Siguiendo con Europa, diremos que el continente es fuente de una amplia gama de ejemplos de silencio impuesto, grandes y pequeños, que implican a individuos y a grades comunidades. Se puede recordar el silencio impuesto en 1988, por la televisión británica, sobre Mother Ireland, una película sobre la representación de Irlanda como figura femenina de la cultura local y el modo en que tal imagen se ha convertido en un motivo nacionalista (Davin, 1991; Crilly, 1991). O también se puede citar el silencio que la jerarquía eclesiástica ha querido imponer sobre el valiente cura de un pueblo de Cuneo (Borgo San Dalmazzo), don Raimondo Viale, que durante la guerra trató de salvar a muchos judíos y prestó su ayuda a los partisanos pero también a los espías fascistas condenados a muerte. El señor Viale fue repetidamente reconvenido y amenazado por las autoridades católicas y en 1970 suspendido a divinis (es decir, le fue negado el derecho de celebrar misa y predicar desde el púlpito), diez años antes de ser proclamado en 1980 uno de los «Justos» de Israel. En 1998, su biógrafo Nuto Revelli recordó a los lectores que la documentación del archivo existente sobre Viale en la curia de Cuneo y en el Vaticano había sido silenciada catalogándola de no consultable, y que incluso en la larga entrevista que le hizo Revelli, Viale parecía haber interiorizado el silencio que le habían impuesto. La rotura de otros silencios ha sido documentada por muchas investigaciones de historia oral, como el importante trabajo de Alessandro Portelli (1999) sobre la fusión de silencio y memoria respecto a la masacre de Fosse Ardeatine en Roma: «en torno a esta historia se ha condensado un sentido común de desinformación, que achaca la responsabilidad de la matanza a los partisanos» (p. 13), estableciendo una relación de causalidad directa entre la acción partisana en la calles Rassella y los estragos nazis en Ardeatine; la investigación de Portelli se propone precisamente separar los dos sucesos y dar vida a una memoria colectiva más compleja y difícil.
Para esta parte de nuestro recorrido, he querido considerar dos ejemplos de silencio roto con formas opuestas. Mi elección se basa en el presupuesto de que los casos más interesantes son aquellos en los que el silencio no es una imposición proveniente de un régimen autoritario sino una actitud intencional asumida por toda una comunidad o sociedad. Es posible que, sin embargo, en una situación tal, los individuos actúen en los intersticios de la sociedad tratando de romper, con su voz, el silencio colectivo. Es el papel que ha tenido la poesía en la Alemania de los últimos decenios donde, después del sesenta y ocho, el movimiento literario conocido como Neue Subjektivität nacido en concomitancia con un renovado interés por el psicoanálisis instituyó un nexo entre memoria individual y colectiva, entre el pasado nazi y el presente, pidiendo que no se acallaran las responsabilidades del pasado. Es significativo que, contemporáneamente a este redescubrimiento del pasado colectivo, se multiplicaran las voces de mujer en la poesía. Mientras en la Alemania occidental tenia lugar este fenómeno, en la parte oriental, la literatura y la poesía consiguieron romper el silencio de manera diferente, porque el tono subjetivo les permitía ser menos controlables respecto a otros géneros expresivos, ante las imposiciones de la burocracia de la censura del régimen de la Alemania oriental. La diferencia estaba en el tipo de «olvido» impuesto: no se trataba tanto de un silencio literal, cuanto, más bien, de una memoria institucionalizada de las víctimas del nazismo agrupadas bajo el término general de «antifascistas» (Chiarloni, 1994).
