En esa época los teléfonos móviles no existían y, por lo tanto, los contactos sólo se podían mantener escribiendo cartas y postales o por medio de los teléfonos fijos. Por lo cual, durante un tiempo, los encuentros con Stefano habían sido esporádicos y sólo dos años después conseguí transcurrir, de nuevo, algunos días con él.
Había terminado el primer año de la Escuela Superior y había pasado de curso con óptimas notas pero el verano se anunciaba aburrido y sin grandes perspectivas de vacaciones ya que, en la familia, las peleas entre mi padre y mi madre cada vez eran más encendidas y entre los dos no conseguían llegar a un acuerdo en nada. Además, mi padre estaba teniendo crisis depresivas, cada vez más frecuentes.
Era un cálida jornada de julio cuando mi madre me llamó para decirme que mi primo Stefano estaba al teléfono y preguntaba por mí. Corrí hacia el aparato con el corazón en un puño.
Hola, Caterina, he pasado el examen del segundo año de especialidad y tengo algunos días de vacaciones antes de comenzar los dos meses de prácticas en la Clínica Universitaria. Luego, en octubre, deberé presentar mi tesis, así que ¡voy a tener un verano bastante duro! ¿Por qué no vienes a Pisa y hacemos algo de turismo por la Toscana? ¡Unas buenas vacaciones nos hará bien a los dos, para ti como distracción de tu situación familiar, para mí como una breve pausa en los estudios!
Después de pedir permiso a mis padres, que no dieron ningún problema, cogí el tren y llegué a Pisa. Stefano me esperaba en el vestíbulo de la estación. Le di mi bolsón y me subí a su coche, un Citroen 2CV, con el cual iríamos a Toscana en los próximos días, pernoctando en hoteles y siendo acogidos por sus amigos de universidad. Visitamos ciudades muy hermosas, la misma Pisa, San Gimignano, Siena, Arezzo. Incluso fuimos hasta el Apenino Toscano-Emiliano durante una breve excursión al nacimiento del Arno, siempre animados por nuestra demostrada pasión por la montaña. En fin, llegamos a Firenze, donde nos hospedó su hermano, inscripto en la facultad de Arquitectura pero que hacía de todo menos estudiar. La última noche, después de la cena, hacía calor y yo estaba cansada. Paseando por las orillas del Arno llegamos a Ponte Vecchio. Era una noche espléndida, en el cielo la luna casi llena se reflejaba en el río y el espectáculo era realmente romántico. Aprovechando el cansancio, me había apoyado en Stefano, pasándole el brazo alrededor del cuello. Él, en respuesta, había aferrado con delicadeza mi mano, que colgaba de su hombro, acariciándola ligeramente. Luego había cogido mis caderas con el otro brazo. Nos habíamos quedado así, en silencio, unidos y abrazados, mirando el paisaje florentino. Me esperaba un beso y, en cambio, no sucedió nada. Habría querido que aquel momento no hubiese acabado jamás, hubiera querido permanecer así para siempre y, en cambio, a la mañana siguiente, estaba en la estación de Firenze, lista para volver a casa. Las cortas vacaciones habían terminado pero yo todavía pensaba en el abrazo de la noche anterior, aún sentía la mano que acariciaba la mía. ¿Estaba enamorada? Quizás.
En cuanto llegué a casa encontré a mi padre y mi madre ocupados en la última pelea y este hecho extinguió toda la poesía que se había creado en los días anteriores. ¿Cómo es posible, pensé, que dos personas que se han amado, que han compartido su vida durante más de veinte años, lleguen a tratarse de esta manera? En ese momento decidí que el matrimonio no estaba hecho para mí.
Tenía casi 19 años cuando, en una templada jornada de comienzos de otoño, mi padre se mató, disparándose un tiro en la sien. Cómo había conseguido un pistola, nunca lo supe. El hecho es que su vida había estado marcada por una tragedia, ocurrida aproximadamente hacía doce años, en la que había muerto mi hermanito de casi tres años.
A mi padre el domingo le gustaba cocinar, preparando las brasas en la chimenea, donde cocía de todo, brochetas, salchichas, verduras gratinadas, pollos asados y otras exquisiteces. El día del accidente, como solía hacer, había encendido el fuego y preparado todo lo necesario sobre la mesa. Alfonso, jugando, había cogido una parrilla y se había puesto a correr por la habitación. Intentando prevenir el peligro mi padre había comenzado a perseguirlo, él había tropezado y caído al suelo. La parrilla había volado por los aires y le había caído sobre la nuca. Una punta metálica había encontrado el espacio adecuado entre dos vértebras cervicales, clavándose en la médula espinal y provocando la muerte inmediata del pequeño. Papá continuó atormentándose por este episodio. Junto con mi madre, habían decidido tener otro hijo para compensar la pérdida y de esta manera, después de algún tiempo, nacieron los gemelos. El hecho de llamar a uno de los niños Alfonso no fue una idea brillante, de ninguna manera, porque cada vez que mis padres pronunciaban su nombre volvía a su mente la tragedia. Con el paso del tiempo, mis padres cada vez se pelearon más. Mi madre, siempre hacía recaer la responsabilidad de la muerte del niño sobre el marido, que había comenzado a deprimirse, para combatir la depresión había comenzado a ir a psicoterapia. Su terapeuta, en un momento dado, lo embutió de psicofármacos que, en vez de hacerle estar mejor, lo llevaron al colapso psicológico y, finalmente, al suicidio.