Морган Райс - Un Sueño de Mortales стр 10.

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Godfrey se agarró la frente, le sorprendía que pudiera dolerle tanto sin ni siquiera haber bebido. Consiguió ponerse de pie de manera insegura, las rodillas le temblaban, y observó la oscura celda. Solo había un único guarda al otro lado de las barras, de espaldas a él, apenas mirándolo. Y, sin embargo, estas celdas estaban hechas de sólidas cerraduras y gruesas barras de hierro y Godfrey sabía que no sería fácil escapar esta vez. Esta vez, estarían aquí hasta la muerte.

A su lado, poco a poco, Akorth, Fulton, Ario y Merek consiguieron ponerse de pie y todos también examinaron los alrededores. Veía el desconcierto y el miedo en sus ojos, seguidos del remordimiento, cuando empezaron a recordar.

“¿Murieron todos?” preguntó Ario, mirando a Godfrey.

Godfrey sintió un dolor en el estómago al asentir lentamente con la cabeza.

“Es culpa nuestra”, dijo Merek. “Los decepcionamos”.

“Sí, lo es”, respondió Godfrey, con la voz rota.

“Te dije que no te fiaras de los Finianos”, dijo Akorth.

“La cuestión no es de quién es la culpa”, dijo Ario, “sino qué vamos a hacer al respecto. ¿Vamos a dejar que todos nuestros hermanos y hermanas mueran en vano? ¿O vamos a vengarnos?”

Godfrey vio la seriedad en el rostro del joven Ario y le impresionó su determinación de acero, incluso estando en prisión y a punto de morir.

“¿Venganza?” preguntó Akorth. “¿Estás loco? Estamos encerrados bajo tierra, custodiados por barras de hierro y guardas del Imperio. Todos nuestros hombres están muertos. Estamos en medio de una ciudad hostil y de un ejército hostil. Todo nuestro oro ha desaparecido. Nuestros planes han fracasado. ¿Cómo vamos a vengarnos?”

“Siempre existe una manera”, dijo Ario, decidido. Se dirigió a Merek.

Todas las miradas se dirigieron a Merek y él frunció el ceño.

“Yo no soy experto en venganzas”, dijo Merek. “Yo mato hombres cuando me molestan. No espero”.

“Pero tú eres un experto ladrón”, dijo Ario. “Has pasado toda tu vida en la celda de una cárcel, según dices. ¿Seguro que no nos puedes sacar de esta?”

Merek se giró e inspeccionó la celda, las barras, las ventanas, las llaves, los guardas –todo– con ojos de experto. Lo estudió todo y los miró de nuevo con tristeza.

“Esta no es una celda de prisión común”, dijo. “Debe ser una celda finiana. Artesanía muy cara. No veo puntos flacos, ni salida, por mucho que desearía deciros lo contrario”.

Godfrey se sentía agobiado, intentaba no escuchar los gritos de otros prisioneros de al final del pasillo, caminó hacia la puerta de la celda, apoyó la frente contra el frío y pesado hierro y cerró los ojos.

“¡Traedlo hasta aquí!” resonó una voz al fondo del pasillo de piedra.

Godfrey abrió los ojos, giró la cabeza y, al mirar al fondo del pasillo, vio a varios guardas del Imperio arrastrando a un prisionero. El prisionero llevaba una banda roja sobre su hombro y por el pecho y colgaba sin fuerzas de sus brazos, sin ni siquiera intentar resistirse. De hecho, cuando se acercó más, Godfrey vio que tenían que arrastrarlo, pues estaba inconsciente. Obviamente algo le sucedía.

“¿Ya me traéis otra víctima de la plaga?” exclamó el guarda burlonamente. “¿Qué esperáis que haga con él?”

“¡No es nuestro problema!” respondieron los otros.

El guarda de turno puso cara de miedo mientras levantaba las manos.

“¿Yo no voy a tocarlo!” dijo. “Ponedlo por allí, en el hoyo, con las otras víctimas de la plaga”.

Los guardas lo miraron de manera inquisidora.

“Pero todavía no está muerto”, respondieron.

El guarda de turno frunció el ceño.

“¿Pensáis que me importa?”

Los guardas intercambiaron una mirada e hicieron lo que les habían dicho, lo arrastraron por el pasillo de la cárcel y lo echaron a un gran hoyo. Godfrey entonces vio que el hoyo estaba lleno de cuerpos, todos ellos cubiertos por la misma banda roja.

“¿Y qué pasa si intenta escapar?” preguntaron los guardas antes de irse.

El guarda al mando esbozó una cruel sonrisa.