Un ejemplo más reciente del papel de continuidad llevado a cabo por la poesía en el juego entre memoria y olvido nos lo da un poema de Heiner Müller, Seife in Bayreuth, compuesto en 1992 tras la manifestación anual antifascista, en honor de Rudolf Hess, ministro del III Reich y comandante supremo de las SS. El poema comienza de manera significativa con un recuerdo de infancia, cuando, después de escuchar decir a los adultos que en los campos concentración los judíos eran transformados en jabón, el autor comenzó a detestar el olor a jabón. El poeta dice que vive en un apartamento ordenado y limpio, con una ducha «Made in Germany» capaz de resucitar a un muerto, y que cuando abre la ventana huele a jabón. «Ahora sé dice el poema ahora digo contra el silencio/ lo que significa vivir en el infierno y/ no ser un muerto ni un asesino. Aquí/ AUSCHWITZ ha nacido en el olor a jabón». El hecho de que el poema haya sido compuesto después de la caída del muro de Berlín ha aguzado el problema de la memoria del pasado alemán. Lo que encuentro relevante en este ejemplo es el nexo crucial que poetas como Müller han construido entre memoria individual y memoria colectiva, entre esfera privada y esfera pública, confirmando que el papel del individuo, para restablecer un sentido colectivo del pasado, es bastante significativo por las complejas relaciones entre silencio, memoria y olvido.
El nombre del movimiento literario alemán nos recuerda que, más allá de los objetos de los procesos de olvidar y recordar, existen siempre los sujetos de tales procesos, cuyas actitudes son esenciales para determinar los modos en que se rompe el silencio: ciertas formas de olvido sugieren una falta de identidad o un esfuerzo para ocultar alguno de sus componentes. Todo esto es válido también para el segundo ejemplo que he elegido referido a la salida del silencio impuesto por regímenes totalitarios, como el de la ex-Unión Soviética. María Ferretti (1993), tratando el tema de cómo se enfrenta la sociedad rusa a su pasado, ha descrito de manera muy convincente el drama de la memoria en la rotura de aquel silencio que, gracias a los disidentes, nunca había sido absoluto. La reflexión sobre la memoria de la Unión Soviética y de su terrible experiencia de represión, campos y persecuciones, experiencia que ha sido mucho más larga que la del fascismo y el nazismo, nos trae a la mente el relativo «silencio» que, referido a esa memoria, se ha producido en Europa occidental: si cualquier especie de rememoración cultural y histórica evoca los crímenes del nazismo y del fascismo, no se puede decir lo mismo de los crímenes del estalinismo, para los cuales estas rememoraciones son ampliamente inferiores. Quzá esto es debido no sólo a la mayor complejidad de la opresión estalinista en términos históricos, sino también a la insuficiente reflexión histórica que, sobre su pasado, ha hecho la izquierda europea.
Este «silencio» relativo se puede comparar con nuevas formas de silencio en la Europa del Este, por ejemplo los estudios de Dina Khapaeva (1995), quien después de 1990 ha entrevistado a jóvenes rusos filooccidentales, hombres de negocios, periodistas, profesionales, todos por debajo de los treinta y cinco años y partidarios de un desarrollo ruso según el modelo occidental. En sus entrevistas y presentaciones, que tienden a idealizar Occidente, no sólo el recuerdo del estalinismo no resulta en absoluto problematizado, sino que el pasado no es considerado como parte de su identidad; es tratado como si fuese el pasado de otro pueblo, mientras el presente es vago, transitorio e imprevisible, y el futuro parece incluso demasiado previsible, ya que se lo reduce a las proyecciones de las esperanzas de los sujetos. El presente acaba siendo excluido del horizonte temporal, exclusión esencial para salvaguardar la imagen ideal de un Occidente perfecto («en Occidente, a la gente común, todo le va bien», afirma uno de los entrevistados), incorruptible ante el discurrir del tiempo. El precio de tal operación es la desaparición del papel de la inteligencia mediante la pérdida de la conciencia. Como ha señalado el politólogo español Pérez-Díaz (1999a), existe una estrecho nexo entre la formación de una «esfera pública democrática» y las memorias de los individuos que le dan vida: si la memoria del pasado se banaliza, tendremos «individuos fallidos», sin memoria, y por tanto, presas fáciles para movimientos totalitarios.