Rosette Rosette - La Muchacha De Los Arcoíris Prohibidos стр 9.

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Voy para arriba dije. ¿Cuánto duran habitualmente las visitas?

El ama de llaves rio alegremente.

Más de lo que el señor Mc Laine pueda soportar.

Se imbuyó en una serie de relatos que tenían como tema las visitas médicas. Yo la corté en los inicios, con la fundada convicción de que si no lo hiciese a tiempo me quedaría allí, en una escucha ininterrumpida, hasta el martes siguiente.

Estaba en el rellano, sintiendo apenas mis pasos amortiguados por las suaves alfombras, cuando vi a Kyle que salía de un dormitorio. Me pareció que fuera el de nuestro común empleador.

Él me notó y me guiñó un ojo en forma confidencial. Yo guardé las distancias, decidida a no darle cuerda. Tenía razón la señora Mc Millian, pensé, mientras lo veía acercárseme. Había en él algo profundamente incómodo.

Todos los martes la misma historia. Quisiera que Mc Intosh dejara estas visitas inútiles. El resultado es siempre el mismo. Apenas se vaya, seré yo quien tenga que soportar el mal humor de su asistido. Su sonrisa se amplió. Y tú.

Me encogí de hombros.

Es nuestro trabajo, ¿no? Para eso nos pagan.

Quizá no lo suficiente. Es realmente insoportable.

Su tono fue tan irrespetuoso que me dejó estupefacta. No estaba segura de si era sólo la típica franqueza de la gente de su pueblo, genuina en sus despiadados juicios. Tenía un sentimiento de inferioridad, como una especie de envidia hacia quien podía permitirse el lujo de no trabajar, si no por hobby, como el señor Mc Laine. Envidia hacia él, a pesar de que estaba relegado en una silla de ruedas, más encarcelado que un preso.

No deberías hablar así lo regañé, bajando la voz. ¿Y si te escuchara...?

No es fácil encontrar personal por estas partes. Sería difícil encontrarme un reemplazo. Lo dijo como un dato fáctico, condescendiente, como si le estuviera haciendo un favor. Las palabras eran idénticas a las del señor Mc Laine, y me di cuenta de su verdad intrínseca. Aquí no hay ocasiones de diversión continuó, con un tono más insinuante esta vez.

Casualmente, al menos en apariencia, hizo que se me moviera un mechón de cabellos en la frente. Instantáneamente retrocedí, molesta por su respiración caliente sobre mi rostro.

Quizá la próxima vez que te toque, lo apreciarás más dijo, para nada ofendido.

La seguridad con la que habló desencadenó mi furia subterránea.

No habrá una próxima vez susurré. No busco distracciones, probablemente no de este tipo.

Ciertamente, ciertamente. Por el momento.

Quedé estoicamente silenciosa, ya que me hubiera gustado darle una patada en las canillas, o una bofetada en esa cara desagradable.

Me dirigí a paso de marcha a lo largo del corredor, ignorando su risa silenciosa.

Estaba ya casi por abrir la puerta de mi habitación, cuando la del señor Mc Laine se abrió y pude oír con claridad su voz, ya más sofocada.

¡Fuera de esta casa, Mc Intosh! Y si quieres realmente hacerme un favor, no vuelvas más.

La respuesta del médico fue tranquila, como si estuviera acostumbrado a esos arranques de ira.

Volveré el martes a la misma hora Sebastián. Ah, estoy encantado de encontrarte sano como un roble. Tu aspecto y tu cuerpo pueden rivalizar con los de un veinteañero.

Qué buena noticia, Mc Intosh. La voz del otro era incisiva e irónica. Salgo inmediatamente a festejar. Quizás hago también un salto de baile.

El médico cerró la puerta, sin responder. Al darse vuelta me vio, y esbozó una sonrisa cansada.

Se acostumbrará a su humor variable. Es amable, cuando quiere. Es decir, muy raramente.

Salí en defensa de mi jefe, lealmente.

Cualquiera en su lugar...

Mc Intosh siguió riéndose.

