema pasará a ser el eje de mi breve proceso de reflexión.
1. LA IDEOLOGÍA DEL ÉXITO
Nada define mejor la idiosincrasia del individuo contemporáneo que el culto fetichista que rinde al éxito, una actitud que en gran medida ha pasado a convertirse en la versión moderna del summum bonum. Pero mientras este concepto axiológico era antiguamente sinónimo de virtud y elevación espiritual, hoy es magnificado como un bien en sí, esto es, sin ningún vínculo intrínseco con un sistema superior de valores. Lo único que cuenta es ser más que los demás, y ello al margen de los métodos y procedimientos que se empleen para alcanzar este objetivo. Quien más quien menos presume de su dinero, de su estatus social, de sus títulos y cargos, sin siquiera darse cuenta de que todos estos bienes son casi siempre productos del azar y no del mérito propio, como nos dice Tomás de Aquino sobre la mundana potentia en su Suma contra los gentiles. Una cosa está clara: el fomento y auge del fetichismo del éxito a toda costa ha conducido a un descenso y a un deterioro de la conciencia ética, y no a la inversa.
La primera consecuencia dialéctica de esta transmutación de todos los valores es el desprecio con que se mira a quienes no forman parte de los estratos triunfantes. Si hay algo que la «sociedad permisiva» de nuestros días no perdona es lo que ella entiende por fracaso. O como señalaba Richard Sennett en su libro The Corrosion of Character: «Failure is the great modern taboo». De ahí que sobre las causas y motivos de fondo de este supuesto fracaso se guarde silencio. Las personas que ocupan los puestos más modestos y bajos de la escala social no interesan a la doxa hoy imperante.
«Sólo los cerdos creen ganar», escribía el joven Sartre en su novela filosófica La náusea. Hoy apenas nadie comparte este juicio de valor, y ello ya por la sencilla razón de que la trayectoria del hombre es juzgada con los criterios utilitaristas inherentes a lo que Ernst Bloch llamaba «ideología del cálculo» y la Escuela Crítica de Fráncfort «razón instrumental». El primum movens del individuo medio es el de hacer carrera y llegar lejos. Como «paranoically ambitious» calificaba ya Aldous Huxley en Ends and Means al individuo de la sociedad burguesa. El éxito es un concepto referido siempre a un público, que es efectivamente la instancia que en último término determina quién debe ser admirado y agasajado. Para atraer la atención de las masas y de los medios de comunicación hay que aparecer pues en el escenario público y convertirse en noticia o acontecimiento. Epícuro aconsejaba a sus discípulos y adeptos vivir recónditamente; el individuo de la sociedad tardocapitalista no desea otra cosa que ser visto por los demás. Se comprende que Guy Débord definiera la sociedad de nuestro tiempo como «la sociedad del espectáculo». Pero vivimos asimismo en la sociedad que C.B. Macpherson ha denominado «sociedad posesiva de mercado», cuyo rasgo central es la mercantilización de todos los valores y en la que, por ello, toda moral degenera irremisiblemente en moral de mercado.
Éxito es lo que se impone o triunfa en sentido cuantitativo y externo, sea en el plano de los negocios, la política, la industria de la cultura, el show business o los deportes. No otra cosa quería expresar Simone Weil al escribir en uno de sus muchos Cuadernos que «el espíritu que sucumbe al peso de la cantidad no dispone más que del criterio de la eficacia». Ello es lógico en una sociedad que lo reduce todo a números, estadísticas, sondeos demoscópicos, estudios de mercado, gráficos comparativos, términos medios, trends y listas de ventas y de best sellers. Lógico es asimismo que esta misma sociedad tenga por menos todos aquellos atributos y modos de ser que no se dejan contabilizar ni cotizar en Bolsa, como la conciencia moral, la generosidad, la bondad o la humildad. Quien obra bien no compite, sino que actúa al margen de los eslóganes de la publicidad y la moda y sigue únicamente los impulsos de algo tan íntimo e interior como es el corazón.
2. INDIVIDUALISMO
El fetichismo del éxito es la consecuencia directa e inevitable de la ideología burguesa y su apología más o menos descarnada del individualismo posesivo como cima de la autorrealización. A partir de la era burguesa, los nuevos elegidos o áristoi no son los que cumplen con los preceptos cristianos o humanistas, sino los que acumulan poder y privilegios a expensas de quienes tienen que conformarse con las migajas que aquéllos les dejan. Es el paso del humanismo antiguo y moderno y del cristianismo a la ideología burguesa del tanto tienes tanto vales, o para decirlo en los términos de Erich Fromm, del reino del ser al reino del tener.