Respondemos que sí y nos dirigimos a nuestra mesa. Estoy a punto de sentarme cuando veo una pequeña margarita justo delante de mi sitio y por segunda vez en muy pocos minutos me quedo perpleja y un poco perdida por un gesto que ha cambiado la disposición normal de las cosas. Seguro que ha sido él, pero esto no debe pasar. ¿Por qué está buscando una aproximación distinta de la misteriosa mirada de cada mañana? Me quedo sentada con esa pequeña florecilla en la mano, mirándolo de espaldas al mostrador, mientras se gira de golpe, me lanza una mirada y escapa del local de manera furtiva. Si, seguro que ha sido él el que ha puesto esa flor sobre la mesa sobre mi mesa. Quedo sin palabras, entusiasmada y molesta al mismo tiempo, pero también un poco confundida y ya no tan segura de que realmente lo haya hecho él. Mi amiga me mira y se echa a reír, tras haber asistido a esta escena un poco infantil de dos adultos perdidos en una historia tan absurda y ausente de sentido para el resto del mundo. La miro y, después de que el camarero nos trae nuestro desayuno, me doy cuenta de que estoy sosteniendo la flor en la mano y la dejo rápidamente junto al capuchino como si fuera algo ardiendo que me quemara la piel. Comienzo a tener sensaciones diversas que se alternan rápidamente. Para empezar, me siento honrada por ese pequeño regalo, luego me siento sin embargo reticente y me pregunto si he entendido de verdad qué significa. ¿Y si era para mi amiga? ¿Y si al misterioso portador de miradas le atrajera ella y no yo? ¿Pero entonces por qué me mira siempre? No, vale, yo soy la fuente de su interés pero si hasta hoy todo se resolvía con un intercambio de miradas y alguna sonrisa lanzada casi a escondidas, ¿qué quiere decir este «regalo»? Como si fuera una reliquia, recojo la flor y la pongo dentro de mi libro, que luego meto dentro del bolso grande y espacioso. Camilla, todavía con una media risa que no consigue controlar, me dice que ya hemos llegado a avanzar en esta absurda no relación y oírselo decir a ella me asusta y me entran ganas de huir y no volver nunca a este sitio. Pero luego pienso cómo me encuentro cuando no lo veo, no podría renunciar a estos diez minutos que compartimos, aunque sea a una breve distancia.
En cuanto acabamos el desayuno nos vamos de inmediato al trabajo, sabiendo que hoy la jornada laboral será breve y a la hora de la comida podremos escaparnos juntas para una tarde de compras. Por suerte, la lluvia de la noche ha dado paso al sol, dejando tras de sí solo alguna nubecilla dispersa. A la una, como un reloj, estamos fuera, listas para tomar el coche para pasar la tarde en el Outlet para hacer compras aprovechando las rebajas. En el automóvil, Claudio Baglioni a todo volumen y nosotras dos cantando con las ventanillas bajadas como dos adolescentes inconscientes. Al primer gallo empezamos a reírnos, mientras en lontananza aparecen los campos de cereal con las balas de paja ordenadas en filas. Son muy bonitos de ver, siempre me imagino ahí abajo, tumbada bajo su sombra para mirar el cielo, esperando ver el paso de algún avión y su estela blanca que corta el azul, para poder inventar historias sobre sus pasajeros y los viajes que los llevarán lejos, tal vez a algún lugar exótico o una ciudad desconocida. Después de unos minutos de silencio, Camilla se pone seria y empieza, por primera vez, a tomarse en serio mi no relación:
Tienes que dar el próximo paso, el juego tiene que avanzar por parte de ambos. Te ha mandado una señal, quiere continuar de otra manera, pero sin arrojarse de inmediato a conoceros de verdad. Ahora tienes que tomar tú la iniciativa, de un modo igualmente romántico o misterioso, o sea, no banal. Sería demasiado fácil dirigirse a él y darle las gracias
Tiene razón, el pequeño paso de la flor sirve para cambiar de camino, para elegir qué sendero seguir y debe hacerse de una forma original para mantener ese velo de misterio que desde hace tiempo nos hace mirarnos y conmovernos tanto sin más, sin decir ninguna palabra. Ni siquiera sabemos nuestros nombres respectivos y esto nos bastaba hasta hoy. Ahora tengo que decidir si seguir de otra manera o cerrar el camino. Tal vez sea él mismo el que se haya arrepentido: esta mañana se ha escapado como no había hecho nunca. Tal vez mañana no le vuelva a ver.
