En la tercera mesa, un hombre ocupaba un lado entero. Frente a él, cinco hombres se apiñaban y engullían su comida, a veces tomando cucharadas del cuenco de su vecino. Ese hombre estaba sentado en silencio, sus ojos seguían cada movimiento a su alrededor. Me gustaban sus rasgos; ojos anchos, mandíbula fuerte, barbilla cuadrada, su pelo largo, grueso y oscuro. Casi todos los demás soldados eran mayores que él. Sin embargo, me pareció que se comportaba de manera más madura que cualquiera de ellos.
Sostuve la cuchara de madera sobre su cuenco vacío para llenarlo de humeante sémola y cordero, pero él me quitó la mano.
—No más —dijo—. Pero tomaré otro medio tazón de tu vino. —Sacó su tazón de bebida vacío y me miró por primera vez—. Por favor —añadió.
No sabía si era su cortesía, su aspecto pulcro y limpio, o sus ojos. Transmitía una sensación que solo podría describir como fortaleza serena, y mi joven corazón palpitó de una manera desconocida dentro de mi pecho. Su aroma me recordó al olor del cuero nuevo y del trabajo extenuante. En otro hombre, podría haber sido desagradable.
Me sobresalté cuando un puño peludo golpeó la mesa cercana, donde un desagradable recién llegado pedía comida a gritos.
Solo hizo falta una mirada del hombre a mi lado para que se callase. Excepto Tendao y Bostar, todos los hombres del campamento eran feos, escandalosos y groseros. Este hombre no era ninguna de esas cosas. Joven, con barba incipiente. Ojos marrón oscuro y semblante fuerte, pero no dominante. Su piel era un par de tonos más oscura que la mía. Su color me recordaba a la pluma del ala de un halcón.
—Sí —dije finalmente, y puse la vasija en la mesa. Le cogí el tazón de la mano—. Te traigo el vino.
Me apresuré a donde estaba Jabnet sirviendo el vino, en la última mesa. Me llevé la jarra, llené el cuenco del hombre hasta la mitad y luego volví a ponerla en la mano de Jabnet.
Volví a la mesa del hombre y puse el cuenco delante de él.
—¿Quieres más guiso? Tenemos más en la cocina.
Sacudió ligeramente la cabeza y agarró el cuenco, despachándome con un movimiento de mano. Todo esto sucedió tan sutilmente, que si hubiera hablado, podría haber dicho: «No, gracias. Puedes irte ahora y cumplir con tus obligaciones».
Seguí con mi trabajo, tomando la vasija de contu luca para servir a los demás. Al final de la cuarta mesa ya estaba vacía. Fui a la chimenea y comencé a rellenarla de la olla. Yzebel se quedó junto al fuego, sazonando lo que quedaba del guiso.
—¿Quién es ese hombre? —le susurré a Yzebel.
—¿Cuál? —susurró también Yzebel.
—Ese. —Giré la cabeza hacia atrás pero no miré hacia él—. El que está solo.
Yzebel echó un vistazo rápido por encima del hombro.
—¿Por qué? Ese es Hannibal. Hijo del general Hamilcar.
Recordé que Tendao había mencionado el nombre de Hannibal en el río.
Yzebel se inclinó hacia mí, aún susurrando:
—Espero que estos hombres se llenen pronto. Este es el último plato de guiso.
—Y del contu luca. —Apuré la sémola con carne que quedaba con la cuchara de madera.
Yzebel me guiñó el ojo.
—Bueno, veamos qué pasa. Estíralo, dale solo un poco a cada uno.
—Todavía tenemos una barra de pan. —Giré la cabeza hacia a mi costal, en el suelo junto al hogar—. Si se enfadan con nosotras, podemos tirarlo por el camino y todos correrán para devorarlo como una manada de chacales.
La cara de Yzebel se iluminó, pensé que se iba a reír, pero no lo hizo.
—Ven, ahora —dijo Yzebel con una sonrisa—, volvamos al trabajo.
* * * * *
Algo después de la medianoche se fue el último de los soldados. Habían rebañado todos los cuencos hasta dejarlos limpios.
Me alegré al ver que se iban.
Jabnet empezó a limpiar una de las mesas, pero Yzebel lo detuvo y le dijo que podía dejarlo para la mañana. Los tres recogimos todas las monedas o baratijas que los hombres habían dejado y las juntamos al final de la primera mesa. Jabnet y yo nos sentamos frente a Yzebel y la vimos clasificar los artículos.
—Plata —dijo mirando una moneda grande y brillante a la luz de la lámpara.
