María Dolores Cabrera - Siempre De Azul стр 5.

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Adereza con adobos y aliños. Condimenta, sazona y eso la estremece de placer. La textura del salmón al horno y el aroma del camarón salteado, le complacen hasta un delirio de felicidad.

En medio de todo el fascinante ensueño que le produce guisar y dirigir la cocina, justo cuando los clientes multiplican los elogios a la excelencia de Mónica y el restaurante eleva su auge; la luz se vuelve oscuridad para el mundo. Llega una pandemia que infecta a los seres humanos de todo el planeta. Los contagios son rápidos y un velo de muerte cubre a la humanidad. Casi todos los países entran en un confinamiento obligado. Se cierran escuelas, colegios, universidades, negocios y entre ellos por supuesto, los restaurantes.

Mónica debe retirarse a casa al igual que el resto del personal. Se suspende el servicio a los clientes. De la noche a la mañana se cancela la atención. La pandemia no tiene control y después de meses, el panorama es peor. Hay pánico entre la gente. Nadie sale. Las calles vacías. El toque de queda convierte a las avenidas, a los caminos, a los parques y a las plazas en espacios fantasmales, abandonados. Los silencios son sepulcrales. Crece la muerte y el dolor. No hay cómo reabrir. En esas circunstancias y sin ingresos, el descendiente del siciliano no puede pagar sueldos. Despide a la mitad de los empleados entre cocineros y personal de limpieza. La otra mitad, en la que está Mónica, se va a casa con la promesa de volver después del lapsus sanitario.

La vida de Mónica cambia. En casa, prepara sus desayunos, sus almuerzos y sus cafés pero no es igual. Necesita el ritmo del restaurante para sobrevivir, para continuar con la salvación de su alma. Su espíritu se apaga mientras, imparable, se dilata el tiempo de la fatal pandemia. El Lapsus se vuelve incierto, inmenso. La alegría se extingue, se transforma en incertidumbre, en angustia. No consigue purificarse.

Regresan los recuerdos del pasado. No logra reemplazar las heridas que duelen otra vez. Vuelve la duda. Rebrota la ira, el enojo. Sin su actividad culinaria pierde el equilibrio. Piensa en Italia, en los aromas, en los sabores y en los colores de la comida de ese país divino al que todavía no ha ido y quizás ya no irá jamás. Es otro espacio del mundo golpeado por el virus mortal. A Mónica le abraza la depresión. Los ángeles que revoloteaban sobre su pasión, mutan en los demonios que hoy custodian su soledad y ahora espera, aguarda por el momento de su redención pero cada vez más desierta, más callada, más insólita en medio de su propia oscuridad.

La libélula

Camino con pasos lentos. Cada uno, hace crujir la hierba seca del verano o quizás no son mis pies los que hacen ruido sino alguna lagartija que me sigue de cerca, o un roedor hambriento o tal vez el follaje crepita solo. Mientras avanzo por el borde del pantano, levanto intermitente la mirada hacia la oscuridad que enluta el cielo. Observo el lerdo vaivén de las hojas de los árboles meciéndose tranquilas al ritmo de la brisa de una noche sorda. Veo estrellas que titilan resignadas, esperando silentes la llegada de algún alma. No sé si existen o si ya están muertas pero me alumbran al igual que las luciérnagas que se mueven ligeras, zigzagueando entre las ramas como si prepararan afanosas, algún cortejo ceremonial. Bajo la mirada porque llego a la puerta de la cabaña. Está abierta. La empujo y escucho el rechinar de las bisagras. Entro. Me siento confundida, desubicada, incompleta, casi etérea. No hay luz. La puerta se cierra sola detrás de mí. Volteo y pienso que fue el viento nocturno del verano que a veces, actúa por su cuenta con acciones elegidas a su voluntad. Mis pensamientos se enredan, se mezclan, se irritan. Los recuerdos se enmarañan, se lían, giran, se golpean inconformes unos con otros, iracundos. De esta batalla, solo sobreviven algunos. No sé qué hacer con ellos. Son muy pocos y ni siquiera los puedo reconocer como verdaderos o falsos.

