Por aquella misma época, cuando ya tenía unos diez u once años, en el colegio repartieron zapatos y zuecos para los niños necesitados. El encargado del programa era el director del colegio de niños. Cuando me acerqué allí para que me dieran mis zuecos, el director me tocó de formas muy poco apropiadas y yo, sintiéndome totalmente avergonzada, no le dije nada a nadie. Después, en la tienda de al lado donde mi madre solía mandarnos a comprar, me ocurrió lo mismo con el dependiente a plena luz del día. Esta vez sí que se lo conté a mi madre y, tanto ella como mi padre, fueron a pedirle explicaciones al hombre que, por supuesto, lo negó todo. Más tarde, cuando me hospitalizaron en el Granges Blanches, uno de los muchachos de prácticas volvió a tocarme como no debía mientras me examinaba. Volví a decírselo a mis padres, que montaron gran revuelo, pero, de nuevo, el chico lo negó todo. Años después, en Italia, un cura me abrazó en su despacho y metió las manos por dentro de mi camisa. Lo denuncié ante el obispo y ¡que raro! el curo lo negó.
En aquellos días, la voz de una mujer no tenía el peso que tiene hoy, y eso que todavía nos queda mucho camino por recorrer.
A lo largo de mi vida, todos estos hombres que se me echaban encima se han aprovechado de su posición, de sus logros o de su modales y lo único que yo podía hacer si no toleraba sus maneras de tratarme, era marcharme. Desafortunadamente, siempre trabajé para el director ejecutivo o para el socio preferente de una empresa, así que no había ningún superior a quien yo pudiera dirigir mis quejas, y ellos sacaban un gran partido de esa situación. Además, la única vez que me quejé, hablé con la oficina de empleo y nos llamaron a mí y a mi jefe para una audiencia. Como yo acababa de llegar a los Estados Unidos y todavía no tenía mucha fluidez hablando en inglés, la oficina de empleo me penalizó por haber mentido.
Estoy segura de que las formas que tenían antes para solventar las cosas sorprendería a más de uno en esta época. Pegar a los niños era lo más normal del mundo y, por lo general, nadie se moría. Pero ahora no me refiero a ese tipo de abusos, ahora me refiero a aprovecharse de aquellos que no pueden defenderse a sí mismos por el motivo que sea: bien por su edad, por su sexo, por su cultura o por su fuerza física.
Desde luego, el abuso de los fuertes sobre los débiles siempre ha existido, pero esta es la primera vez que las mujeres y los niños empiezan a hacerse oír y que los medios de comunicación están acogiendo con mayor sensibilidad estas historias tan desagradables.
El abuso se ha representado de muchas maneras a lo largo de los años y las culturas, desde la lapidación o clavar estacas a alguien en las muñecas y los tobillos por presuntas blasfemias, hasta marcar y descuartizar por alta traición o llegar incluso a incinerar personas. Tales atrocidades se merecen su propia necrología, sus oraciones y que se prohíba absolutamente su repetición. Por terribles que fuesen esas carnicerías, todo sufrimiento que se le cause a cualquier criatura indefensa debería reprenderse y despreciarse.
Cuando tenía unos nueve o diez años, me quitaron las anginas y las vegetaciones, una operación que solía realizarse sin anestesia en aquel entonces. No me cabe en la cabeza cómo los adultos podían hacer pasar a los niños por una situación así, solo por el hecho de ser niños indefensos, ya fuese por su edad o porque se les ataba con cintas. ¿Es que esos adultos ya no se acuerdan de lo que era la infancia? ¿O es que suponen que la operación es tan rápida como cuando quitas una tirita de un tirón y que el niño se va a olvidar a los cinco segundos? Aquí estoy, escribiendo sobre el tema muchos años después, traumatizada por el dolor que me produjo esta experiencia.
Me envolvieron en una sábana del tamaño de mi cuerpo, como una salchicha, mientras la enfermera me sujetaba sobre sus rodillas con la cabeza hacia atrás para que el cirujano tuviese mejor acceso a mi boca. Daba igual lo que yo gritase, de hecho, eso les venía bien para mantenerme la boca abierta y poder trabajar mientras me embargaba un tremendo y ardiente dolor. No sé cómo conseguía respirar entre la sangre, los dedos del cirujano por toda mi boca, las arcadas y la enfermera tirándome de la cabeza hacia atrás. Créedme, no se parecía en nada a cuando te quitan una tirita.
