Volviendo a Europa, me parece bastante indicativo de la naturaleza mixta de nuestro siglo, el contraste entre las diferentes formas adoptadas por la repercusión de las persecuciones nazis y los exterminios masivos sobre las culturas y sobre los distintos pueblos (Clendinnen, 1999). Según Isabel Fonseca (1996), si por una parte los judíos han reaccionado al genocidio con «una monumental tarea de rememoración», los gitanos han reaccionado con «el arte del olvido», una singular fusión de fatalismo y tendencia a vivir al día. Entre los gitanos, «olvidar» no implica complacencia sino más bien una especie de desafío despectivo. Aunque las cifras sean controvertidas (variando de cien mil a un millón de víctimas, aunque estas cuestiones no pueden reducirse a mera cuantificación), una enorme cantidad de gitanos fue engullido por lo que en su lengua se llama Porraimos, devorador, y muchos fueron sometidos por los nazis a torturas y experimentos «médicos». Con todo, en el proceso de Nuremberg estos crímenes en masa no fueron tomados en consideración ni fueron convocados testigos gitanos: ha habido que esperar hasta 1995 para que un nazi fuera condenado por crímenes contra este pueblo. Fonseca atribuye el silencio de los gitanos al hecho de que este pueblo no parece mostrar, ni el sentido, ni la exigencia de un pasado histórico. Muy a menudo, la profundidad de sus memorias no va más allá de tres o cuatro generaciones; se ha considerado la hipótesis de que se trate de un resto del nomadismo, en el que los muertos literalmente se dejaban atrás. Tal comportamiento seguiría distinguiendo a un pueblo que, incluso en los periodos de sedentarización, ha tenido que soportar duras condiciones de vida. Por tanto, si bien la Segunda Guerra Mundial y el Porraimos forman parte de la memoria reciente, de momento no han dado lugar a una tradición significativa de rememoración o ni tan siquiera de discusión; es como si entre los gitanos existiese una falta de interés por su ajetreado y trágico pasado. Aunque esto esté cambiando (algunos gitanos entrevistados en los últimos años en los campos de Roma y de Turín, hablando de sus actuales condiciones en el campo, han mencionado como un antecedente la persecución nazi Marco Revelli, 1999), la actitud originaria respecto al recuerdo y al olvido parece ser muy diferente en el caso de los judíos y en el de los gitanos.
Este contraste entre silencio despreciativo y monumento a la memoria es una expresión significativa de nuestro tiempo, aunque no una confirmación del carácter doble del siglo con respecto a esta cuestión. Es necesario no olvidar que ha tenido que pasar un largo periodo de silencio antes de levantar monumentos a la memoria de la Shoah: la reflexión sobre su alcance histórico y sobre su lugar en la memoria de Occidente se ha desarrollado con extrema lentitud. En la tradición occidental, los genocidios han sido considerados como monstruosas excepciones, tanto por la literatura antifascista como por los análisis críticos de la Segunda Guerra Mundial (Varikas, 1998). El lado oscuro de tal tradición ha permanecido relativamente en la sombra durante la Guerra Fría. La importancia de la obra de Hannah Arendt de 1951, Los orígenes del totalitarismo, que explica cómo la comprensión del genocidio constituye la carga que nos ha dejado nuestro tiempo, ha sido reconocida sólo en los años setenta. Durante demasiado tiempo esta carga ha sido aceptada por muy pocos.
Insistamos, mientras por una parte, es necesario recordar que el concepto de genocidio es problemático si se amplia excesivamente, por otra , la tarea de comprenderlo no pude ser resuelta sólo en el ámbito de los confines europeos. No debe olvidarse que otros genocidios han sido perpetrados por numerosos pueblos en el curso de la historia, y particularmente, por los europeos sobre pueblos de otros continentes entre estos destaca la colonización de América Latina, a propósito de la cual, el término genocidio ha sido explícitamente usado (Jaimes, 1992). En todo caso, no es necesario alejarse demasiado de Europa para descubrir las huellas de la violencia del colonialismo y los del forzado silencio al respecto: lo que sigue es un ejemplo.