—Creo que Hannibal dejó esa —dije.
—¿En serio? —Yzebel la giró para mirar el otro lado—. Es romana.
—¿Romana?
Me entregó la moneda.
—Viven al otro lado del mar. Son los que derrotaron al general Hamilcar en la última guerra.
—Parece muy antigua. ¿Eso es un caballo con alas?
—Sí —dijo Yzebel—. Los romanos lo llaman Pegasus. Gente chalada, ni que los caballos volaran.
En el reverso de la moneda estaba el contorno de la cara de un hombre y unas palabras en el borde.
—¿Quién es? —pregunté, devolviéndole la moneda a Yzebel.
—Algún romano muerto —dijo mientras tiraba la moneda de nuevo en la pila.
—Tengo hambre —dijo Jabnet.
Yzebel echó un vistazo a todos los cuencos vacíos, y luego a las ollas junto al fuego; también vacías.
—Yo también —dijo—, pero se lo han comido todo.
—No, todo no. —Corrí a buscar mi costal a la chimenea. Lo llevé a la mesa y saqué la última barra de pan—. Salvé esta.
Yzebel se rio y tomó el pan. Lo repartió, dándonos a cada uno un buen trozo, y luego cogió una jarra de la mesa. La agitó para comprobar que aún contenía un poco de vino. Agarré tres tazones, e Yzebel vertió el vino en ellos, en tres partes iguales.
—Jabnet, tráeme el odre —dijo.
Se deslizó del banco y se inclinó hacia la chimenea, murmurando algo sobre el vino. Cuando regresó con el odre, Yzebel aguó el vino; el de Jabnet y el mío mucho más que el de ella.
Comimos nuestro pan mientras Yzebel examinaba un par de pendientes con grandes aros de oro y un peine de marfil.
Estaba a punto de contarle a Yzebel lo del vino que derramé en Elephant Row, cuando cogió un anillo del montón de baratijas y se lo dio a Jabnet. Él lo estudió y luego intentó ponérselo en el pulgar, pero no entraba.
Deslizó el anillo en su dedo meñique, y dijo:
—¿Eso es todo?
Yzebel ignoró al chico y continuó clasificando las joyas mientras comía su pan. Finalmente, cogió otro objeto, lo miró un momento y me lo entregó.
Mis ojos se abrieron de par en par y me faltó el aliento.
—¿Para mí? —susurré.
Capítulo Seis
No podía creer que Yzebel me regalara el brazalete. De cobre grueso, era ancho y con un grabado intrincado. En el centro tenía un gran círculo que encerraba una imagen que no podía identificar. Cuanto más me acercaba, más detalles veía. Me lo puse en la muñeca pero se me resbaló sobre la mano.
—Mira. —Yzebel alcanzó el brazalete—. Deja que te muestre.
Lo examinó por un momento. Un hueco del ancho de su pulgar separaba los dos extremos que se curvaban alrededor de la muñeca. Presionó los extremos entre sí, los soltó, y luego los apretó otra vez, acercándolos entre sí. Hizo un movimiento para que yo extendiera la mano, y luego abrió un poco el brazalete para ponérmelo en la muñeca. Se ajustaba bien, con espacio para moverse pero sin caerse en la mano.
—Hermoso. —Extendí el brazo para admirarlo—. Es lo más bonito que he visto nunca. Gracias, Yzebel. Nunca me lo quitaré.
Moví la muñeca hacia Jabnet para que pudiera ver su belleza. Él me miró entrecerrando los ojos, lleno de odio.
—Me voy a la cama —dijo.
Su madre le dio las buenas noches, y él tomó nuestra lámpara para entrar en la tienda.
Me acerqué otra lámpara para examinar el brazalete a una luz más brillante. De repente, me di cuenta de lo que estaba grabado en ella.
—¡Elefantes! —grité.
Dos columnas de elefantes finamente talladas marchaban por los lados, hacia la sección redonda del centro. La pieza redonda cubría parcialmente el último elefante de cada lado, aparentando que el elefante había caminado justo por debajo de ella.
—¿Has visto los elefantes? —le pregunté a Yzebel girando la muñeca.
Ella sonrió y asintió.
La parte central redonda contenía una pequeña zona pulida, con forma de alubia, con algo parecido a una bota que la cubría desde el borde superior. Toques de azul salpicaban la parte pulida, haciéndome pensar que pudo tener color en algún momento, pero no supe qué significaba. Había símbolos inscritos alrededor del círculo, pero no podía leerlos. Le pregunté a Yzebel si ella sabía, pero sacudió la cabeza.