Stefano Vignaroli - Delitos Esotéricos стр 4.

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A mi padre el domingo le gustaba cocinar, preparando las brasas en la chimenea, donde cocía de todo, brochetas, salchichas, verduras gratinadas, pollos asados y otras exquisiteces. El día del accidente, como solía hacer, había encendido el fuego y preparado todo lo necesario sobre la mesa. Alfonso, jugando, había cogido una parrilla y se había puesto a correr por la habitación. Intentando prevenir el peligro mi padre había comenzado a perseguirlo, él había tropezado y caído al suelo. La parrilla había volado por los aires y le había caído sobre la nuca. Una punta metálica había encontrado el espacio adecuado entre dos vértebras cervicales, clavándose en la médula espinal y provocando la muerte inmediata del pequeño. Papá continuó atormentándose por este episodio. Junto con mi madre, habían decidido tener otro hijo para compensar la pérdida y de esta manera, después de algún tiempo, nacieron los gemelos. El hecho de llamar a uno de los niños Alfonso no fue una idea brillante, de ninguna manera, porque cada vez que mis padres pronunciaban su nombre volvía a su mente la tragedia. Con el paso del tiempo, mis padres cada vez se pelearon más. Mi madre, siempre hacía recaer la responsabilidad de la muerte del niño sobre el marido, que había comenzado a deprimirse, para combatir la depresión había comenzado a ir a psicoterapia. Su terapeuta, en un momento dado, lo embutió de psicofármacos que, en vez de hacerle estar mejor, lo llevaron al colapso psicológico y, finalmente, al suicidio.

Escuché un ruido fuerte que provenía del estudio y corrí a la habitación de mi padre con un feo presentimiento. Lo encontré tirado sobre el escritorio, al lado una lacónica nota, donde sólo había escrito una palabra: Perdonadme.

No conseguí derramar ni una lágrima. Mi madre ni siquiera pareció disgustada por la pérdida, es más, quizás para ella había sido una liberación. Sentía la necesidad de hablar con alguien que no fuese mi madre, con alguien que me comprendiese, y el único con quien podía hacerlo era con Stefano. Lo fui a ver a su estudio veterinario, en las afueras de Jesi, y sólo entre sus brazos conseguí dar rienda suelta a todas mis lágrimas.

He sufrido mucho estos últimos años, he visto demasiado mal a mi alrededor y me gustaría ponerle remedio ocupándome de un trabajo que sea útil a alguien y, al mismo tiempo, que me satisfaga personalmente. ¡Dame un consejo, te lo ruego!

Él me había sonreído, intentando enjuagar mis lágrimas.

Te has diplomado hace poco con la máxima nota, tienes un buen conocimiento de psicología y de sociología, además, adoras a los animales, en concreto a los perros. Si te interesa, un cliente mío, un superintendente de la Polizia di Stato, me ha explicado hace unos días un proyecto para la creación de una unidad canina dependiente de la Jefatura de Ancona. A la espera de que lleguen los fondos y los equipamientos, le ha sido asignado un pastor alemán, para utilizar como perro antidroga en el puerto. ¿Por qué no pruebas la carrera de policía? ¡Ahí te veo perfecta! Luego, una vez que hayas entrado, tendrás la posibilidad de hacer valer tus cualidades de experta en perros. Yo estoy aquí y te ayudaré siempre cuando lo necesites.

En ese momento, había juzgado la idea un poco estrafalaria pero luego, considerando que no creía que fuese una mujer idónea para el matrimonio, dada la pésima experiencia que tuve de mis padres, unos días después me presenté en la Jefatura de Ancona y cumplimenté la petición de admisión para el curso de cadetes.

Terminado el curso, la carrera no fue tan fácil como había pensado. Transcurrió bastante tiempo antes de que pasase al servicio activo y, mientras tanto, me había inscripto en la facultad de Derecho en Macerata, dedicándome sobre todo a la criminología.

No había conseguido ni siquiera hacer un examen, ya que finalmente llegó la carta de empleo con la designación de agente de policía de primera, asignada a la Jefatura de Ancona. Al principio parecía que a nadie le interesaban mis cualidades de criminóloga ni mis dotes para saber trabajar con los perros. Pasaba largas jornadas a bordo del coche de policía por las calles de la ciudad, parando autos en los puestos de control o arrestando a borrachos, drogodependientes o prostitutas. Realmente no era el trabajo que me había esperado y además, acabado el turno, estaba tan exhausta que era impensable coger los libros para ponerse a estudiar.

Pero no bajaba la guardia y siempre buscaba la ocasión de demostrar a mis superiores mis autenticas capacidades. Después de un par de años de servicio, la promoción al grado de subinspectora era automática y de esta manera se había abierto para mí la posibilidad de seguir a los compañeros inspectores en algunas investigaciones.

La idea de un grupo de perros dependiente de la Jefatura de Ancona había sido monopolizada por un colega, el subinspector Carli, destacado en el puerto, donde éste último no hacía otra cosa que olisquear, con su pastor alemán, a cualquier turista de paso, de manera que quitaba al desgraciado de turno, de vez en cuando, unos pocos gramos de la ropa interior. Pero la auténtica droga, la que sabíamos que se movía por kilos en el puerto de Ancona, nunca la había interceptado.

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