Erec había escuchado historias de Baluster a lo largo de su vida, aunque era un lugar en el que nunca había estado; por los rumores, se sabía que era un lugar de juegos de azar, de opio, de sexo, de todos los vicios imaginables en el Reino. Era donde iban los descontentos, de las cuatro esquinas del Anillo, para explotar toda clase de oscuras festividades conocidas por el hombre. El lugar era todo lo contrario a él. Nunca jugaba y raramente bebía, prefiriendo pasar su tiempo libre entrenando, afilando sus habilidades. No podía entender al tipo de gente que le gustaba la pereza y el jolgorio, como los que frecuentaban Baluster. Venir aquí no auguraba nada bueno para él. Nada bueno podía salir de ahí. El pensar que ella estaba en ese lugar le hacía sentirse descorazonado. Sabía que debía rescatarla rápidamente y llevarla lejos de aquí, antes de que recibiera algún daño.
Mientras la luna caía en el cielo, mientras el camino se hacía más amplio y más transitado, Erec tuvo el primer atisbo de la ciudad: la infinidad de antorchas que iluminaban sus paredes hacían que la ciudad pareciera como una fogata en la noche. Erec no se sorprendió: se rumoraba que sus habitantes permanecían despiertos hasta altas horas de la noche.
Erec cabalgó con más fuerza y se acercó a la ciudad, y finalmente pasó un pequeño puente de madera, con antorchas en ambos lados; un centinela dormido en su base, se levantó de un salto cuando Erec entró. El guardia le dijo: "¡OIGA!".
Pero Erec ni siquiera disminuyó su paso. Si el hombre reunía la confianza para perseguir a Erec – que Erec dudaba mucho – entonces Erec se aseguraría de que fuera lo último que hiciera.
Erec cabalgó por la puerta grande y abierta a esta ciudad, que estaba en una plaza, rodeado por muros bajos de piedra antiguos. Al entrar, cabalgó por las calles estrechas, tan brillantes, todas llenas de antorchas. Los edificios fueron construidos juntos, dando a la ciudad una sensación claustrofóbica, estrecha. Las calles estaban absolutamente llenas de gente, y casi todos ellos parecían estar borrachos, tropezando aquí y allá, gritando en voz alta, empujándose unos a otros. Era como una gran fiesta. Y muchos de los establecimientos eran tabernas o garitos.
Erec sabía que era el lugar correcto. Él podía sentir que Alistair estaba aquí, en algún lugar. Tragó saliva con dificultad, esperando que no fuera demasiado tarde.
Llegó a lo que parecía ser una taberna particularmente grande en el centro de la ciudad; una multitud de personas estaban afuera y pensó que sería un buen lugar para empezar.
Erec desmontó y corrió adentro, abriéndose camino a codazos entre la gente con bebidas y llegando hasta donde estaba el mesonero, parado en la parte posterior, en el centro de la habitación, anotando los nombres de las personas, mientras recibía sus monedas y los dirigía a las habitaciones. Era un tipo de aspecto baboso, que tenía una sonrisa falsa, sudaba y se frotaba las manos, mientras contaba sus monedas. Miró a Erec, con una sonrisa falsa en su rostro.
"¿Un cuarto, señor?", preguntó. "¿O lo que quiere son mujeres?".
Erec sacudió su cabeza y se acercó al hombre, queriendo ser escuchado por encima del estruendo.
"Estoy buscando a un comerciante", dijo Erec. "Un comerciante de esclavos. Llegó aquí de Savaria hace un día, más o menos. Trajo una preciada carga. Carga humana".
El hombre lamió sus labios.
"Lo que busca es información muy valiosa", dijo el hombre. "Yo puedo dársela, con la misma facilidad que puedo darle una habitación".
El hombre frotó sus dedos juntos y tendió una mano. Miró a Erec y sonrió, con el sudor formándose en su labio superior.
A Erec le repugnaba ese hombre, pero quería información y no quería perder el tiempo, por lo que buscó en su bolsa y puso una gran moneda de oro en la mano del hombre.
