Luisa Passerini - Memoria y utopía стр 6.

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La paradoja se refiere no sólo a la historia del individuo, sino a la de toda la civilización. En una conferencia de 1987, Yosef Yerushalmi ha confesado haberse resistido durante mucho tiempo a hablar de un tema como los «Usos del olvido». Su resistencia se fundaba en el recuerdo del riesgo de olvidar la Tora en el antiguo Israel y era alimentada por la conciencia de la rápida pérdida de otras culturas tras el desarrollo de una determinada religión y cultura judía. En efecto, cuando en el antiguo Israel se instaló el monoteísmo, el vasto y rico mundo de las religiones y de las mitologías del Próximo Oriente fue olvidado y sólo sobrevivió una caricatura, elaborada por los profetas judíos, los cuales redujeron aquellos cultos a una idolatría considerada como mera adoración de la madera y de la piedra. Incluso se olvidó el olvido, y ello supuso una pérdida irremediable.

Tales expresiones de autorreflexión son los indicios para comprender la cadena de representaciones que constituye el proceso de recordar/olvidar. Se trata de un proceso de representaciones de representaciones, cada paso del cual reclama y refleja otro en el cual el sujeto se mueve entre múltiples estratos de representaciones, creándolos al mismo tiempo: el sujeto no puede recibir representaciones sin crear otras nuevas, en otras palabras, no puede comunicarse sin contribuir a tal multiplicidad. Como San Agustín y Yerushalmi han escrito de manera diferente, tanto el recuerdo como el olvido son procesos múltiples en el tiempo histórico y en la percepción individual.

También en nuestras investigaciones, si bien formulados de manera más modesta, encontramos problemas similares. ¿Cómo podríamos encontrar los signos del olvido y del silencio, no siendo éstos verificables de por sí, sino deducibles a partir de otros datos? Sabemos que algunos silencios sólo son perceptibles cuando son interrumpidos, pero no queremos ni reafirmar la represión de lo que hasta el momento se ha considerado menos importante, ni perpetuar lo que es hegemónico. Problemas parecidos nos perturban cada día como ha narrado Martha Gellhorn (1996) tras una experiencia de memoria incontrolable que de repente la ha trasportado sesenta años atrás del feliz momento que estaba viviendo en las orillas del Mar Rojo: «Estaba sentada en el amplio jardín interior del New Tiran Hotel, en Naama Bay, en el sur del Sinaí [...]. Sin previo aviso ni motivo alguno me vi en una habitación del Hotel Gaylords de Madrid. Era invierno, más o menos a finales de 1937. [...] Desde Madrid, mi memoria me llevó, sin interrupciones, a Praga, pasando por Mónaco». Gellhorn termina el recuerdo de aquella fantasía preguntándose: «¿Para qué sirve haber vivido tanto, haber viajado tanto, si finalmente no sabes lo que sabes?» Para conservar el sentido de sí mismo parece, pues, indispensable, un acto de autorreflexión que evite que la memoria o el olvido se abandone al automatismo: por eso debemos acordarnos de recordar y de olvidar, del mismo modo que debemos tratar de saber lo que sabemos.

En el libro Les formes de loubli, el etnógrafo francés Marc Augé (1998) cita al psicoanalista Jean-Baptiste Potalis a propósito del recuerdo y del olvido: lo reprimido, afirma Pontalis, no es un pedazo de memoria un recuerdo susceptible de reaparecer intacto, a través de cadenas de asociaciones, como la magdalena de Proust (o mejor, como algunos interpretan la historia de la magdalena de Proust). Todos nuestros recuerdos son imágenes, pero no en el sentido tradicional de señales de una cosa cualquiera que revelan y esconden al mismo tiempo. Lo que está registrado en la imagen no es el signo directo de un pedazo de memoria, sino el signo de una ausencia, y lo que ha sido reprimido no es, ni lo ocurrido, ni el recuerdo, ni tan siquiera las señales concretas, sino la relación ente los recuerdos y las señales. Desde este punto de vista, nuestra tarea como investigadores puede definirse así: «disociar las relaciones constituidas», romper los vínculos institucionalizados y crear «relaciones peligrosas» (Augé, 1998, p. 37). En otros términos, cuando intentamos comprender los vínculos ente silencio y alusión, entre olvido y recuerdo, no podemos dejar de mirar las relaciones entre las señales, así como entre éstas y sus ausencias, y debemos tener el coraje de hacer interpretaciones que corran el riesgo de crear nuevas asociaciones.

