Mariano Bas - Dos стр 11.

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Saludo a mi fiel amigo, tomo el camino de vuelta sumido totalmente en mis pensamientos, hasta que llego a casa sin apenas darme cuenta de los kilómetros recorridos a pie. No me he fijado en las personas que me he cruzado por el camino, en los automóviles que pasaban a mi lado, en las fuentes que lanzan agua continuamente, ni en los pájaros despreocupados en el cielo. Solo he vuelto al presente al ver mi portal cerrado delante de mí, como un centinela silencioso e imponente. A lo lejos veo a la señora con el perro de mi vecino y me apresuro a entrar, con pocas ganas de quedarme en la puerta charlando con ella de medicina y de los excrementos de perros desperdigados por las calles del barrio. Una vez cerrada la puerta a mis espaldas, lanzo un suspiro de alivio y continúo moviéndome silenciosamente para que no me oigan fuera y, agotado, me tiro sobre mi cama. Cuando me levanto estoy todo sudado, todavía con los zapatos y el abrigo puestos. Son las siete de la tarde y he dormido casi toda la tarde, sumido en un sueño profundo. Después de una ducha rápida y, ya con el pijama puesto, me pongo en el ordenador y empiezo a trabajar sobre mis fotografías de hoy. Las más bonitas son la de la flor y la del charco conmigo dentro Empiezo a reconocerme, a reencontrarme en lo que hago y esto me da la fuerza necesaria para tener el valor para dar un giro a la historia con la joven del bar.

Al día siguiente, a pesar de haber estado despierto hasta tarde trabajando con el ordenador, me despierto siguiendo la rutina semanal, para llegar al bar a la hora habitual, curioso por ver qué hará ella tras mi pequeño regalo de ayer. Cuando entro, la veo ya sentada en la mesa, como siempre, más guapa que otros días. Me lanza una mirada veloz, ruborizándose ligeramente mientras gira el cabeza hacia su amiga, que se queda quieta y la mira. Hay algo de extraño en su comportamiento, no se comportan con la misma naturalidad que otras mañanas, conversando entre ellas en voz baja. No hay nadie en el mostrador, así que me pongo en mi rincón habitual, a la espera de que llegue el camarero. La miro de reojo y apenas se da cuenta de que lo estoy haciendo desvía nuevamente la mirada que tenía fija sobre mí. Con el brazo hago caer una bolsa de papel que probablemente estaba apoyada en el azucarero de la esquina. La recojo y veo que encima está escrito «¿Para?» y al lado hay dibujada una pequeña flor. Me paro un momento sin saber qué hacer y luego, preso de una gran curiosidad, la abro, al no haber nadie más cerca. En el interior hay un chocolate con un dibujo de una margarita sobre él. Se me dispara la adrenalina, este es su paso, la carta es para mí. Se me escapa una sonrisa cuando me doy cuenta de que dentro hay también una tarjeta, en la que está escrito con bolígrafo: «Además de la vista, tenemos otros sentidos, hoy trataré de saciar también el del gusto. A.». La releo tres veces casi queriendo aprender de memoria una frase tan breve pero tan llena de significado para mí. Cuando me doy la vuelta, me doy cuenta de que se ha ido, en completo silencio, sin actuar ni darse cuenta. Empiezo a desenvolver el chocolate tratando de no romper el papel, que guardo en el portafolios. Lo como como si no hubiera probado chocolate en mi vida, saboreando lentamente el amargor del cacao y la dulzura de la vainilla, que lo envuelve con su suavidad. Me doy cuenta de que tengo los ojos cerrados, completamente entregado a su sabor y concentrado solo en el sentido del gusto, como ha escrito A. en su tarjeta, que vuelvo a leer por cuarta vez, casi buscando algo entre las líneas, para guardarla luego en el bolsillo del abrigo para poder releerla más veces, hasta la extenuación. El sabor del chocolate se queda en mi mente y de ahora en adelante no podré comer nada con este gusto sin dejar de pensar en esta embriagadora mañana hecha de café y chocolate con vainilla. Con una gran sonrisa en la cara, saludo al camarero que entretanto me ha servido el café habitual y me voy un poco preocupado porque no veré a mi misteriosa A. en los próximos dos días, ya con el fin de semana a las puertas.