Mi hija tuvo que pasar por lo mismo, pero por suerte a ella le dieron éter. Sin embargo, cuando la oigo contar la historia, también fue una experiencia devastadora en la que se sentía oprimida contra la enfermera, obligada a mantener la cabeza hacia atrás y sin poder defenderse. Todavía se acuerda de aquel día traumatizada por la operación que, para muchísimos adultos requetesabios, no es más que un momentín un poco desagradble.
En otra ocasión, estando de camping con unos amigos, comimos tantas ciruelas con pipo que me dio un ataque de apendicitis. Nuestro cirujano habitual no estaba, así que me operó un cirujano viejo que me hizo una chapuza tremenda. Al día siguiente, tuvo que volver a abrirme la herida para limpiarme una infección que me llegaba al estómago y, esta vez, lo hizo sin anestesia. Creo que todavía se oyen los gritos por toda la ciudad de Nueva York.
Cuando nos hicimos más mayores, René se unió a los Boy Scouts y a mí me dejaron inscribirme a las Girl Scouts.
Capítulo 2
Alemania Invade Francia
Tenía tan solo doce años y vivía con mi familia en Bourg-les-Valences cuando empezó la Segunda Guerra Mundial en septiembre de 1939. Solía oír a los mayores hablar de Neville Chamberlain, el Primer Ministro británico, que había viajado a Alemania para convencer a Hitler de abandonar su fanatismo y sus políticas de anexión, puesto que ya había ampliado sus territorios añadiendo toda Austria y una región checoeslovaca conocida entonces como Sudetenland. Desde el momento que Hitler llegó al poder, todo el mundo veía que se avecinaba una guerra; y así comenzó el 1 de septiembre de 1939 cuando Hitler ocupó Danzig (ahora conocida como Gdansk, en Polonia). Varias reuniones y conferencias internacionales se habían celebrado con anterioridad para tratar de evitar esa catástrofe, y en todas ellas Neville Chamberlain proclamaba: «Paz a través del diálogo», frase con la que parecía que el mundo entero, incluido Hitler, se quedaban más tranquilos.
Antes de que estallase la guerra, en Francia cantábamos muchas canciones patrióticas retando a Hitler a acercarse a la línea Maginot, una línea de defensa construida por toda la frontera entre Francia y Alemania, que solo dejaba libre y desprotegida la frontera belga, por donde más tarde los alemanes entraron en el país. En tan solo diez meses, las tropas alemanas habían derrotado, aplastado e invadido a los franceses dejando atrás la línea Maginot.
Así pues, toda paz acordada hasta entonces entre Francia y Alemania no duró más que unos meses ya que, en 1940, el ejército francés declaró que los alemanes habían ocupado Francia. Los medios de comunicación, totalmente nacionalistas, seguían cantando canciones populares y retando a Hitler para que trajese el resto de sus tropas hacia los búnkeres fortificados de la línea Maginot pero, por supuesto, Hitler prefirió que su ejército atravesara las fronteras por tierras belgas, que no estaban vigiladas ni protegidas, y así, abrirse camino hasta París.
Un día, vino a casa el mejor amigo de René. Traía el rostro descompuesto y nos contó que el mariscal Pétain había pedido un armisticio y que Francia había perdido la guerra. Nos dijo que el gobierno francés había huido de París y que ahora se refugiaba en Vichy (situada en el centro de Francia), así que los alemanes habían invadido el país. El gobierno lo dirigían el antiguo mariscal Pétain y el primer ministro Pierre Laval. El pueblo francés los consideraba unos traidores por permitir sin la menor oposición que los invasores alemanes tomasen sus tierras e impusieran todo tipo de restricciones sobre ellas. A la huida del régimen se sumó la de dos academias militares, la de San Siro y el Pritaneo Militar, que también abandonaron la zona ocupada y se instalaron en barracones militares que habían despejado los soldados enviados al frente. Los alemanes habían requisado todos los alimentos disponibles, así que los carniceros tuvieron que empezar a vender carne de caballo que, por cierto, a mí me parecía un manjar.