Stefano Conti - Yo Soy El Emperador стр 3.

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«Me gustaría visitar Italia: Venecia, Padua, Jesolo, Oderzo»

Tenemos otras ciudades decentes, en la Toscana y el resto de la península, pero intuyo que su gente es del Véneto y no replico. Incluso, en Alemania, las heladerías italianas son todas venecianas. Aquella región, por el cono, se parece a la Campania por la pizza.

En la embajada me dan un documento, en el que me debería garantizar moverme libremente, pero cómo ha comenzado el viaje

«Me temo que no llegaré muy lejos con este pase. No estoy aquí de vacaciones, sino para traer de regreso a Italia el cuerpo de mi profesor universitario y exjefe»

«¿Está enterrado en Ankara?» pregunta, sin haber comprendido bien el problema.

«Luigi Barbarino, así se llamaba, ha muerto hace una semana, mientras escavaba en un sitio arqueológico en Tarso. Tengo que ir hasta allá para recuperar el cuerpo»

«Tengo un amigo que vive en Tarso digamos que es un examigo. Puede ayudarte. Es ingeniero en una industria petroquímica. Te escribo su dirección» dice y arranca una página de un diario en el que escribe algo.

No me gustaría aprovecharme, pero: «Gracias, pero ¿cómo hago con la lengua?»

«Êl habla muy bien italiano» responde casi enfadada. «Yo le he enseñado».

«¿No tienes su número de teléfono? Así lo puedo llamar desde aquí».

«La verdad es que lo borré, pero si vas a esta dirección, seguro lo encuentras. Dile que vas de parte de Chiara».

Ella me trata como un niño. Me acompaña a la estación de autobuses, pide un boleto a mi nombre y subo al autobús. Se desprende un aroma que huele a misterio y a oriente. Me alejo de ella, pero primero le escribo mi número de teléfono en un papel.

Desde afuera, el autobús se ve bonito, con su estilo de años 60. En cuanto entro, me doy cuenta de que realmente es de esa época. Además, todos fuman: no se puede respirar. Afortunadamente, las ventanas de los años sesenta se podían abrir. Viajo durante seis horas con la cabeza fuera, como hacen los perros (quién sabe por qué). Así con la cabeza afuera, veo Ankara, hasta ahora solo había conocido sus tristes oficinas. Los edificios me recuerdan a la interminable superficie de Londres, de casas grises e indistintas, con una diferencia: ¡aquí son más decadentes! Por un instante, borro de mi vista las casas y cúpulas de las mezquitas, trato, en vano, de ver la columna que la ciudad de Ancyra (Ankara de la época romana) había erigido para honrar al emperador Flavio Claudio Julian.

¡El querido Julian!

Durante años, he tenido una obsesión con el último emperador pagano de la época romana. Cuando estaba en la universidad, escribí varios artículos y un par de libros sobre él. Apodado Apóstata porque como cristiano se convirtió al paganismo. Luego, trató, a lo largo de su corta vida, de atraer a nuevos fieles, reformando la religión tradición. La utopía era convertir de vuelta todo el imperio al paganismo, ahora inevitablemente cristianizado. El motivo de mi fascinación por él está todo aquí. El emperador Julian quería cambiar el mundo, sin darse cuenta de que el mundo ya había cambiado, pero en una dirección completamente diferente y ya no había vuelta atrás. Aún en el avión, me prometí que la columna del emperador filósofo sería lo primero que vería en Ankara, pero después de este lío burocrático

En realidad, Julian es el verdadero motivo que me impulso a venir a Turquía. La misión oficial sería recuperar los restos del pobre Barbarino, pero estoy aquí, sobretodo, para ver la tumba del querido emperador, nunca encontrada hasta ahora. Poco antes de morir, el profesor me había escrito que ¡lo había encontrado al fin!

El autobús va muy rápido por la llanura desierta sin fin. Me quedo dormido imaginando que estoy en una de esas películas en la que el protagonista recorre estados americanos de costa a costa en autobús.

Mientras tanto, en Ankara, el teniente Karim, el de la interminable tarde en las aduanas, regresa a casa, en la que lo esperan sus dos hijos. La madre de los niños se había ido por años. Aturk, el mayor, había estado detrás de la puerta durante varios minutos y la abrió en cuanto escuchó el ruido del viejo vehículo pequeño.

«Entonces, ¿me lo dará?»

«¿Ni siquiera me saludas?» responde con brusquedad el padre.

«Bienvenido, señor teniente», dice Aturk con un tono serio fingido y vuelve a preguntar: «¿Lo tendré?»

Karim no responde, entra a la casa, deja su chaqueta de trabajo en el perchero, se sienta en su sillón marrón de la sala y su hijo lo sigue.

«No me han dicho nada».

«Pero ¿no puedes llamar tú? ¿Te das cuenta de lo importante que es?»

«Lo sé» responde él cortante. «Tráeme algo de beber».

El teniente se levanta para coger su chaqueta, saca un pequeño diario de cuero negro del bolsillo interior, vuelve a la silla maltrecha y marca el número: «Buenas tardes, soy»

«¡No diga su nombre!»

La voz al otro lado del teléfono lo interrumpe de inmediato. «Le dije que no me llame».

«Sí es verdad, pero, sabe»

La misteriosa voz lo interrumpe: «¿Ha hecho lo que le pedí que hiciera?»

«Sí, el señor»

«¡Le he dicho que no diga nombres!»

«En resumen, ese italiano: lo detuvimos retrasamos todo el tiempo que pudimos. Ahora que tiene un pase de la embajada, recuperará su pasaporte recién el lunes».

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