En el pasado, el sábado y el domingo eran siempre una bendición, pero desde que está ella se han convertido en dos días que vivir lo más aprisa posible, anhelando el aire que me da llegar al siguiente lunes por la mañana a través de su mirada. Estos serán todavía más largos y aburridos, aunque así tendré tiempo para pensar mi próximo movimiento. El juego está decidido, me debo centrar en los cinco sentidos y decidir si seguir lo que ella ha elegido como segundo o pasar al siguiente. Todavía siento el sabor fuerte del chocolate en la boca y espero que se mantenga aún por mucho tiempo, para fijarlo eternamente en mi memoria. Se me viene a la cabeza la magdalena de Proust, lo que este recordaba al comerla después de tantos años, y empiezo a entender cada vez más sus escritos y sus fuertes emociones evocadas por un pequeño y sencillo dulce de la infancia. Querría tener muchos de esos bombones, para así poder comerme uno cada vez que su recuerdo comience a desvanecerse o cada vez que quiera hacer más real la idea que tengo de ella, incluso cuando no está. Un sabor que, de momento, está relacionado con dos ojos límpidos y penetrantes, con su belleza y su pelo negro y liso apoyado en su espalda. Con su sonrisa apenas esbozada, enmarcada en sus labios rojos y con una piel clara y luminosa. Hoy llevaba un vestido verde oscuro con botas negras con tacón vislumbradas de reojo bajo la mesa cuando llegué. Me siento molesto por no haberle visto irse para atisbar algún detalle más de su perfecto físico, demasiado a menudo escondido por los abrigos y las botas de esta estación. Pero hoy el sentido es el del gusto y por tanto dedico mi pensamiento al chocolate encontrado en el sobre. Me pregunto si también ella lo ha probado, para compartir así la sensación aterciopelada de su sabor. Sobre su mesa, al salir, me doy cuenta de que en lugar del capuchino habitual hoy a tomado un café, tal vez para tener la misma experiencia de gusto que he disfrutado. Me parece casi como si la hubiera besado, saboreando el gusto del chocolate sobre los labios, estrechados en un abrazo hecho de aromas y sabores mezclados sabiamente. Hago una foto a la tarjeta escrita con su hermosísima letra, ordenada y redonda, y se la envío a Stefano. Su respuesta es inmediata: «Que empiece la partida

:-)».

CAPÍTULO 6

EL CHOCOLATE DEL RECUERDO

Aquí estamos, Camilla hoy ha pasado a recogerme para repasar nuestro plan antes de entrar en el bar. Tratamos de llegar con al menos diez minutos de adelanto con respecto al horario normal de llegada, para preparar todo con tiempo antes de que venga. Antes de salir he escrito una tarjeta para explicar mi regalo. El bombón, además de seguir el mismo hilo conductor de la margarita, debe llevar adelante nuestra relación en el descubrimiento de los sentidos, de nuestros sentidos y por tanto pasaremos de la vista al gusto. He decidido no firmar, sino poner solo la inicial de mi nombre, para no desvelar demasiado y no hacer que acabe demasiado rápidamente este juego que cada vez es más fascinante, saliéndose de los esquemas normales del cortejo. En el sobre he escrito «¿Para?» al no tener ni la más mínima idea de cómo se llama, pongo todo en el interior y bajo rápidamente para reunirme con mi amiga, que ha llamado por el interfono hace unos momentos. Esta mañana me he levantado una hora antes de lo habitual y he dedicado media hora solo a escoger qué ponerme. Al final he optado por un vestido de lana fina de mi color preferido, el verde oscuro, y mis botas de tacón alto. En la calle no veo el momento de llegar y por poco no acabo atropellada por un automóvil, con la cabeza completamente en las nubes, sin darme cuenta del semáforo rojo. Llegadas sanas y salvas al bar, dejamos los bolsos en la mesa habitual y vigilamos la barra y, cuando faltan ya pocos minutos para su hora habitual de llegada, Camilla se coloca delante de la entrada y yo, con una excusa, hago que el camarero se vaya a la cocina en la parte trasera. En ese momento, pongo el sobre delante del azucarero, al lado de donde se queda siempre para tomar el café. Estoy segura de que tomará azúcar y encontrará el sobre delante, espero que entienda que va dirigido a él y mire en su interior. Camilla me hace señas de que está llegando y nos sentamos rápidamente, actuando normalmente a pesar de una pequeña agitación, más por la inquietud que por la pequeña carrera hasta la mesa. Para no dejar ver mis emociones cuando entra, le miro un momento breve; estoy más inquieta que nunca y espero no ruborizarme mucho traicionando mi falsa despreocupación por su llegada. Cuando acaba llegando a la barra le miramos de reojo, esperando que se dé prisa en recoger ese sobre tan visible junto a él. Se gira de repente hacia mí y, al sentirme descubierta, cambio de inmediato la dirección de mi mirada. Hoy no hay la misma armonía en nuestro encuentro, los últimos acontecimientos nos han dejado más inquietos de lo habitual, tampoco él es el mismo de siempre. Este momento incómodo se rompe cuando tira el sobre al suelo sin darse cuenta. Cuando lo recoge, se levanta lentamente mirando el misterioso destinatario impreso en el sobre, junto a una florecilla que he dibujado mientras estábamos ya en la calle, para ayudarle a descifrar el mensaje y hacerle entender que es él el que tiene que abrir el sobre. Cuando vemos que lo está abriendo, aprovechamos para salir a escondidas, sin que se dé cuenta, para luego alejarnos por la calle.

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