Морган Райс - Una Promesa de Hermanos стр 11.

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“La confianza, mi señora”, contestó él finalmente, “nace de la necesidad, no del deseo. Y es algo muy frágil”.

CAPÍTULO SIETE

Darius se encontraba en el campo de batalla, empuñando una espada hecha de acero y miró a su alrededor, contemplando el panorama. Tenía una naturaleza surreal. Aunque lo estaba viendo con sus propios ojos, no podía creer lo que acababa de suceder. Habían derrotado al Imperio. Él, solo, con unos pocos centenares de aldeanos, sin armas reales -y con la ayuda de los pocos centenares de hombres de Gwendolyn- habían derrotado a este ejército profesional de cientos de soldados del Imperio. Ellos habían llevado las armaduras más finas, habían empuñado las armas más finas, habían tenido zertas a su disposición. Y él, Darius, apenas armado, había dirigido la batalla y los había derrotado a todos, la primera victoria contra el Imperio de la historia.

Aquí, en este lugar, donde había esperado morir para defender el honor de Loti, se había alzado victorioso.

Un conquistador.

Mientras Darius inspeccionaba el terreno vio, entremezclados con los cadáveres del Imperio, los cuerpos de montones de sus propios aldeanos, docenas de ellos muertos, y su alegría se alteró por el dolor. Flexionó sus músculos y sintió heridas recientes, cortes de espada en sus bíceps y muslos y sintió el escozor de los latigazos todavía en su espalda. Pensó en las represalias que vendrían y sabía que su victoria había llegado a un precio.

Pero, reflexionó una vez más, toda libertad lo hace.

Darius notó un movimiento y al darse la vuelta vio que sus amigos, Raj y Desmond, se estaban acercando, heridos pero vivos, pudo ver con alivio. Podía ver en sus ojos que lo miraban de forma diferente- que todo su pueblo ahora lo miraba diferente. Lo miraban con respeto – más que respeto, con asombro. Como una leyenda viva. Todos habían visto lo que había hecho, hacer frente al Imperio solo. Y derrotarlos a todos.

Ya no lo miraban como a un chico. Ahora lo miraban como a un líder. Un guerrero. Era una mirada que nunca había esperado ver en los ojos de estos chicos mayores, en los ojos de los aldeanos. Siempre lo habían subestimado, nadie había esperado nada de él.

Acercándose hacia él, junto a Raj y Desmond, había docenas de sus hermanos de armas, chicos con los que había entrenado y peleado día tras día, quizás unos cincuenta, a pesar de sus heridas, poniéndose de pie y reuniéndose junto a él. Todos lo miraban con asombro, allí de pie, sujetando su espada de acero, cubiertos de heridas. Y con esperanza.

Raj dio un paso hacia delante y lo abrazó y, uno a uno, sus hermanos de armas también lo abrazaron.

“Fue insensato”, dijo Raj con una sonrisa. “No pensaba que tuvieras esto dentro de ti”.

“Yo pensaba que te rendirías seguro”, dijo Desmond.

“Apenas puedo creer que estamos todos aquí”, dijo Luzi.

Miraron a su alrededor maravillados, analizando el panorama, como si los hubieran dejado caer a todos ellos en un planeta extranjero. Darius miró a todos los cuerpos muertos, a todas las finas armaduras y armas que brillaban al sol; oyó a los pájaros graznar y, al mirar hacia arriba, vio que los buitres ya estaban volando en círculos.

“Recoged sus armas”, Darius se oyó a sí mismo ordenar, tomando el cargo. Era una voz profunda, más profunda de lo que jamás la había usado, y llevaba un aire de autoridad que ni él mismo reconocía. “Y enterrad a nuestros muertos”.

Sus hombres escucharon, todos ello siguieron, yendo soldado a soldado, hurgando en ellos, cada uno de ellos escogiendo las mejores armas: algunos cogieron espadas, otros mazas, mayales, puñales, hachas, y martillos de guerra. Darius sostenía la espada en la mano, la que había cogido del comandante, y la admiró al sol. Admiraba su peso, su elaborada empuñadura y su hoja. Acero de verdad. Algo que él pensaba que no tendría la posibilidad de sostener en su vida. Darius tenía la intención de darle un buen uso, de usarlo para matar a tantos hombres del Imperio como pudiera.

