Mariano Bas - Dos стр 9.

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En cuanto llego a casa y me quito los zapatos, me meto directamente en la cama con mi fiel portátil en busca de alguna información sobre mi misterioso amigo de las sonrisas. Tal vez me arriesgo a encontrar algo sobre él relacionado con nuestro bar, que tiene tanto un sitio en Internet como una página en Facebook. Accedo con mi usuario y empiezo a buscar. Ningún rastro de él, habría estado bien encontrar algún comentario suyo para descubrir así por fin su nombre y curiosear algo en el muro de la red social, al menos en la parte pública. Al pensar que quizá él también pueda tener la misma idea, empiezo poniendo un «Me gusta» en la FanPage del bar y, mirando las diversas fotos, comento una al azar, como dejando una señal. Una vez publicada, miro mi foto, que aparece al lado del comentario. Un tristísimo primer plano, elegido al azar hace mucho tiempo. Me apresuro a buscar una nueva foto donde se me vea mejor y cambio la de mi perfil. Ahora me siento más tranquila y espero infantilmente que también él se conecte y, a verme, pueda tener ganas de escribirme un mensaje. Durante diez minutos permanezco con la mirada perdida en la pantalla, esperando una señal que no llega. Actualizo varias veces la página, salgo y entro pensando que la conexión tal vez no sea la mejor y finalmente decido apagar el portátil, pero solo después de haber activado las notificaciones de Facebook en mi teléfono celular, por si el hombre misterioso decide buscarme y escribirme precisamente esta noche. Mientras que antes esperaba que nuestra no relación no pudiera variar una sola coma, ahora la idea de su contacto se ha convertido en casi obsesiva e irracional. Mañana será un gran día para nuestro juego y por tanto trato de dormirme lo antes posible, pero tengo tal agitación sobre cómo deberé comportarme tras nuestro encuentro que no consigo pegar ojo. A medianoche todavía estoy así, dando vueltas en la cama fría, cuando decido levantarme. Sin encender ninguna luz, ayudándome solo de la débil iluminación de la calle que entra silenciosa por las ventanas, llego a la cocina. En estos casos, la única solución es un buen vaso de leche con galletas. Hace años era mi abuelo el que me preparaba estos tentempiés nocturnos y me hacía compañía delante de una buena taza de achicoria que se calentaba en su cacillo de acero, hasta hacerlo hervir y a menudo derramándose sobre la llama que empezaba a chirriar y a cambiar de color por el líquido repentino. Cuando podía empezar a beberlo, ya casi había terminado mi leche y galletas y me quedaba haciéndole compañía hasta que acaba de beber su taza caliente. Por la noche siempre he sido más locuaz que de día y así me liberaba de muchos discursos y dudas sobre lo que había pasado el día anterior. Estas noches juntos en general precedían a los exámenes en la universidad, era tanta la tensión que acababa muy tarde de repasar y la taza de leche era una ayuda para tener sueño y relajarme tras el último día de estudio. Hoy, sentada junto a la mesa, siento todavía con más fuerza su ausencia, de modo concreto y no solo por un sentimiento herido, sino como una ausencia tangible. Ahora delante de mi taza de leche no puedo hablar con nadie y me falta también el perfume de la achicoria que se derramaba sobre los fuegos. Una vez, para aumentar el sufrimiento, junto a mi café preparé también achicoria en el cacillo de acero, pero esto solo sirvió para sentirme peor, así que me volví a prometer tratar de seguir adelante, abandonado lo más posible esas costumbres pasadas, pero sin perder el recuerdo de esos maravillosos momentos junto a él.

CAPÍTULO 5

HUIDA

Después de la fuga del bar continúo alejándome con paso decidido, sin darme la vuelta en ningún momento, aunque no haya hecho nada malo. Como un ladrón, con miedo a ser descubierto y la adrenalina disparada por mis últimas acciones, me alejo todo lo que puedo y me subo al primer autobús que encuentro, sin saber a dónde me llevará. Tengo una cita en el centro al final de la mañana y así podré deshacerme de toda esta excitación por esa pequeña flor abandonada entre sus manos Regalarle una flor, ¿cómo se me ha podido ocurrir? Trato de imaginarme qué puede estar pasando ahora en el bar, tal vez ha tomado y tirado esa pequeña margarita que ya se está marchitando, riéndose con su amiga. ¿Será el chiste del día? Sin embargo, mi esperanza es otra, la de haber abierto una brecha en sus pensamientos por la que poder entrar y esconderme en un rinconcito silencioso, listo para descubrir más cosas de ella. He huido por miedo a que nuestra historia de miradas pueda cambiar, pero en el fondo de mi corazón tal vez quiero en realidad que pase esto. Querría ser una pequeña mosca y revolotear ahora allí, por encima de sus cabezas, mirar sus ojos azules como el cielo y captar cada pequeño gesto de su rostro, junto con todos los pensamientos que le puedan pasar por la cabeza mirando cada pétalo blanco. Casi estoy tentado de volver atrás, pero ya estoy demasiado lejos y demasiado cansado, el autobús afortunadamente me lleva al centro y seguramente, aunque lo hiciera, ella ya no estaría allí. Encuentro un sitio y me siento, dejándome arrullar por la velocidad del gran vehículo. Mis compañeros de viaje están todos en silencio y listos para un día de trabajo o de estudio o incluso solo para el paseo matinal para matar el tiempo en las largas jornadas que se viven cuando uno alcanza cierta edad. Muchos de ellos llevan un libro abierto entre las manos, otros escuchan música y otros más están perdidos en sus pensamientos. Atrae mi atención una viejecita al fondo del autobús, vestida de rojo y con un gran carrito vacío a su lado. Tiene la mirada cansada y la cabeza se tambalea en cada curva. Empiezo a pensar cómo seré cuando sea viejo y el primer pensamiento es el de no querer estar solo, de llegar a esa edad junto a alguien con quien compartir todo, incluso las pequeñas margaritas recogidas en el camino. Vuelvo a pensar en ella mientras veo por la ventana la majestuosidad de la ciudad y sus imponentes monumentos que sirven de marco a todas las aventuras de mi vida.