No cualquiera. Cada quien reacciona a su manera, señorita. Téngalo bien presente. Después de quince años se debería al menos resignar. Pero me temo que Sebastián no conozca el significado de esa palabra. Es así... Hubo una ligera vacilación. ... pasional; en el sentido más amplio de la palabra. Es impetuoso, volcánico, testarudo. Una terrible tragedia le sucedió precisamente a él.

Sacudió la cabeza, como si los designios divinos le parecieran inexplicables, luego me saludó brevemente y se marchó. En ese momento no supe qué hacer. Miré con deseo la puerta de mi habitación. Irradiaba una tal dulzura que me atarantó. Tenía miedo de afrontar a Mc Laine tras su reciente ataque de rabia; aunque si no había sido dirigido a mí. Una vez más no fui yo quien decidió.

¡Señorita Bruno! ¡Venga inmediatamente aquí!

Para traspasar la gruesa puerta de roble tenía que haberse desgañitado. Eso fue demasiado para mis nervios ya destrozados. Abrí su puerta, mis pies se dirigían por fuerza de inercia.

Era la primera vez que entraba en su dormitorio, pero la decoración me dejó indiferente. Mis ojos fueron imantados instantáneamente por la figura echada en la cama.

¿¡Dónde está Kyle!? Me reclamó con dureza. Es el ser más indolente que jamás haya conocido.

Voy a buscarlo me ofrecí, feliz de tener una excusa plausible para huir patas para que te quiero de la habitación de aquel hombre, de aquel momento.

Él me aturdió con la fuerza de su mirada fría.

Después. Ahora venga dentro.

En cierto modo el terror que sentía se aplacó el tiempo suficiente para poder entrar en su habitación con la cabeza en alto.

¿Puedo hacer algo por usted?

¿Y qué podría hacer? Un temblor de ironía estremeció sus labios carnosos. ¿Cederme sus piernas? ¿Lo haría, Melisande Bruno? ¿Si fuera posible? ¿Cuánto valen sus piernas? ¿Un millón, dos millones, tres millones de libras?

No lo haría nunca por dinero respondí en seco.

Se apoyó en los codos, y me miró fijamente.

¿Y por amor? ¿Lo haría por amor, Melisande Bruno?

«Me está tomando el pelo, como de costumbre», me dije. Sin embargo, por unos instantes, tuve la impresión de que ráfagas de viento invisibles me estaban empujando hacia sus brazos. Aquel instante de momentánea locura pasó, y me repuse, recordando que tenía delante un desconocido, no el resplandeciente príncipe de la armadura reluciente que no era ni siquiera capaz de soñar. Y ciertamente no un hombre que pudiera enamorarse de mí. En circunstancias normales no habría estado nunca allí, en aquella habitación, compartiendo el momento más íntimo de una persona. Aquél, en el que se está sin máscaras, desnudo de cualquier defensa, desnudo de toda formalidad impuesta por el mundo exterior.

Nunca he amado, señor respondí pensativa. Por tanto, ignoro qué haría en ese caso. ¿Me sacrificaría a tal punto por la persona amada? No lo sé, realmente.

Sus ojos no me dejaban, como si no fueran capaces de hacerlo. O quizás me lo imaginaba, porque era eso lo que yo experimentaba en ese momento.

Es una pregunta estrictamente académica, Melisande. Piensa, si estuvieras realmente enamorada de alguien... ¿le cederías tus piernas, o tu alma? Su expresión era indescifrable.

¿Usted lo haría, señor?

Entonces, rio. Una risa que retumbó en la habitación, inesperada y fresca como el viento primaveral.

Yo lo haría, Melisande. Quizás porque he amado, y sé qué se siente. Me echó un vistazo de reojo, como si esperase alguna pregunta de mi parte, pero no la hice. No sabía qué decir. Podía hablar de vinos o de astronomía, el resultado habría sido idéntico. Yo no era capaz de discutir sobre los temas de amor. Porque, precisamente, no tenía ni idea de lo que era. Acerca la silla de ruedas dijo finalmente, en tono de mando.

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