Морган Райс - La fábrica mágica стр 9.

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Oliver rebuscó en su bolsillo y sacó el trozo de papel en el que había garabateado la dirección de la fábrica. Estaba más lejos de la escuela de lo que había pensado en un principio. Tendría que coger un autobús. Comprobó si tenía algo de cambio en el otro bolsillo y descubrió que le había sobrado lo justo de la comida para pagar el viaje. Aliviado y lleno de expectación, se dirigió hacia la parada del autobús.

Mientras esperaba el autobús, el viento rugía a su alrededor. Si empeoraba, no podría mantenerse recto. De hecho, la gente que pasaba por delante de él luchaban por mantenerse erguidos. Si no estuviera tan exhausto por su primer día en la escuela, esa visión le podría haber parecido divertida. Pero ahora estaba únicamente centrado en la fábrica.

Finalmente, llegó el autobús. Era una cosa vieja y destartalada que había conocido días mejores.

Oliver subió y pagó su billete y después tomó un asiento justo en la parte de atrás. Dentro del autobús olía a patatas fritas grasientas y a cebolla. A Oliver le rugió el estómago y le recordó que seguramente se perdería la cena que estaría esperándole en casa. Tal vez gastar el dinero en un autobús en lugar de en comida era una decisión estúpida. Pero encontrar la fábrica de Armando era el único rayo de luz en la, por otro lado, lúgubre existencia de Oliver. Si no lo hacía, ¿qué sentido tenía todo eso?

El autobús se sacudía y siseaba por las calles. Oliver miraba tristemente por la ventana las calles por las que iba pasando. Los cubos de la basura habían caído al suelo al suelo y algunos incluso patinaban por la calle, empujados por el viento. Las nubes allá arriba eran tan oscuras que casi eran negras.

Cada vez había menos casa y la vista desde su ventana era aún más desierta y ruinosa. El autobús se detuvo para dejar bajar a unos pasajeros y se detuvo de nuevo, esta vez para decir adiós a una madre cansada con su sollozante bebé. Después de varias paradas, Oliver se dio cuenta de que era la última persona que quedaba a bordo. El silencio se hacía inquietante.

Finalmente, el autobús pasó por delante de una parada con una señal oxidada y descolorida. Oliver se dio cuenta de que esta era su parada. Se levantó de un saltó y fue corriendo hacia la parte delantera del autobús.

—¿Puedo bajar, por favor? —dijo.

El conductor lo miró con los ojos tristes y vagos.

—Toca el timbre.

—Perdone, ¿quiere que…?

—Toca el timbre —repitió el conductor de manera monótona—. Si quieres bajar del autobús, tienes que tocar el timbre.

Oliver soltó un suspiro de exasperación. Apretó el botón del timbre. Se oyó un ring. Miró hacia el conductor, con las cejas levantadas a la expectativa—. ¿Y ahora puedo bajar?

—En la siguiente parada —dijo el conductor.

Oliver se enfureció más.

—¡Yo quería esa parada!

—Haber tocado antes el timbre —respondió el conductor de autobuses arrastrando vagamente sus palabras.

Oliver apretó los puños por la desesperación. Pero, por fin, notó que el autobús empezaba a frenar. Se detuvo al lado de una señal que era tan vieja que no era más que un cuadrado de óxido. La puerta se abrió chirriando.

—Gracias —murmuró Oliver al poco diligente conductor.

Bajó corriendo las escalerillas y saltó a la acera resquebrajada. Miró hacia la señal pero estaba demasiado oxidada como para leer algo. Solo podía descifrar algunas letras, escritas en aquella vieja fuente de los años 40 que fue tan popular durante la guerra.

Mientras el autobús se alejaba, soltando una nube de gases de escape, la sensación de soledad de Oliver empezó a intensificarse. Pero cuando los humos se dispersaron, un edificio con un aspecto muy familiar apareció ante él. ¡Era la fábrica del libro! ¡La verdadera fábrica de Armando Illstrom! La hubiera reconocido en cualquier lugar. La vieja parada de autobús debía haber servido a la fábrica durante su apogeo. En realidad, la cabezonería del conductor de autobús le había hecho un gran favor a Oliver, dejándolo en el lugar exacto en el que tenía que estar.