Cuando llego al Monumento a Víctor Manuel II, bajo a la calle, despierto de repente de esta dicha alcanzada entre los pensamientos y el pasar de lugares muy bellos más allá del cristal. Conmigo desciende también la viejecita, ya lista delante de la puerta con su fiel carrito sostenido con una mano, mientras se agarra con la otra para no caerse. En la parada nos separamos y la sigo con la mirada hasta que gira al fondo de la calle, casi controlando que no le pase nada malo y dispuesto a socorrerla si necesitara algo. A veces basta poco para entrar en sintonía con alguien que luego tal vez desaparezca para siempre en nuestra vida, de la misma manera que entró a formar parte de ella por un breve instante. Miro el reloj: Está claro que es muy pronto para cita en el museo de Piazza Venezia, así que aprovecho para echar una mirada a los foros en este hermoso día que merece guardarse con un recuerdo visual. Como si hubiera sido a propósito, veo una pequeña margarita que brota del borde de la acera y puedo fotografiarla en primer plano, con su fondo de monumentos desenfocados que dan la sensación de estar fuera del mundo y del tiempo. Me gustaría podérsela enviar inmediatamente a mi misteriosa compañera de viaje, pero no sabría cómo hacerlo, ya que no sé ni siquiera su nombre. Una vez en casa, la guardaré también en el teléfono, pues deberá estar siempre lista en el caso de llegar a ella de algún modo más informatizado. Pasear por el centro de Roma verdaderamente te lleva fuera de lo cotidiano y entre tantos turistas se puede también perder la conciencia del espacio y del tiempo. Una sucesión constante de idiomas y de colores, entre las muchas personas armadas con cámaras fotográficas y sonrisas radiantes para recordar días enteros pasados visitando la Ciudad Eterna. Los gladiadores del Coliseo siempre dispuestos a formar parte de sus fotografías después de una generosa compensación y los carruajes que acompañan a los más dispuestos a probar nuevas dimensiones, porque en vacaciones los planes deben cambiar, al menos durante media hora, arrastrados por la ciudad en una carroza con un gran caballo. Las pezuñas sobre los adoquines ocultan el ruido de los automóviles y la ciudad vista desde ahí arriba tiene otro gusto, con un salto hacia el pasado. La cola delante del Coliseo es ya larguísima, sin preocuparse por el frío ni el tiempo de espera, dispuesta a hacer propia la visión de uno de los lugares más famosos del mundo a llevarla a su ciudad junto a fotos y recuerdos para regalar a amigos y parientes. Más tarde empezarán a llegar también las parejas de nuevos esposos, todavía vestidos de fiesta para las fotografías rituales en los escenarios más bellos de la Capital y así este espacio tendrá un aspecto y significado adicionales para quien lo haya elegido como destino. Después de haber pasado la mañana simulando ser también un turista, me dirijo con paso decidido hacia el lugar de mi cita, que no está muy lejos. Encuentro por casualidad a mi interlocutor delante del Monumento a Víctor Manuel II y así decidimos hablar de mi trabajo en el exterior, sin recluirnos en su oficina entre documentos y en la oscuridad del interior. Hay que rehacer los carteles del Monumento y por tanto necesitan nuevas fotografías, tal vez disfrutando de la vista de Roma que hay subiendo a su parte más alta, accesible solo a unos pocos elegidos. Ya he trabajado para ellos un par de veces con ocasión de exposiciones concretas en el interior de la «máquina de escribir», como se suele llamar en Roma al Altar de la Patria. Desde que en 2000 han vuelto a ofrecer la posibilidad de acceder a la escalinata, de vez en cuando me apetece pasar un tiempo visitando el monumento, ver todos sus detalles dedicados a la ciudad y a las regiones italianas y la parte que más me gusta es el santuario de las banderas de guerra, una infinidad de guiones e insignias con el sabor del pasado entre los restos de las telas consumidas.

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