Блейк Пирс - El Tipo Perfecto стр 11.

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Se levantó del taburete y ya estaba a mitad de camino de la entrada antes de que Jessie pudiera pronunciar un “Adiós, Doyle”.

*

Jessica Thurman tiró de la manta para cubrir su cuerpecito medio congelado. Ya llevaba sola en la cabaña con su madre muerta tres días. Estaba tan delirante por la falta de agua, calor, e interacción humana que a veces creía que su madre le estaba hablando, a pesar de que su cadáver seguía tirado, inmóvil, con los brazos en lo alto sujetos por los grilletes que colgaban de las vigas de madera.

De repente, dieron unos golpes a la puerta. Había alguien fuera de la cabaña. No podía tratarse de su padre. No tenía ninguna razón para llamar. Entraba en cualquier parte siempre que le daba la gana.

Los golpes se repitieron, solo que esta vez sonaban diferentes. Había un zumbido mezclado con ellos. Eso no tenía ningún sentido. La cabaña no tenía timbre en la puerta. El zumbido volvió a sonar, esta vez sin que hubiera sonido de golpes en absoluto.

De repente, los ojos de Jessie se abrieron de par en par. Estaba tumbada en la cama, concediéndole un segundo a su cerebro para que procesara que el zumbido que estaba escuchando provenía de su celular. Se inclinó para cogerlo, notando que, aunque le latía el corazón a toda velocidad y su respiración era jadeante, no estaba tan sudorosa como era costumbre después de una pesadilla.

Era el detective Ryan Hernández. Al responder a la llamada, echó un vistazo a la hora: las 2:13 de la madrugada.

“Hola”, dijo Jessie, sin apenas sonar somnolienta.

“Jessie. Soy Ryan Hernández. Disculpa que te llame a esta hora, pero he recibido una llamada para investigar una muerte sospechosa en Hancock Park. Garland Moses ya no atiende llamadas en medio de la noche y todos los demás están ocupados. ¿Te apetece unirte?”.

“Claro”, respondió Jessie.

“Si te envío la dirección por mensaje de texto, ¿puedes estar aquí en treinta minutos?”, le preguntó.

“Puedo estar allí en quince”.

CAPÍTULO SIETE

Cuando Jessie aparcó delante de la mansión en Lucerne Boulevard. a las 2:29 de la madrugada, ya había allí delante varios coches patrulla, una ambulancia, y el vehículo del examinador médico. Se bajó del coche y caminó hacia la entrada, intentando parecer lo más profesional posible, dadas las circunstancias.

Había vecinos apostados en el pavimento, muchos de ellos envueltos en albornoces para protegerse del fresco de la noche. Este tipo de cosas no era lo habitual en un vecindario acomodado como Hancock Park. Acurrucado entre Hollywood al norte y el distrito de Mid-Wilshire al sur, era un enclave de las familias de dinero de tradición de Los Ángeles, o al menos de tanta tradición como podía darse en una ciudad tan indiferente a la historia como esta. La gente que vivía aquí no eran las estrellas del celuloide o los gigantes de Hollywood que uno se podía encontrar en Beverly Hills o en Malibú. Estas eran las residencias de los que llevaban generaciones siendo ricos, que podían elegir si trabajaban o no. Si lo hacían, solía ser meramente para evitar el tedio. Pero esta noche no tenían que preocuparse de estar aburridos. Después de todo, uno de los suyos había muerto y todos sentían curiosidad por saber de quién se trataba.

Jessie sintió cierta excitación mientras subía por la escalinata que llevaba a la puerta principal, que estaba marcada con cinta policial amarilla. Esta era la primera vez que llegaba a una escena del crimen sin la compañía de un detective. Y eso quería decir que era la primera vez que iba a tener que mostrar sus credenciales para acceder a una zona restringida.