“¡Darius!” dijo una voz que conocía bien.

Se dio la vuelta y vio a Loti abriéndose camino entre la multitud, con lágrimas en los ojos, corriendo hacia él pasando por delante de todos los hombres. Corrió hacia delante y lo abrazó, apretándolo fuerte, sus lágrimas calientes le caían por el cuello.

Él también la abrazó, cuando ella se agarró a él.

“Nunca olvidaré”, dijo ella, entre lágrimas, acercándose y susurrándole al oído. “Nunca olvidaré lo que has hecho en el día de hoy”.

Ella lo besó y él la besó a ella, mientras ella lloraba y reía a la vez. Se sentía muy aliviado por verla viva también, por abrazarla, por saber que esta pesadilla, al menos por ahora, quedaba atrás. Por saber que el Imperio no podía tocarla. Mientras la abrazaba, sabía que lo volvería a hacer un millón de veces más por ella.

“Hermano”, dijo una voz.

Darius se dio la vuelta y se estremeció al ver a su hermana, Sandara, dando un paso adelante, junto a Gwendolyn y el hombre que Sandara amaba, Kendrick. Darius se dio cuenta de que la sangre corría por el brazo de Kendrick, de los cortes recientes en su armadura y en su espada y sintió una ráfaga de agradecimiento. Sabía que si no hubiera sido por Gwendolyn, Kendrick y su pueblo, él y su pueblo, seguramente hubieran muerto hoy en el campo de batalla.

Loti se hizo atrás cuando Sandara se adelantó a abrazarlo, y él la abrazó a ella.

“Estoy en gran deuda con vosotros”, dijo Darius, mirándolos a todos. “Yo y todo mi pueblo. Volvisteis por nosotros cuando no teníais necesidad de hacerlo. Sois verdaderos guerreros”.

Kendrick dio un paso hacia delante y puso una mano en el hombro de Darius.

“Eres tú el verdadero guerrero, amigo mío. Hoy mostraste un gran valor en el campo de batalla. Dios ha recompensado tu valentía con esta victoria”.

Gwendolyn dio un paso adelante y Darius hizo una reverencia cuando lo hizo.

“La justicia ha triunfado hoy sobre la maldad y la brutalidad”, dijo ella. “Siento un placer personal, por muchas razones, al presenciar vuestra victoria y al dejarnos formar parte de ella. Sé que mi marido, Thorgrin, también lo haría”.

“Gracias, mi señora”, dijo él, emocionado. “He oído muchas grandes cosas sobre Thorgrin y espero conocerlo algún día”.

Gwendolyn asintió.

“¿Y cuáles son tus planes para tu pueblo ahora?” preguntó ella.

Darius pensó, se dio cuenta de que no tenía ni idea; no había pensado llegar tan lejos. Ni siquiera había pensado que sobreviviría.

Antes de que Darius pudiera responder, hubo una repentina conmoción y, de entre la multitud, apareció un rostro que él conocía bien: se aproximaba Zirk, uno de los entrenadores de Darius, ensangrentado por la batalla, sin camisa, mostrando sus sobresalientes músculos. Le seguían media docena de los ancianos de la aldea y un gran número de aldeanos, y no parecía muy contento.

Miraba a Darius con furia, con una actitud altiva.

“¿Y estás orgulloso de ti mismo?” le preguntó con desprecio. “Mira lo que has hecho. Mira cuántos de los nuestros han muerto aquí hoy. Todos ellos tuvieron muertes sin sentido, todos ellos hombres buenos, todos ellos muertos por tu culpa. Todo por tu orgullo, tu arrogancia, tu amor por esta chica”.

Darius enrojeció, su rabia estaba a punto de estallar. Zirk siempre había ido a por él, desde el primer día en que lo conoció. Por algún motivo, siempre había parecido que se sentía amenazado por Darius.

“No están muertos por mi culpa”, respondió Darius. “Tuvieron una oportunidad de vivir gracias a mí. De vivir de verdad. Murieron a las manos del Imperio, no a las mías”.

Zirk negó con la cabeza.

“Te equivocas”replicó él. “Si te hubieras rendido, como te dijimos que hicieras, hoy nos faltaría el pulgar a todos. En cambio, a algunos de nosotros nos faltan nuestras vidas. Su sangre está en tu cabeza”.

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