Acepto encantado el trabajo y empiezo a tomar algunas fotos, aprovechando el acceso a áreas no accesibles a los visitantes normales. Desde ahí la ciudad te atrapa, te incorpora entre los mármoles y las antiguas construcciones medievales, hasta llegar a las grandezas de la antigua Roma, todo unido en una sola mirada. Casi parece que se puede tocar el sol y sumergirte en el límpido cielo que lanza ráfagas frescas de vez en cuando, despertándote de esta atmósfera surreal y mágica.
Me entran ganas de quedarme todo el día acurrucado en algún espacio entre las columnas y la escala infinita y ver Roma y todas esas pequeñas hormigas que se mueven adelante y atrás por las calles correspondientes. Me armo de valor y abandono ese lugar tan cargado de historia que hace que casi se oigan las voces de quienes han estado ahí antes de mí, antes incluso de que se construyera este monumento tan teatral. Decido volver a pie, aprovechando un día que nos ha ahorrado la lluvia de la noche anterior. Fotografío los charcos que hacen de espejo de las calles y en uno estoy yo, reflejado con mi abrigo azul y vaqueros, los cabellos negros y despeinados y las gafas de sol escondidas detrás del objetivo. Yo también estoy aquí, para variar, y viéndome reflejado en la pequeña poza de agua casi no me reconozco, tanto es el tiempo en el que no he pensado en mí en la vida real. Un periodo que he pasado solo trabajando, sin muchos amigos con los que compartir otras cosas y con pocas mujeres sin importancia con las que pasar alguna noche sin recordar luego emociones particulares dejadas a la espalda. Un periodo frío, solo hecho más íntimo por mis fotografías que cuentan sin embargo la vida de otra gente y de otros lugares. Hay un poco de mí en cada foto, pero nada que ver con lo que puede hacer un fotógrafo entrando dentro de su propio corazón. Debo volver a hacer fotos no encargadas, rebuscando dentro de mí mismo y tal vez la foto de la margarita sea el primer paso para redescubrirme cambiado y dar un giro a mi vida que ahora solo pertenece a los demás, como una meretriz que se abandona solo al trabajo de dar placer a otros.
Atravieso una pequeña parte de la Vía del Corso para meterme luego por las callejuelas del interior y llegar al Panteón, siempre lleno de gente y movimiento. En ese momento me llama Stefano. Este trabaja en una oficina, justo detrás del Corso Vittorio Emanuele y, como sabía de mi cita, me llama al orden para una comida rápida en su barrio. Nos encontramos en unos pocos minutos cerca del Campo dei Fiori para comer de pie uno de los riquísimos bocadillos que hacen a toda velocidad en un pequeño local sin sillas ni mesas. Mi preferido es el de berenjena con mozzarella y así, con la comida en la mano, continuamos nuestro paseo hasta sentarnos en un banco en Piazza Navona. Empiezo a contar a mi amigo mi mañana, comenzando por el Monumento a Víctor Manuel II para luego confesarle lo de la margarita. En cuanto empiezo a describirle el momento del bar, se para y deja de comer, completamente absorto por mi breve historia.
Ahora le toca a ella me dice sin pensar mucho en sus palabras, a las que siguen interminables minutos de silencio. Por fin esta historia absurda puede seguir adelante, tenéis que conoceros y así descubrir si hay algo real que compartir o sencillamente descubrir que no estáis hechos el uno para el otro y así, acabando con el discurso de la mirada de la mañana, podrías empezar a pensar en tener una vida con una mujer real, que no sea solo la pasión de una noche y basta.
La idea de haber idealizado a una mujer que ni siquiera conozco me asusta: ¿y si no fuera de verdad como la pienso? Sería como perderla para siempre sin ni siquiera haberla tenido nunca. Me ocurrido varias veces pensar en ella fuera del bar, le he dado muchos nombres y la he imaginado en muchísimas situaciones distintas. Me he imaginado a su lado, mientras vemos los lugares que más me gustan. En mis sueños, la he llevado al pueblo de mi madre, hemos escalado montañas y dado largos paseos junto al mar. Incluso nos hemos besado a la sombra de árboles centenarios.
¿Me estás oyendo? Si ella no da el próximo paso, basta Vas allí y te presentas y que pase lo que tenga que pasar entre ambos continúa Stefano, todavía totalmente afectado por mi historia y decidido a llegar a una conclusión, positiva o no.
