Gwen intentó incorporarse para protestar, para decirles que no podían enviarlos de nuevo allí, simplemente no podían. No después de todo lo que habían pasado.
“Si lo hiciéramos”, dijo el líder, “significaría su muerte. Y nuestro código de honor exige que ayudemos a los indefensos”.
“Y, sin embargo, si los acogemos”, respondió un caballero, “entonces podríamos morir todos. El Imperio seguirá su rastro. Descubrirán nuestro escondite. Pondríamos a toda nuestra gente en peligro. ¿No prefiere que mueran unos cuantos extraños que toda nuestra gente?”
Gwen veía al líder pensando, roto por la angustia, enfrentándose a una dura decisión. Ella entendía qué significaba enfrentarse a decisiones difíciles. Estaba demasiado débil como para rendirse ante otra cosa que no fuera ponerse a la merced de la bondad de otras personas.
“Puede que así sea”, dijo al final su líder, con resignación en la voz, “pero no abandonaré a inocentes para que mueran. Vienen con nosotros”.
Se dirigió a sus hombres.
“Bajadlos al otro lado”, ordenó, con voz firme y autoritaria. “Los llevaremos ante nuestro Rey y él mismo decidirá”.
Los hombres escucharon y empezaron a ponerse en marcha, a preparar la plataforma al otro lado para el descenso y uno de sus hombres miró fijamente al líder, indeciso.
“Está violando las leyes del Rey”, dijo el caballero. “No se admiten extranjeros en la Cresta. Jamás”.
El líder lo miró fijamente con firmeza.
“Jamás unos extranjeros habían llegado hasta nuestras puertas”, respondió.
“El Rey podría encarcelarlo por esto”, dijo el caballero.
El líder no dudó.
“Ese es un riesgo que estoy dispuesto a correr”.
“¿Por unos extraños? ¿Por unos nómadas del desierto sin valor? dijo el caballero sorprendido. “A saber quiénes son esta gente”.
“Toda vida es valiosa”, contestó el líder, “y mi honor bien vale mil vidas en prisión”.
El líder hizo una señal con la cabeza a sus hombres, que estaban todos esperando, y Gwen de repente sintió que un caballero la cogía en brazos, la armadura de metal contra su espalda. La cogió sin esfuerzo, como si fuera una pluma, y la llevó, igual que los caballeros llevaban a los demás. Gwen vio que caminaban a través de un ancho plano de piedra en lo alto de la cresta de la montaña, de quizás cerca de cien metros de ancho. Andaban y andaban y ella se sentía relajada en brazos de aquel caballero, más relajada de lo que se había sentido en mucho tiempo. No había nada que deseara más que decir gracias, pero estaba demasiado agotada incluso para abrir la boca.
Llegaron al otro lado de los parapetos y mientras los caballeros se preparaban para colocarlos en una nueva plataforma y bajarlos al otro lado de la cresta, Gwen echó un vistazo y vislumbró a dónde iban. Fue una visión que nunca jamás olvidaría, una visión que la dejó sin aliento. Vio que la cresta de la montaña, que se elevaba en el desiero como una esfinge, tenía la forma de un enorme círculo, tan amplio que desaparecía de la vista en medio de las nubes. Ella se dio cuenta de que era un muro protector y, al otro lado, allá abajo, Gwen vio un resplandeciente lago azul tan ancho como el océano, centelleante bajo los soles del desierto. La riqueza del azul, la visión de toda aquella agua, la dejó sin respiración.
Y más allá, en el horizonte, vio una amplia tierra, una tierra tan vasta que no podía ver dónde terminaba y, para su sorpresa, era un verde fértil, un verde fértil que irradiaba vida. Tanto como la vista le alcanzaba se extendían granjas y árboles frutales y viñedos y huertos en abundancia, una tierra rebosante de vida. Era la visión más idílica y hermosa que jamás había visto.
“Bienvenida, mi señora”, dijo el líder, “a la tierra más allá de la cresta”.
