—¿Qué es lo que dices, niña? —dijo una resonante voz desde el camino frente a mí.
Levanté la vista y me encontré caminando hacia un hombre muy corpulento. Llevaba un delantal largo, y su cara sonriente estaba empolvada con harina de trigo. Por la apariencia del hombre y el maravilloso olor del pan fresco, supe que era el panadero. Tres lámparas de aceite sobre su mesa de trabajo transgredían la oscuridad del atardecer.
Mi viaje a la tienda de Bostar había sido más largo que el vuelo de una flecha, pero finalmente, gracias a Tendao, llegué con una jarra de vino para cambiarla por el pan de Yzebel.
—Venimos de parte de tu buena amiga Yzebel —dije—. Desea que cambiemos esta jarra de vino de pasas por seis panes de tu pan más reciente.
—¿Venimos? —dijo Bostar, colocando los puños en sus caderas, intentando forzar que su alegre rostro tomara una expresión severa—. ¿Llevas una rana en los pliegues de tu capa, o tienes ayudantes invisibles que te siguen de cerca?
Miré hacia atrás y descubrí que Tendao se había escapado de mí otra vez.
—Él solo me dijo… —empecé, pero me detuve.
Me di cuenta de que mi amigo Tendao debía ser muy tímido o que tenía grandes dificultades para tratar con la gente. Por alguna razón, esto me alegró, porque parecía que quería que yo hablara por él cuando él mismo no podía hacerlo.
Miré al panadero y vi que no podía mantener su expresión seria por mucho tiempo. Su piel era del color de la arena bajo el agua, y sus ojos oscuros brillaban con una bondad natural. Ya me caía bien.
—¿Cómo supiste de mi rana amiga que viaja conmigo y es tan tímida que solo asoma un ojo para ver lo que estoy haciendo?
El hombre se echó a reír y me dio una palmada en el hombro tan fuerte que casi se me cae mi valiosa jarra.
—Si no me quitas esto —le dije, sosteniéndole el vino—, seguramente moriré tratando de protegerlo.
Bostar se rio y tomó la jarra.
—Veo que estás aprendiendo desde niña la gran responsabilidad de cuidar los bienes preciados de otra persona.
—Oh, sí. Estoy aprendiendo.
Bostar se llevó el vino dentro de su tienda. Cuando regresó, cargaba varias barras de pan redondas y planas.
—Estas son las últimas de hoy. Terminé de hornearlas justo antes del anochecer y las guardé, sabiendo que tu Yzebel las necesitaría esta noche para sus mesas. —Colocó los grandes panes en un paño áspero extendido en su mesa de trabajo—. Hay seis panes aquí, más uno extra. —Agarró las esquinas de la tela y las ató encima—. Puedes decirle que el extra es tuyo por regalarme una carcajada al final de un largo día. Y acuérdate de devolverme la tela mañana.
—Gracias, Bostar. —Tomé el pesado paquete para llevarlo sobre el hombro—. ¿Quieres que te traiga una rana del río cuando vuelva mañana? Podrías llevarla en tu delantal y así no estarías solo.
Después de un momento, el enorme hombre sonrió, mostrando dientes blancos y parejos bajo su bigote bien recortado.
—No, mi niña. Estoy agradecido a los dioses por haber reemplazado a ese Jabnet de cara agria. Sí tú y tu ranita venís a mi tienda todos los días, no me lamentaré de los tontos que tengo que aguantar.
Habría sido muy fácil quedarme un rato y hablar más con el panadero, porque encontraba consuelo en su presencia.
—Así está mejor —dijo Bostar—. Sabía que podías sonreír.
Sí, me sentí mucho mejor, pero aun así tenía que enfrentarme a Yzebel y explicarle lo que había pasado con la primera jarra de vino.
—Tengo que ir a decirle algo a Yzebel. Adiós, Bostar.
Le oí decir buenas noches a mi espalda mientras me apresuraba con el pan.
Capítulo Cinco
En mi camino de regreso a las mesas de Yzebel, busqué a Tendao pero no vi ni rastro de él.
Fui hacia la tienda de Lotaz. Estaba iluminada por dentro y se veía su silueta ondeante a la llama de su lámpara, una sombra movediza contra la tela. Alguien estaba con ella. Una sombra oscura de hombre alto, de postura rígida, estaba muy cerca de ella. Su sombra también oscilaba de un lado a otro, como si no estuviera seguro de si acercarse o alejarse de ella. Llevaba un extraño sombrero, alto por delante y bajo por detrás.