“¿Sabéis lo que la plaga le hace a un hombre?” preguntó. “Estará muerto por la mañana”.

Los dos guardas se dieron la vuelta y se marcharon y Godfrey miró a la víctima de la plaga, tumbado allí solo en un hoyo sin vigilancia y, de repente, tuvo una idea. Era tan disparatada que podía incluso funcionar.

Godfrey se dirigió a Akorth y a Fulton.

“Dadme un puñetazo”, dijo.

Ellos intercambiaron, perplejos, una mirada.

“¡He dicho que me deis un puñetazo!” dijo Godfrey.

Ellos negaron con la cabeza.

“¿Estás loco?” preguntó Akorth.

“Yo no voy a darte un puñetazo”, interrumpió Fulton, “por mucho que te lo merezcas”.

“¡Os digo que me deis un puñetazo!” exigió Godfrey. “Fuerte. En la cara. ¡Rompedme la nariz! ¡AHORA!”

Pero Akorth y Fulton se dieron la vuelta.

“Has perdido la cabeza”, dijeron.

Godfrey se dirigió a Merek y a Ario, pero ellos también se echaron atrás.

“No sé de qué va esto”, dijo Merek, “pero no quiero ser parte de ello”.

De repente, uno de los otros prisioneros de la celda se dirigió de forma decidida hacia Godfrey.

“No pude evitar oíros”, dijo, mostrndo su boca desdentada al sonreír, echándole su aliento rancio. “Estaré más que feliz de darte un puñetazo, ¡solo para que cierres la boca! No tienes que preguntármelo dos veces”.

El prisionero se balanceó e impactó directamente con sus huesudos nudillos en la nariz de Godfrey y Godfrey sintió un agudo dolor que le atravesó el cráneo mientras chillaba y se agarraba la nariz. La sangre le chorreó por la cara y por la camisa. Los ojos le escocían por el dolor, nublándole la vista.

“Ahora necesito aquella banda”, dijo Godfrey, dirigiéndose a Merek. “¿Me la puedes conseguir?”

Merek, atónito, siguió vista a través del corredor, hasta el prisionero que yacía inconsciente en el hoyo.

“¿Por qué?” preguntó.

“Hazlo, sin más”, dijo Godfrey.

Merek frunció el ceño.

“Si le ato algo, quizás pueda alcanzarla”, dijo. “Algo largo y muy delgado”.

Merek levantó el brazo, palpó el cuello de su propia camisa y sacó un alambre de ella; al estirarlo, era lo suficientemente largo para su propósito.

Merek se inclinó hacia delante contra las barras de la prisión, con cuidado para no alertar al guarda y estiró el alambre, intentando enganchar la banda. Lo arrastró por el barro, pero cayó a pocos centímetros.

Lo intentó una y otra vez, pero Merek seguía atrapado a la altura del codo en las barras. No eran lo suficientemente delgado.

El guarda miró hacia allí y Merek rápidamente lo retiró antes de que pudiera verlo.

“Déjame probar”, dijo Ario, dando un paso adelante cuando el guarda dio la vuelta.

Ario agarró el largo alambre y pasó sus brazos a través de la celda y sus brazos, mucho más delgados, pasaron hasta la altura del hombro.

Estos quince centímetros de más era lo que necesitaba. Apenas alcanzó la punta de la banda roja con el ganchó, Ario empezó a tirar de él. Se detuvo cuando el guarda, que estaba girado en la otra dirección dando una cabezada, levantó la cabeza y echó un vistazo. Todos esperaron, sudando, rezando para que el guarda no mirara hacia ellos. Esperaron durante lo que pareció ser una eternidad, hasta que el guarda empezó a cabecear de nuevo.

Ario tiró de la banda más y más, deslizándola por el suelo de la cárcel, hasta que al final atravesó las barras y entró en la celda.

Godfrey estiró el brazo y se puso la banda y todos se alejaron de él por miedo.

“¿Qué narices estás haciendo?” preguntó Merek. “La banda está cubierta de plaga. Nos puedes infectar a todos”.

Los otro prisioneros de la celda también se escharon hacia atrás.

Godfrey se dirigió a Merek.

“Voy a empezar a toser y no voy a parar”, dijo, con la banda puesta mientras una idea se cocía en su mente. “Cuando venga el guarda, verá mi sangre y esta banda y le dirás que tengo la plaga, que se equivocaron y no me separaron”.

Godfrey no perdió el tiempo. Empezó a toser violentamente, restregándose la sangre de la cara por todas partes para que pareciera peor. Tosía más fuerte de lo que jamás lo había hecho hasta que, finalmente, oyó cómo se abría la puerta de la celda y entraba el guarda.

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