Tienes que darle un giro a tu vida, tal vez el misterioso observador pueda ser el hombre que buscas y, si no lo es, tal vez sea hora de que vuelvas a vivir y encuentres a alguien con el que compartir tu vida continúa Camilla con su tono serio a media voz.
Se despierta en mí un fuerte deseo de jugar, de romper los esquemas y de atreverme, aunque esto signifique perderlo todo. Empiezo a reír mientras el viento entra con fuerza por la ventanilla y me lanza el pelo sobre la cara.
Vale, juguemos.
Llegadas al mágico mundo de las compras, así nos gusta llamar a estos grandes almacenes de alta costura a bajo precio, empezamos a dar vueltas sin mucha convicción mirando los escaparates hasta que nos detenemos en una pequeña pastelería donde decidimos tomar algo, porque tampoco hemos comido. Para mí, una porción de tarta de chocolate y un café, mientras que mi amiga se limita a un cruasán integral y un zumo de naranja, al tener que mantener bajo control el fiel de la balanza. Camilla es una mujer muy guapa, que con su voluptuosidad deja a su paso una sensación de serenidad y una visión agradable. Siempre bien vestida, sin ningún cabello fuera de su lugar, es la clásica mujer que hace que los hombres se giren cuando va por la calle, a pesar de algún kilito de más, pero bien proporcionado en todo el cuerpo. Un nuevo entusiasmo nos ha involucrado en el juego con el desconocido y así empezamos las dos a pensar en mi próximo movimiento. Generalmente entra en el bar, llega al mostrador donde hace una consumición de pie y luego se va. ¿Cuál puede ser mi movimiento concentrado en esos pocos momentos y sin que haya tampoco un punto concreto donde actuar como él sí ha podido hacer con nuestra mesa? Lo único que sé es que quiero dejarle también una señal tangible, tal vez al hilo de margarita para así hacerle entender con seguridad que se la envío yo. La idea se me ocurre en la pastelería: a un lado de la vitrina veo muchos bombones en envases verdes y dentro confeccionada una maravillosa margarita blanca y amarilla. Añado así a nuestra cuenta una caja de bombones y empezamos a pensar cómo entregársela, tal vez con el mismo café que toma cada mañana. Me siento como una niña, he vuelto a los tiempos del instituto, cuando la parte más bella de cada amor era justamente aquella anterior a la declaración. Las tardes pasadas con las amigas pensando si este o aquel podía estar «enamorado» de nosotras, soñando con el primer beso delante de una pizza y un vaso de Coca Cola, cuando un normalísimo «Hola» empezaba a tener tres mil posibles significados que analizábamos uno a uno. Tiempos en los que te palpitaba el corazón solo cruzando las miradas, guardando las distancias a la espera de su primer paso. Con casi cuarenta años, vuelvo a ser una joven adolescente que descubre por primera vez el amor, con muchas ganas de jugar. Me siento renacer, he vuelto a vivir y a no tener de nuevo miedo a poner a prueba mis sentimientos por alguien. Parece absurdo, pero me ha bastado esa pequeña florecilla insignificante para sacudirme de tal manera que he entendido que estaba perdiendo el tiempo y que debía hacer que las manecillas de mi reloj volvieran a ponerse en marcha.
Vuelvo a casa cuando es tarde, así que decido comer un trozo de pizza en la pizzería que hay debajo de casa. Cuando entro, no hay nadie en el pequeño restaurante, ni siquiera el propietario, al que oigo moverse en las cocinas, probablemente metiendo en el horno las últimas pizzas del día. La campanilla avisa de mi entrada y poco después le veo asomarse a la puerta, delante de los grandes hornos todavía encendidos. Nos saludamos y poco después estamos sentados juntos en las coloridas mesas de madera, conversando mientras se cocina mi pizza. Me ofrece una cerveza y empieza a hablarme de esto y de aquello y de todos los acontecimientos extraños y divertidos que han sucedido en el local durante el día. Siempre me divierte mucho oírle hablar, porque sé muy bien que tiende a exagerar mucho sus historias, añadiendo detalles que no son reales, pero que las hacen más simpáticas e interesantes. Además, generalmente tienen siempre un fondo cómico, así que hablar con él acaba siempre con risas ruidosas que atraen las miradas de los paseantes que nos oyen desde la calle. Como deprisa, ya cansada y con muchas ganas de quitarme los zapatos y meter los pies en la bañera caliente. Hemos andado realmente tanto que, a pesar del frío del día, tengo los pies tan hinchados que apenas puedo caminar.