María Dolores Cabrera - Siempre De Azul стр 6.

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De pronto y como un rayo, se me incrusta el recuerdo de haber leído alguna vez, en alguna parte y en otro tiempo, que en ciertas culturas ancestrales, las libélulas eran el símbolo de las almas difuntas, se creía que tenían conexión con los espíritus de la naturaleza, que no sentían miedo frente a nada, jamás; y además, que poseían el poder de revivir o transmutar. Nos volvemos a mirar mutuamente en el turbio abismo del espejo. Nos aceptamos en medio de un silencio sombrío y sepulcral. De manera intempestiva, recuerdo la puerta cerrada con llave pero no siento temor y sé que la libélula tampoco.

Abandono el espejo y entro a una pequeña habitación. Hay un lecho angosto junto a un armario despostillado, tiene un cajón a medio abrir con ropa de mujer. Al otro lado, una mesa coja arrimada a la pared, a la que le falta la mitad de una pata. Me acerco y veo encima de ésta, algunos textos antiguos de escuela que amenazan con caerse. Huele a un hedor caliente, a rancio. Veo un bulto tendido en la cama. Tiene la forma de un cuerpo humano. Se nota que está boca arriba. No se mueve. Le cubre una manta de color oscuro que incluso le tapa el rostro pero tampoco me asusta. Tal vez solo alguien duerme, pienso. La habitación apesta a humedad, a piel sudada, a algo así como al olor del pelo mojado de un perro. Debe ser la cobija, me digo.

Sé que soy Rebeca y que mi memoria estaba intacta hasta que llegué al umbral de esta cabaña pero que a partir de haber entrado, no sé nada excepto que soy Rebeca, que estoy encerrada y que me acompaña una libélula.

Sigo desplazándome y descubro la puerta cerrada de otro cuarto. Acerco mi oído y escucho murmullos dentro, se oyen lamentos tristes. Me animo a golpear suavemente pero parece que mi discreción pasa desapercibida. Llamo un poco más fuerte pero el resultado es el mismo, nadie lo percibe.

La vela se consume rápidamente. Regreso con prontitud a la ventana que está junto a la puerta y miro hacia afuera. Las estrellas y las luciérnagas iluminan incesantes la oscuridad como si se prepararan para un ritual de metamorfosis urgente. Una rana salta curiosa desde el pantano.

Soy Rebeca y creo que estoy dentro de mi cuerpo y de mi cerebro, pues tengo pensamientos y memoria aunque bastante vaga. Otra vez la libélula mueve sus alas a gran velocidad. La miro con más atención y reconozco rasgos míos en ella, me doy cuenta de que, misteriosamente, es parte de mí misma. Es mi alma, es mi propio espíritu. Está fuera de mi cuerpo liviano, de mi cuerpo de aire, pero posee mis sentimientos y mis emociones. Se posa en el centro de lo que creo que es mi cabeza, de esa misma cabeza que vi prácticamente desintegrarse frente al espejo y absorbe mis pensamientos, los saca de mi entidad abstracta e intenta salir de la cabaña. Encuentra una rendija entre una malla desprendida del marco de la ventana y salimos. Vuelo en ella, vuelo muy cerca de la superficie del agua turbia del pantano. Giro rápidamente en diferentes direcciones con una velocidad que me asombra. El viento me abre el camino, las luciérnagas me guían en medio de una ceremonia de gala. La oscuridad me da la bienvenida mientras me acerco a las estrellas. Soy un hada, un hada que ahora pertenece al mismo reino mágico de las libélulas. He mutado. Me he transformado.

Mientras tanto, en la cabaña se abre la puerta del cuarto cerrado. Salen personas afligidas. Un manojo de seres humanos que gimen, se lamentan. Lloran una enorme pena. Van a la pequeña habitación maloliente que está abierta y una mujer desconsolada, se acerca a quien yace boca arriba en la cama. Enciende varias velas, a pesar de que la luz eléctrica está y siempre ha estado presente en la cabaña, y las coloca alrededor del cuerpo. Retira la oscura manta del rostro y besa la frente de Rebeca, la joven ahogada que ese día cayó accidentalmente al pantano y que sepultarán mañana por la mañana en la ciudad.

