Querido Heleno:
Eres un hombre libre. Te has ganado esta libertad a pulso. Hace más de cincuenta años, en 1959, elegiste el extranjero. Te exiliaste voluntariamente en Alemania, abandonando tu trabajo como periodista en Madrid, para reunirte en un país extraño y en una lengua extraña con la que desde entonces es tu mujer, Gisela, que hoy nos acompaña. A tus espaldas dejabas una dictadura a la par cruel e irrisoria y una sociedad moralmente empobrecida, estrecha de miras y mojigata. Pero llevabas contigo la nobleza y la generosidad de un pueblo, esas virtudes que desde niño viste encarnadas en el ejemplo de tu padre; las mismas que forman a tus ojos la entraña del anarquismo español y cuya falta has debido deplorar más de una vez entre tus conciudadanos alemanes.
Te asentaste pues en el exilio «alejado de los conventículos políticos donde se fabrican las famas artificiales y efímeras», como se lee en la solapa de alguno de tus libros para consagrarte enteramente a tu única y verdadera patria: tu vocación de escritor. Esa actividad que la lengua alemana designa con una bonita expresión: freier Schriftsteller, «escritor libre», en referencia al que se gana la vida dedicándose, de manera independiente, al oficio de escribir y al libre pensamiento. La escritura surge en ti de tu relación íntima con las palabras, que son tu atmósfera vital, pues, como reconoces, «siempre pude confiar en ellas, siempre estuvieron ahí cuando las he necesitado. Sin ellas me habría asfixiado».
Pero no te has servido de las palabras para cultivar tu jardín privado. Has servido con ellas a la verdad. Eres, querido Heleno, un filósofo en el sentido más noble de la palabra: un amante de la verdad. Un pensador comprometido con esa vida más alta que, lejos de ser una huida de la realidad, nace del enfrentamiento diario con los problemas fundamentales y apremiantes de la existencia humana desde nuestra circunstancia concreta. Elegiste en efecto la confrontación, la disidencia, la incómoda condición del inconforme, de aquel que como decía nuestra admirada Simone Weil acerca de la justicia siempre está escapando del campo de los vencedores. El verdadero pensamiento, la sabiduría auténtica es para ti tomando el bello título del libro de nuestra amiga Emilia Bea sobre Simone Weil «memoria de los oprimidos».
«Hasta donde puedo recordar», escribes, «tuve siempre la necesidad de ayudar a mis semejantes. Me sentía instintivamente unido a todos aquellos que eran víctimas de la injusticia, y sentía compasión por los desdichados y los castigados por la fatalidad». Son palabras de tu libro Don Quijote in Deutschland, tus «anotaciones autobiográficas de un marginal», en las que te identificas con ese personaje nacido de la inquebrantable capacidad de resistencia de Miguel de Cervantes. Pues lo primero que nos enseña el empobrecido hidalgo Don Quijote es, como tú mismo dices, «a ejercer resistencia contra todo lo que nos niega, a no dejarnos amedrentar por la conducta imperiosa de los poderosos y a aprender, cada vez de nuevo, a afrontar los golpes del destino».
Armado con las palabras y con el «consuelo simbólico» (la expresión es tuya) que ellas procuran, a través de tus más de cuarenta libros, en español y en alemán, y de tus incontables artículos y colaboraciones en prensa, en revistas de pensamiento y de opinión, así como en tus viajes y tus intervenciones públicas en televisión, en foros de debate, encuentros, congresos y presentaciones, jamás te has rendido al desaliento. Extraes tu fuerza de espíritu y tu presencia de ánimo de la profunda convicción de que el modo más alto y más bello de realización de la humanidad del hombre es el amor al Bien. «La suma sabiduría es obrar siempre bien», recuerdas que decía Francisco de Asís. Pero también eres consciente de que esa quijotesca y genuinamente humana pasión por el Bien, por el ideal que rompe y pone en duda la angostura de nuestro yo entregado por regla general al divertimiento narcisista de sí mismo, de que esa pasión generosa está destinada al fracaso en términos de cálculo utilitario, de ganancia y de poder. La recompensa de la bondad es incierta o, como observas con clarividencia, «es lo indefinible por antonomasia». Pienso, querido Heleno, que es en ese carácter indisponible del Bien, como ya sabía el viejo Platón, donde se juega todo. Y por eso coincido plenamente contigo cuando concluyes que «de lo que se trata es, justamente, de ser buenos, sabiendo de antemano que con ello no extirparemos el mal. Y es en esta conciencia de nuestros límites en la que radica el mérito del bien que podamos hacer».
Armado con las palabras y con el «consuelo simbólico» (la expresión es tuya) que ellas procuran, a través de tus más de cuarenta libros, en español y en alemán, y de tus incontables artículos y colaboraciones en prensa, en revistas de pensamiento y de opinión, así como en tus viajes y tus intervenciones públicas en televisión, en foros de debate, encuentros, congresos y presentaciones, jamás te has rendido al desaliento. Extraes tu fuerza de espíritu y tu presencia de ánimo de la profunda convicción de que el modo más alto y más bello de realización de la humanidad del hombre es el amor al Bien. «La suma sabiduría es obrar siempre bien», recuerdas que decía Francisco de Asís. Pero también eres consciente de que esa quijotesca y genuinamente humana pasión por el Bien, por el ideal que rompe y pone en duda la angostura de nuestro yo entregado por regla general al divertimiento narcisista de sí mismo, de que esa pasión generosa está destinada al fracaso en términos de cálculo utilitario, de ganancia y de poder. La recompensa de la bondad es incierta o, como observas con clarividencia, «es lo indefinible por antonomasia». Pienso, querido Heleno, que es en ese carácter indisponible del Bien, como ya sabía el viejo Platón, donde se juega todo. Y por eso coincido plenamente contigo cuando concluyes que «de lo que se trata es, justamente, de ser buenos, sabiendo de antemano que con ello no extirparemos el mal. Y es en esta conciencia de nuestros límites en la que radica el mérito del bien que podamos hacer».