Los ojos del hombre se abrieron de par en par, mientras lo examinaba.
"Oro del rey", observó, impresionado.
Miró a Erec de arriba hacia abajo, con una mirada de respeto y perplejidad.
"¿Entonces ha cabalgado desde la Corte del Rey?", preguntó.
"Basta", dijo Erec. "Yo soy el que hace las preguntas. Te he pagado. Ahora dime: ¿Dónde está el tratante?".
El hombre lamió sus labios varias veces, y luego se inclinó acercándose.
"El hombre que busca es Erbot. Él viene una vez por semana con una nueva carga de prostitutas. Él las subasta al mejor postor. Es probable que lo encuentre en su guarida. Siga esta calle hasta el final y ahí está su establecimiento. Pero si la chica que busca es de valor, probablemente ya no está. Sus prostitutas no duran mucho".
Erec se dio la vuelta para irse, cuando sintió una mano cálida, húmeda y pegajosa que agarraba su muñeca. Se dio vuelta y se sorprendió al ver al mesonero agarrándolo.
"Si lo que busca son prostitutas, ¿por qué no probar una de los mías? Son tan buenas como las de él y cuestan la mitad del precio".
Erec desdeñó al hombre, sintiendo asco. Si tuviera más tiempo, probablemente lo mataría, sólo para librar al mundo de ese hombre. Pero hizo una definición de él y decidió que no valía la pena el esfuerzo.
Erec quitó su mano, luego se acercó inclinándose.
"Si vuelves a poner tus manos sobre mí", le advirtió Erec, "desearás no haberlo hecho. Ahora, da dos pasos detrás de mí antes de que encuentre un buen lugar para este florete que tengo en mi mano".
El mesonero miró hacia abajo, con los ojos bien abiertos de miedo y dio varios pasos atrás.
Erec se dio vuelta y salió de la habitación, dando codazos y empujando a los clientes fuera de su camino mientras salía por las puertas dobles. Él nunca había sentido tanto asco por la humanidad.
Erec montó en su caballo, que estaba haciendo cabriolas y resoplando a algunos transeúntes borrachos que lo estaban mirando – sin duda, pensó Erec, para tratar de robarlo. Se preguntó si en realidad lo habrían intentado si no hubiera regresado, y se hizo una nota mental de atar a su caballo más firmemente en el siguiente lugar. Se escandalizó por el vicio de esta ciudad. Aun así, su caballo, Warkfin, era un caballo de batalla endurecido, y si alguien intentaba robarlo, les podría pisotear hasta morir.
Erec pateó a Warkfin, y se fueron cabalgando por la angosta calle; Erec hacía lo mejor que podía para evitar las multitudes. Ya era de noche, sin embargo, las calles parecían estar más y más llenas de personas, de gente de todas las razas, mezclándose unos con otros. Varios clientes borrachos le gritaban mientras pasaba entre ellos demasiado rápido, pero no le importaba. Podía sentir a Alistair a su alcance y no se detendría ante nada hasta que la recuperara.
La calle terminaba en una pared de piedra, y el último edificio a la derecha era una taberna inclinada, con paredes de arcilla blanca y un techo de paja, que parecía como si hubiera visto días mejores. De las miradas de la gente entrando y saliendo, Erec percibió que éste era el lugar correcto.
Erec bajó del caballo, lo ató con firmeza a un poste y atravesó las puertas. Al hacerlo, se detuvo, sorprendido.
El lugar estaba débilmente iluminado, era una gran habitación con antorchas que parpadeaban en las paredes y una fogata apagándose en la chimenea en la esquina lejana. Había alfombras esparcidas por todas partes, en las cuales estaban acostadas docenas de mujeres, escasamente vestidas, atadas con cuerdas gruesas, unas con otras y en las paredes. Todas parecían estar drogadas – Erec podía oler el opio en el aire y que pasaban una pipa alrededor. Unos hombres bien vestidos atravesaron la sala, pateando y empujando los pies de las mujeres aquí y allá, como si probaran la mercancía y decidieran qué comprar.