SILENCIO COMO REPRESIÓN DE LA MEMORIA Y «AMNESIA» IMPUESTA
El 13 de agosto de 1999 Le Monde publicó un largo artículo y un editorial, titulados respectivamente «Octobre 1961: mensonge officiel» y «Les fautes du passé», sobre un caso muy significativo de silencio público en la Europa de la segunda mitad del siglo XX: «Gracias a un informe del viceprocurador general de la Corte Suprema francesa, aparece otro fragmento de la verdad largamente ocultada por el poder público sobre la represión de una manifestación organizada en París, en octubre de 1961, por el Frente de Liberación Argelino. Sobre la base de documentos judiciales, y sólo después de haber obtenido un derecho especial de excepción de la regla centenaria, [se ha sabido] que en la noche del 17 al 18 las víctimas de las fuerzas de la policía fueron, al menos, cuarenta y ocho, mientras los datos oficiales hablaban de tres muertos». El artículo prosigue explicando que el gobierno del momento fue informado de los hechos esto es, que cientos de personas fueron arrojadas por la policía a las aguas del Sena por el informe enviado por el prefecto de policía al primer ministro, pero prefirió mantener el silencio sobre los hechos. Así, Le Monde considera a las autoridades responsables de tal «amnesia» y reconoce la importancia de admitirla, más de cuarenta años después, con el fin de contribuir a la «reanudación de las relaciones francoargelinas».
En este caso, los esfuerzos del poder por ocultar sus responsabilidades y esconder su implicación en la masacre por el bien de las relaciones entre franceses y colonizados, entre europeos y no europeos, de hecho, han provocado un olvido en la memoria pública que forma parte de la desaparición, más general, en la memoria colectiva francesa, de la guerra argelina (Prost, 1999). Libros y películas han tratado repetidamente de desvelar la dinámica de los acontecimientos, pero el film Octobre à Paris, en el que Jacques Panijel entrevista a los supervivientes de la masacre, fue censurado en 1962 y prohibido durante los diez años siguientes, mientras que entre los documentos de France Presse puestos a disposición de los investigadores faltaba el dossier sobre octubre de 1961 (Tristan, 1991). Nunca sabremos el número exacto de muertos, pero los testigos hablan de más de trescientos argelinos desaparecidos en aquella ocasión, algunos de los cuales fueron muy probablemente deportados a Argelia; parece plausible una estimación que gira en torno a los doscientos muertos (Einaudi, 1991). La historia de la memoria de aquel suceso es la historia de una batalla contra un silencio que acabó por imponer el olvido, una imposición lograda sólo en parte. Por otra parte, «el silencio fue el refugio de muchos trabajadores argelinos», observa Jean-Luc Einaudi (p. 292), que relata el conmovedor encuentro tenido con uno de ellos en Argelia. Aquel hombre llevaba todavía los signos de aquella noche: pedió el ojo derecho tras recibir una herida de arma de fuego causada por un policía. La noche después de la entrevista, este hombre no pudo dormir, y al día siguiente, se negó a continuar, afirmando: «No quiero recordar». El silencio y el olvido obligados afectaron profundamente a los protagonistas directos de los acontecimientos.
Si una tal «amnesia» pública, que se extiende también a lo privado, es impuesta por las autoridades, muy a menudo no puede darse sin una especie de complicidad por parte de aquellos que, no estando en una posición de poder, aceptan y prolongan el silencio impuesto. Una complicidad de este tipo ha sido puesta de relieve por una investigación sobre un silencio comparable, estudiado en los Estados Unidos por Marilyn Young (1997) a propósito de la guerra de Corea sucedida entre 1950 y 1953. La guerra de Corea fue tan brutal como la de Vietnam, tuvo casi el mismo número de víctimas (y se consumó en un periodo más breve), pero no condujo a un análogo examen de identidad y propósitos nacionales. El proyecto de Young de comprender su ausencia en la historia y en la opinión pública incluye un análisis del papel de algunos intelectuales de la época, ejemplificado por un simposio de la Partisan Review en 1952. Aquellos intelectuales, que finalmente habían adquirido prestigio, no quisieron considerar la impopularidad de la guerra, prefiriendo no «afear la esencia inmaculada del triunfo americano en la Segunda Guerra Mundial» (Young, 1997) y no oponerse a la tendencia, propia del discurso nacionalista, de sofocar y hacer callar. La guerra de Corea sólo reapareció después de la guerra de Vietnam como si la memoria fuese un tejido vivo en el que una herida repercute sobre el conjunto y las asociaciones con los aspectos latentes también fuesen posibles mucho más tarde no es por casualidad que la primera historia oral de la guerra de Corea se remonte a 1988. Este conflicto ha sido, con razón, definido como «la guerra olvidada» y sólo recientemente las masacres de centenares de civiles, como la del 23 al 26 de julio de 1950 en No Gun Ri, perpetradas por las tropas americanas sobre mujeres y niños en especial, han sido puestas de relieve por la Associated Press, gracias a un trabajo de investigación y de entrevistas elaboradas por periodistas coreanos y americanos (Kauffmann, 1999).