No me dejes ir

El dolor de las piernas se vuelve insoportable. La inmovilidad me produce un penoso estado de ansiedad, de impotencia. La luz es muy tenue pero me tranquiliza sentir que respiro. Mis párpados caen pesados sin el permiso de mi voluntad. De inmediato, mi cerebro enciende la visión del recuerdo perverso. Una película maligna grabada en mi memoria. Escenas que, una detrás de la otra, reiteran la veracidad de una tragedia manipulada por entidades, hasta entonces, desconocidas para mí. El vestigio de lo que sucedió se muestra como una amenaza macabra para cualquier ser viviente. Tétricas imágenes que me atormentan en cuando cierro los ojos:

Yo, Maritza, de veinte y siete años, conduzco por una carretera angosta y oscura que se ilumina solo con las luces de mi coche. Voy a una velocidad medianamente alta porque temo llegar tarde. Es el cumpleaños número cincuenta y cinco de mi madre y, en la casa de campo donde mis padres residen desde hace un par de años, habrá una cena a la que ya estoy retrasada. La oscuridad hace que consiga ver los árboles y arbustos, solo cuando ya están a unos metros de distancia. Tengo el equipo de música encendido. Escucho la canción británica Never let me go. Está de moda. Me gusta. Tarareo muy bajito y acelero un poco más. Imagino a mamá inquieta, sé que a estas horas debe chequear el reloj, una y otra vez, porque aún no he llegado y los invitados esperan por mí para hacer un brindis.

Suena mi teléfono móvil y yo contesto. Es Elsa, mi madre. Me disculpo y le explico que tuve que cerrar una cuenta en el trabajo y que me tomó más tiempo del esperado, pero que ya he recorrido la mitad del camino y que estaré en la finca en unos cuarenta minutos más.

Imagino a papá, a mi hermano Oswaldo y a Cristina, mi hermana mayor, mirándose unos a otros porque la cena se enfría y Maritza, impuntual como siempre, aún no ha llegado.

De pronto, percibo en la nuca un frío inesperado, gélido. Me eriza la piel del cuello. Me sorprende porque la estación es calurosa y reviso si la ventana trasera está baja. Constato que no, que está cerrada. Me mareo y tengo nauseas. Veo una luz que centellea en el cielo como si se tratara de rayos que anuncian una tormenta, pero son relámpagos que permanecen refulgentes por más tiempo del normal. Me invade un temor mordaz. Trago la saliva con firmeza y un sudor helado baja por mi cuerpo. Tiemblo por el pánico y desacelero.

Los árboles y la vegetación ya no se iluminan con los faros encendidos de mi carro, al que ahora le cubre una espesa neblina. Reviso las luces. Subo su nivel a intensas pero todo lo que hay fuera son inmensas sombras negras y espectrales. Las ramas y las hojas se tambalean amenazantes y emiten un silbido extenso. La canción británica ha dejado de sonar. De pronto, me golpea una estampida brusca como si alguien me hubiera chocado por detrás. Me sacude y freno. Apago el motor. Miro horrorizada por el retrovisor pero no hay nada ni nadie; solo tiniebla, desamparo y terror. El tiempo que permanezco sin que el auto se mueva es muy corto porque en unos segundos me percato de un nuevo movimiento que desliza mi carro hacia adelante, como si una fuerza oculta lo desplazara.

Enciendo el motor e intento acelerar para escapar con una rapidez mayor a la que me empuja pero no consigo mover mi auto a voluntad. El miedo me paraliza y me ofusca. No sé qué hacer. El carro es impulsado por una fuerza sobrenatural que me causa pavor y grito. Presiono el pie sobre el freno y el pedal se hunde hasta el fondo. No puedo hacer nada y cierro los ojos mientras clamo por ayuda. Rezo a pesar de no ser creyente. Intento tomar el teléfono celular mas no lo alcanzo. Se ha caído debajo del asiento y el cinturón de seguridad me oprime. Está trabado.

La velocidad aumenta y me causa vértigo. Vomito encima de mi cuerpo. El frío en el cuello se convierte en un susurro siniestro. Miro una sombra colosal frente al parabrisas. Es un árbol enorme. Voy a chocar contra él. No hay escapatoria. No lo puedo evitar. El impacto es fortísimo. Lo vivo como en cámara lenta. Mi cabeza se agita por el golpe y la música del equipo empieza a sonar en volumen máximo. Me ensordece. Todo explota. Se rompe. Miro como vuelan por el aire, los pedazos blancos de la carrocería. Abro y cierro los ojos de manera intermitente. Acepto mirar y a la vez me niego a hacerlo. La decisión alterna en intervalos de segundos. La piel de mi rostro se comprime con muecas de pánico y cierro mis puños con fuerza, como si eso me preparara para protegerme de la colisión. Escucho mis propios alaridos. Los trozos de vidrio de las ventanas se esparcen por el aire como una lluvia de cristales que tintinean al caer. Mi cuerpo se tambalea, se dobla. Mi cabeza golpea contra una de las ramas del árbol incrustado en el parabrisas y rebota.

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