Estoy de acuerdo, ya he entendido que tenemos que seguir adelante, parados en el inicio de esta no relación ya por demasiado tiempo. Pero todo tiene que hacerse sin prisas, ya que no podría, en caso negativo, salir de esta historia de un modo demasiado brusco. Aún no sé ni siquiera su nombre.
Saludo a mi fiel amigo, tomo el camino de vuelta sumido totalmente en mis pensamientos, hasta que llego a casa sin apenas darme cuenta de los kilómetros recorridos a pie. No me he fijado en las personas que me he cruzado por el camino, en los automóviles que pasaban a mi lado, en las fuentes que lanzan agua continuamente, ni en los pájaros despreocupados en el cielo. Solo he vuelto al presente al ver mi portal cerrado delante de mí, como un centinela silencioso e imponente. A lo lejos veo a la señora con el perro de mi vecino y me apresuro a entrar, con pocas ganas de quedarme en la puerta charlando con ella de medicina y de los excrementos de perros desperdigados por las calles del barrio. Una vez cerrada la puerta a mis espaldas, lanzo un suspiro de alivio y continúo moviéndome silenciosamente para que no me oigan fuera y, agotado, me tiro sobre mi cama. Cuando me levanto estoy todo sudado, todavía con los zapatos y el abrigo puestos. Son las siete de la tarde y he dormido casi toda la tarde, sumido en un sueño profundo. Después de una ducha rápida y, ya con el pijama puesto, me pongo en el ordenador y empiezo a trabajar sobre mis fotografías de hoy. Las más bonitas son la de la flor y la del charco conmigo dentro Empiezo a reconocerme, a reencontrarme en lo que hago y esto me da la fuerza necesaria para tener el valor para dar un giro a la historia con la joven del bar.
Al día siguiente, a pesar de haber estado despierto hasta tarde trabajando con el ordenador, me despierto siguiendo la rutina semanal, para llegar al bar a la hora habitual, curioso por ver qué hará ella tras mi pequeño regalo de ayer. Cuando entro, la veo ya sentada en la mesa, como siempre, más guapa que otros días. Me lanza una mirada veloz, ruborizándose ligeramente mientras gira el cabeza hacia su amiga, que se queda quieta y la mira. Hay algo de extraño en su comportamiento, no se comportan con la misma naturalidad que otras mañanas, conversando entre ellas en voz baja. No hay nadie en el mostrador, así que me pongo en mi rincón habitual, a la espera de que llegue el camarero. La miro de reojo y apenas se da cuenta de que lo estoy haciendo desvía nuevamente la mirada que tenía fija sobre mí. Con el brazo hago caer una bolsa de papel que probablemente estaba apoyada en el azucarero de la esquina. La recojo y veo que encima está escrito «¿Para?» y al lado hay dibujada una pequeña flor. Me paro un momento sin saber qué hacer y luego, preso de una gran curiosidad, la abro, al no haber nadie más cerca. En el interior hay un chocolate con un dibujo de una margarita sobre él. Se me dispara la adrenalina, este es su paso, la carta es para mí. Se me escapa una sonrisa cuando me doy cuenta de que dentro hay también una tarjeta, en la que está escrito con bolígrafo: «Además de la vista, tenemos otros sentidos, hoy trataré de saciar también el del gusto. A.». La releo tres veces casi queriendo aprender de memoria una frase tan breve pero tan llena de significado para mí. Cuando me doy la vuelta, me doy cuenta de que se ha ido, en completo silencio, sin actuar ni darse cuenta. Empiezo a desenvolver el chocolate tratando de no romper el papel, que guardo en el portafolios. Lo como como si no hubiera probado chocolate en mi vida, saboreando lentamente el amargor del cacao y la dulzura de la vainilla, que lo envuelve con su suavidad. Me doy cuenta de que tengo los ojos cerrados, completamente entregado a su sabor y concentrado solo en el sentido del gusto, como ha escrito A. en su tarjeta, que vuelvo a leer por cuarta vez, casi buscando algo entre las líneas, para guardarla luego en el bolsillo del abrigo para poder releerla más veces, hasta la extenuación. El sabor del chocolate se queda en mi mente y de ahora en adelante no podré comer nada con este gusto sin dejar de pensar en esta embriagadora mañana hecha de café y chocolate con vainilla. Con una gran sonrisa en la cara, saludo al camarero que entretanto me ha servido el café habitual y me voy un poco preocupado porque no veré a mi misteriosa A. en los próximos dos días, ya con el fin de semana a las puertas.