Caminé por el lado opuesto del sendero, manteniéndome lejos de la tienda. Podía sentir los ojos del esclavo de Lotaz sobre mí. Debía estar escondido en algún lugar en la oscuridad, fuera de la tienda, mirando.
En la bifurcación del camino, me detuve a mirar Elephant Row. Una ligera brisa recogía las hojas caídas y las soplaba a lo largo del sendero. Solo escuché el murmullo amortiguado de algunos de los animales, en marcado contraste con el escándalo de antes, cuando toda la manada se había alterado. Unas cuantas lámparas colgantes pendían de las ramas de los árboles, y algunos de elefantes masticaban lo que les quedaba de heno, pero la mayoría se estaban acomodando o dormían de pie. Un solitario chico del agua todavía estaba trabajando.
Al salir de Elephant Row me pregunté cómo dormiría Obolus. ¿Se arrodillaría, descansando su gran peso sobre sus rodillas, o tumbaría de lado? Seguramente, sus costillas se romperían bajo su gran volumen. Tal vez dormía de pie, aunque se podía caer durante el sueño. Decidí ir allí alguna noche, para ver cómo descansaba.
Pronto llegué al lugar donde la esclava estaba antes hilando, pero no la vi. La tienda estaba oscura por dentro.
Me llegó el ruido de las mesas de Yzebel antes de dar la última vuelta en el camino. Supuse que debían ser los soldados, bromeando y riendo mientras cenaban. Me estremecí al pensar que se burlarían de mí otra vez. Pero aún peor, temía la mirada en la cara de Yzebel cuando confesara mi accidente con el vino.
Uno de los soldados anunció mi llegada antes de que tuviera la oportunidad de hablar con Yzebel. Volvió su cara peluda hacia mí cuando pasé por la primera mesa.
—¡Dame un poco de ese pan, muchacha! —gritó—. ¿Cómo esperas que me coma este guiso sin pan?
Yzebel se giró al oír la voz del soldado y casi arrojó un cuenco de contu luca caliente en el regazo de un hombre. Su expresión era una mezcla de sorpresa e irritación al mirarme, pero pronto se convirtió en alivio. Luego miró a su hijo Jabnet con cara de te lo dije. Él se quedó en la primera mesa, vertiendo vino en un tazón que le extendía uno de los soldados.
Jabnet me miraba con los ojos bien abiertos y la boca abierta.
—¡Maldito seas, muchacho! —gritó el hombre del tazón cuando el vino púrpura se empezó a derramar sobre el borde, corriendo por su brazo—. Vete antes de que te derribe.
Puse el paquete en el extremo de una mesa y comencé a desatar el nudo. Uno de los hombres agarró un pan del interior del paño antes de que pudiera desatarlo. Arrancó un trozo de la hogaza y se lo pasó a otro. El soldado que estaba sentado frente a él también tomó un pan y lo tiró a la mesa de al lado. Luego agarró otro y lo arrojó a las manos de un hombre en la cuarta mesa.
Pronto, solo quedaba un pan. El hombre también lo agarró, pero yo se lo quité de un tirón. Ese era mío, y no tenía intención de dárselo sin resistencia. El hombre me miró fijamente y pensé que me iba a golpear, pero uno de sus camaradas le tiró un trozo de pan. Le rebotó en la nariz y cayó en su cuenco. Agarró el pan, me sonrió con los dientes que le quedaban y se concentró en su guiso.
A lo largo de las mesas, los soldados absorbían ruidosamente el caldo del guiso y lo devoraban como si fueran animales salvajes.
Me apresuré a ir al fuego y dejé mi pan junto al hogar.
—Toma —dijo Yzebel—, poniéndome una pesada vasija de madera en las manos—. Llena cualquier cuenco que esté vacío con este contu luca a menos que te digan lo contrario. Luego haz lo mismo con el guiso de la olla que está al fuego.
—De acuerdo.
El delicioso aroma de la comida me recordaba que tenía hambre, pero esperaría a que los soldados terminaran. Cuando empecé en la primera mesa, llenando cualquier cuenco que se me ofreciera, Yzebel tomó a Jabnet por el brazo, tirando de él a un lado. Le dijo unas palabras fuertes mientras le agitaba el dedo en la cara, pero no pude oír lo que decía.