CAPÍTULO SIETE
Godfrey, acurrucado como una bola, se despertó por un quejido constante y persistente que interfería con sus sueños. Despertó lentamente, dudoso de si estaba realmente despierto o todavía atrapado en su interminable pesadilla. Parpadeó en la débil luz, intentando deshacerse del sueño. Había soñado que era un títere en una cuerda, colgando de los muros de Volusia, cogido por los Finianos, que tiraban de las cuerdas arriba y abajo, moviendo los brazos y las piernas de Godfrey mientras él colgaba de la entrada de la ciudad. Habían hecho mirar a Godfrey mientras, bajo él, miles de sus compatriotas eran asesinados ante sus ojos, mientras por las calles de Volusia corría la sangre roja. Cada vez que creía que había acabado, el Finiano volvía a tirar de las cuerdas, tirando de él arriba y abajo, una vez y otra y otra…
Al final, afortunadamente, Godfrey despertó por el quejido y se dio la vuelta, con la cabeza como rota, y vio que el ruido procedía de unos pocos metros, de Akorth y Fulton, los dos acurrucados en el suelo junto a él, quejándose, cubiertos de moratones y cardenales. Por allí cerca estaban Merek y Ario, tumbados inmóviles en el suelo de piedra también –que Godfrey enseguida reconoció como el suelo de la celda de una prisión. Todos parecían haber sido cruelmente golpeados pero, por lo menos todos ellos estaban allí y, por lo que Godfrey veía, todos respiraban.
Godfrey estaba aliviado y consternado a la vez. Estaba sorprendido de estar vivo después de la emboscada de la que había sido testigo, sorprendido de que los Finianos no lo hubieran matado allí miamo. Sin embargo, al mismo tiempo, se sentía vacío, angustiado por el remordimiento de saber que, por su culpa, Darius y los demás habían caído en la trampa dentro de las puertas de Volusia. Todo por culpa de su ingenuidad. ¿Cómo había podido ser tan estúpido de confiar en los Finianos?
Godfrey cerró los ojos y sacudió la cabeza, deseando que el recuerdo se marchara, que la noche hubiera ido de otra forma. Él había llevado a Darius y los demás hasta la ciudad inconscientemente, como los corderos al matadero. En su mente oía, una y otra vez, los gritos de aquellos hombres intentando luchar por sus vidas, intentando escapar, que resonaban en su cerebro y no lo dejaban tranquilo.
Godfrey se apretaba las orejas e intentaba hacer que se marchara y que los quejidos de Akorth y Fulton se ahogaran, pues los dos estaban obviamente doloridos por todas sus magulladuras y por haber dormido una noche en un duro suelo de piedra.
Godfrey se incorporó, la cabeza parecía que pesaba media tonelada y miró a su alrededor, una pequeña celda de prisión en la que solo estaban él y sus amigos, y unos cuantos más a los que no conocía y le consolaba un poco el hecho de que, dado lo lúgubre que parecía aquella celda, la muerte podía venir a por ellos más pronto que tarde. Esta prisión era claramente diferente a la última, daba más la sensación de ser una celda de espera para aquellos que están a punto de morir.
En algún sitio a lo lejos, Godfrey oyó los gritos de un prisionero que era arrastrado por un corredor y lo entendió: este sitio en realidad era una cárcel de espera para ejecuciones. Había oído hablar de otras ejecuciones en Volusia y sabía que, con la primera luz del día, él y los otros serían arrastrados hacia fuera y se convertirían en un diversión para el circo, para que los buenos de sus ciudadanos pudieran ver cómo los Razifs los desgarraban hasta la muerte, antes de que los juegos de gladiadores de verdad empezaran. Por esto los habían mantenido con vida tanto tiempo. Por lo menos ahora todo esto tenía sentido.
Godfrey gateó sobre sus manos y rodillas, estiró el brazo y dio un golpe a cada uno de sus amigos, intentando despertarlos. La cabeza le daba vueltas, le dolía cada rincón de su cuerpo, que estaba cubierto de chichones y moratones y le dolía hasta moverse. El último recuerdo que tenía era el de un soldado que lo había dejado inconsciente y entendió que lo debían haber apaleado ellos una vez estaba fuera de combate. Los Finianos, aquellos cobardes traidores, obviamente no eran capaces de matarlo ellos mismos.