Solo que, al mirar de cerca la fábrica, Oliver se dio cuenta de que tenía un aspecto mucho peor por el desgaste. La gran fábrica rectangular lucía varias ventanas rotas. A través de ellas Oliver pudo ver que el interior estaba completamente oscuro. Parecía que dentro no había nadie en absoluto.

El miedo se apoderó de Oliver. ¿Y si Armando había fallecido? Un inventor que trabajara durante la Segunda Guerra Mundial ahora sería muy mayor, y las posibilidades de que hubiera muerto eran bastante altas. Si su héroe en efecto había muerto, entonces ¿de qué le quedarían ganas en esta vida?

Una sensación de desconsuelo abrumaba a Oliver mientras caminaba hacia el destartalado almacén. Cuanto más se acercaba, más podía ver. Todas las ventanas de la planta baja estaban selladas. Una enorme puerta de acero estaba asegurada a lo que él recordaba de la foto que era la gran entrada principal. ¿Cómo se suponía que iba a entrar?

Oliver empezó a rodear el exterior del edificio, caminando con dificultad entre enredos de ortigas y yedra que crecían alrededor del perímetro. Encontró una pequeña grieta en una de las ventanas selladas y miró dentro a través de ella, pero estaba demasiado sombrío como para ver algo. Continuó andando por el perímetro del edificio.

Cuando llegó a la parte de atrás, Oliver encontró otra puerta. Al contrario que las otras, esta no estaba sellada. De hecho, estaba parcialmente entornada.

Con el corazón en la boca, Oliver empujó la puerta. Sintió que se resistía a su fuerza y soltó el característico ruido fuerte y chirriante del metal oxidado. Oliver pensó que eso no era una buena señal mientras hacía un gesto de dolor ante el desagradable ruido. Si la puerta se usara ni que fuera de forma semifrecuente, no debería estar tan atascada por el óxido, ni hacer ese ruido.

Con la puerta abierta lo justo para que él se pudiera colar, Oliver calzó su cuerpo por el agujero y se metió de golpe en la fábrica. Sus pasos resonaron al ser impulsado unos cuantos pasos hacia delante por el esfuerzo de empujarse a sí mismo por el pequeño agujero.

Dentro del almacén, estaba negro como la boca del lobo y los ojos de Oliver todavía no se habían ajustado al repentino cambio de luz. Prácticamente ciego por la penumbra, Oliver notó que su sentido del olfato se intensificaba para compensar. Se dio cuenta de los hedores de polvo y metal, y del peculiar olor de un edificio abandonado.

Conteniendo el aliento, esperó a que sus ojos finalmente se adaptaran a la luz. Pero cuando lo hicieron, solo sirvió para que viera a pocos metros de su cara. Empezó a caminar con cuidado por la fábrica.

Oliver respiraba agitadamente por el asombro cuando se topó con un enorme artilugio de madera y metal, como una olla de cocina descomunal. Lo tocó por un lado y empezó a balancearse como un péndula en su marco de metal. También giró y a Oliver le hizo pensar que tenía algo que ver con mapear el sistema solar y el movimiento de los planetas a su alrededor, dando vueltas en varios ejes. Pero Oliver no tenía ni idea para qué servía realmente el artilugio.

Anduvo un poco más y encontró otro objeto de aspecto extraño. Consistía en una columna de metal pero con una especie de brazo dirigido de forma mecánica que salía por arriba y una garra en forma de mano al final. Oliver probó la rueda y el brazo empezó a moverse.

—«Igual que en las máquinas recreativas» —pensó Oliver.

Se movía como las que tienen brazos motorizados y una garra y con las que nunca podías coger un muñeco de peluche. Pero esta era mucho más grande, como si hubiera sido diseñada para mucho más que recoger objetos.

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