Creo que no hay nadie en la cabaña. Sin embargo y por la duda, saludo con un Buenas noches. No hay respuesta. Repito la frase en un tono de voz más alto, pero nadie contesta. Escucho el sonido de un minúsculo aleteo de alas que viene desde el marco interior de la ventana. Veo a una libélula que debió haber entrado por la puerta igual que yo. Me gusta su imagen, su tono variante, las alas transparentes con las que alardea su libertad. La miro fijamente con asombro. Es fastuosa y con la misma belleza de un hada. Me acerco despacio, la presiento espiritual, poderosa y mensajera. Está envuelta con un aura delgada de luz blanca. Aletea majestuosa como si acabara de llegar de otro reino para advertir de alguna mágica e inminente transformación.

Busco el interruptor de la luz pero no lo encuentro. Pienso que a este brillante ser alado, debe asustarle los choques con la madera, con el filo de la ventana, mientras intenta volar y me acerco a la puerta para abrirla, pienso que así la libélula podría salir y retornar a su reino espiritual, pero al intentar mover la perilla, me percato de que no gira. La puerta está con seguro. No logro abrirla por dentro. Es como si alguien hubiese puesto llave por fuera.

No sé dónde está el interruptor para encender la luz. Me desplazo mientras lo busco por las paredes. No lo hallo. La libélula se posa sobre un mueble que parece una estantería vieja. Me acerco y encuentro sobre ésta, unos cerillos y algunas velas. Recuerdo que la cabaña está en medio del bosque y pienso que por lo tanto, es posible que no haya electricidad en la zona en la que me encuentro. Enciendo una de las velas y entonces puedo observar mejor el interior del lugar. Frente a la estantería hay una mesa redonda con un mantel bordado, artesanal. No hay sillas, excepto una antigua mecedora de mimbre que parece moverse como si alguien se acabara de levantar. Está a un lado de la mesa y pienso que debe haber corrientes de aire que entran por los filos irregulares de las ventanas y la mecen. Al fondo, una chimenea sucia, llena de ceniza y leña seca a medio quemar. Las paredes de la casita están hechas de troncos de árboles cortados simétricamente, unidos y lacados. Es una vivienda rústica como para convivir con la naturaleza los días del verano y nada más.

La libélula resplandece, como si de pronto la hubiera cubierto una escarcha azul platinada. El reflejo de la pequeña llama, que se mueve con el aire, muta sus colores según la posición.

Tomo la vela en la mano y me muevo por la casa. Paso por un corredor estrecho y sombrío y de pronto, veo frente a mí un espejo rectangular y vertical. Está colgado en un sitio estratégico como para que todo el que pase, se mire sin poderlo evitar. Ahí estoy con mi figura incompleta, de cuerpo casi entero pero solo hasta mis rodillas. Imagino que floto, que no tengo pies. Parece que estoy envuelta con una especie de neblina pero pienso que tiene que ver con el reflejo opaco del espejo. La luz de la vela destella en el vidrio. Me reconozco con mi ropa. Soy Rebeca. Claro que soy Rebeca, y observo también a la libélula que vuela alrededor de mi cabeza. Mi cabeza, casi la pierdo de vista, parece desintegrarse en medio de esa niebla densa y gris que sale misteriosa, de la profundidad del espejo. Volteo la mirada y veo directamente a la libélula que ahora se ha tornado blanquecina, como si fuera de cristal azucarado. Se posa en mi hombro sin recelo.

De pronto y como un rayo, se me incrusta el recuerdo de haber leído alguna vez, en alguna parte y en otro tiempo, que en ciertas culturas ancestrales, las libélulas eran el símbolo de las almas difuntas, se creía que tenían conexión con los espíritus de la naturaleza, que no sentían miedo frente a nada, jamás; y además, que poseían el poder de revivir o transmutar. Nos volvemos a mirar mutuamente en el turbio abismo del espejo. Nos aceptamos en medio de un silencio sombrío y sepulcral. De manera intempestiva, recuerdo la puerta cerrada con llave pero no siento temor y sé que la libélula tampoco.

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