Carlos miró una gran cicatriz en el dorso de su mano. La mayoría de sus cicatrices fueron adquiridas por sus pasadas excursiones fronterizas contrabandeando drogas y guiando a los migrantes. Pero le gustó esta en particular, la primera que sufrió a la tierna edad de doce años cuando fue reclutado por primera vez. Cortado por un alambre de púas, se había infectado, casi haciendo que perdiera su extremidad. Pero fue curado y Carlos continuó por muchos años más, desafiando a las serpientes venenosas, el calor abrasador y el frío mordaz del desierto. Y anhelaba la adrenalina de evitar las patrullas fronterizas y las pandillas rivales.
Carlos miró a la parte posterior de la cabeza de Rodrigo, de color gris, a través de la polvorienta ventana trasera, su propio salvador, durante gran parte de su joven vida. Rodrigo le dio el ultimátum cuando Carlos decidió qué camino debía elegir: dejar los cárteles para siempre y venir a trabajar con él, o quedarse con ellos, y finalmente terminar muerto. Con el tiempo, Carlos escuchó las súplicas de su tío y se unió a él por muchos años después, trabajando en los campos de Sonora y Sinaloa. Pero últimamente, su sórdido pasado había regresado para perseguirlo.