ESTE SIGLO, ESTE CONTINENTE

Cuando nos aventuramos en el universo de la memoria es necesario ser conscientes del punto de partida de nuestro itinerario que puede ser muy distinto al punto de llegada y de las posiciones del sujeto que viaja. La perspectiva desde la que hablo tiene sus raíces en la tradición literaria y académica europea, y tiene lugar en el contexto temporal aunque un poco más amplio de lo que Eric Hobsbawn (1994) ha definido como «el corto siglo XX» (ni que decir tiene que mi investigación hace un recorrido histórico muy diferente del de Hobsbawn), desde la Primera Guerra Mundial hasta el final del siglo. Cuando uso el término «europeo», soy consciente de que nuestra cultura europea es muy incompleta y de que, en mi propio caso, los puntos de referencia a ésta se limitan sólo a algunos países europeos. Sin embargo, al menos en las intenciones, quiero referirme a un espacio cultural europeo común, cuya constitución es un proceso que está en curso.

En cuanto a la dimensión temporal, este siglo posee una característica específicamente suya respecto a los procesos de recordar y olvidar. En su breve pero denso libro sobre la reconciliación entre historia y memoria en el caso de las deportaciones, Anna Rossi-Doria (1998) subraya que el siglo XX ha sido, por lo general, un periodo de supresión de la memoria que ha prolongado la tendencia a borrar el pasado, tendencia nacida de la crisis de la memoria y de la experiencia que, según Walter Benjamin, es típica de la modernidad. Tal supresión ha sido el objetivo de los regímenes totalitarios, pero no sólo de éstos; como veremos, también puede constatarse en regímenes políticos democráticos o de transición.

A pesar de esto, cualquier operación que pretenda suprimir la memoria no puede dejar de representar, al mismo tiempo, el esfuerzo por producir otra serie de recuerdos que, de manera violenta, reemplacen los precedentes. La memoria, bajo muchos aspectos, es un campo de batalla. En realidad, sería más oportuno hablar de un siglo que ha dado vida a una contradictoria trama de memoria y olvido. Basta con citar los Theatres of Memory de Raphael Samuel (1994) como excelente ilustración del crecimiento, pero también de la ambivalencia, de las formas de la memoria, allí dónde la memoria puede transformarse en una forma de olvido, entre nostalgia y consumismo.

Un ejemplo del doble carácter de exaltación y supresión de la memoria puede encontrarse en la transformación de Hiroshima en lugar de placer y diversión urbano. Sobre la base de una investigación llevada a cabo entre 1986 y 1990, Lisa Yoneyama (1994) ha llegado a la conclusión que los cánones estéticos dominantes en la reconstrucción de Hiroshima han sido la luminosidad, la comodidad y la limpieza. La ciudad se está convirtiendo en una gran metrópolis que mira hacia el futuro y en un centro internacional de comercio y consumo: lo que fue «deprimente y oscuro» se transforma en «luminoso y jovial». En la cartografía oficial de la memoria, concluye Yoneyama, ya no queda espacio para la muerte, la rabia y el dolor.

No es casualidad que el primer ejemplo elegido para el presente recorrido no proceda del territorio europeo: de esta manera quiero mostrar que soy consciente de que la memoria de Europa, en el ámbito de la cual quiero trabajar, debe insertarse en un contexto mundial. No sé hasta qué punto seré capaz de hacerlo aquí, pero trataré de, al menos, mandar señales que sugieran que tal horizonte está presente tanto en mi mente como en mi investigación, la cual adopta, como núcleo de intervención cultural, la crítica del eurocentrismo desde dentro de sí mismo (Passerini, 1999a).

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