Recordó que había sentido la misma emoción cuando se las dieron por primera vez. Hasta había practicado con Lacy el gesto de presentarlas unas cuantas veces en el apartamento. Pero ahora, mientras las rebuscaba en el bolsillo de su chaqueta, tratando de localizarlas, se sentía sorprendentemente nerviosa.

No tenía necesidad de estarlo. El agente que había en la parte superior de las escaleras apenas las miró mientras retiraba la cinta policial para dejarle pasar.

Jessie encontró a Hernández con otro detective de pie justo en la recepción de la casa. Parecía como si al hombre más joven le hubiera tocado el palito más corto. La mayor experiencia del detective Reid le había debido permitir pasar por alto esta llamada. Jessie se preguntó por qué Hernández no había aprovechado su rango para hacer lo propio. La vio y le hizo un gesto para que entrara.

“Jessie Hunt, no sé si ya has conocido al detective Alan Trembley. Era el detective de guardia esta noche y va a trabajar en este caso conmigo”.

Cuando Jessie le estrechó la mano, no pudo evitar notar que, con su cabello rubio descuidado y las gafas que le llegaban hasta la mitad del puente de la nariz, parecía estar tan disperso como ella misma se sentía.

“Nuestra víctima está en la zona de la piscina”, dijo Hernández mientras comenzaba a caminar, guiando sus pasos. “Se llama Victoria Missinger. Treinta y cuatro años de edad. Casada, sin hijos. Está en un pequeño cubículo oculto en la sala principal, que puede ayudar a explicar por qué se tardó tanto en encontrarla. Su marido llamó esta tarde, diciendo que no había podido dar con ella durante unas horas. Había cierta preocupación de que pudiera darse una situación de petición de rescate, así que no se llevó a cabo un barrido completo de la casa hasta hace unas horas. Encontraron su cuerpo gracias al perro entrenado para encontrar cadáveres”.

“Jesús”, murmuró Trembley en voz baja, haciendo que Jessie se preguntara qué clase de experiencia tenía para que le alterara la noción de un perro busca-cadáveres.

“¿Cómo murió?”, preguntó Jessie.

“El examinador médico sigue aquí y todavía no se ha analizado la sangre. Pero la teoría inicial es que se trata de una sobredosis de insulina. Se encontró una aguja cerca de su cuerpo. Era diabética”.

“¿Puedes morir de una sobredosis de insulina?”, preguntó Trembley.

“Sin duda, si no se trata a tiempo”, dijo Hernández mientras bajaban por el largo pasillo de la residencia principal hacia la puerta de atrás. “Y parece que estuvo sola en la habitación durante horas”.

“Parece que últimamente estamos tratando un montón de incidentes relacionados con agujas, detective Hernández”, apuntó Jessie. “Sabes, estoy dispuesta a manejar algún tiroteo de vez en cuando”.

“Pura coincidencia, te lo aseguro”, le respondió, sonriendo.

Salieron afuera y Jessie se dio cuenta de que la enorme mansión delantera ocultaba un jardín trasero incluso más grande. Una piscina enorme llenaba la mitad del espacio. Detrás de ella, estaba la casa de la piscina. Hernández se dirigió hacia allí y los otros dos le siguieron.

“¿Qué te hace sospechar que no fue simplemente un accidente?”, le preguntó Jessie.

“Todavía no he sacado ninguna conclusión”, le respondió. “El examinador médico podrá darnos más datos por la mañana. Pero la señora Missinger ha tenido diabetes toda la vida y, según su marido, nunca ha tenido un accidente como este con anterioridad. Suena como que sabía cuidar bien de sí misma”.

“¿Ya has hablado con él?”, le preguntó Jessie.

“No”, respondió Hernández. “Un agente uniformado tomó su declaración inicial. En este momento, le están atendiendo en la sala de los desayunos. Hablaremos con él después de que te muestre la escena”.

“¿Qué sabemos acerca de él?”, preguntó Jessie.

“Michael Missinger, treinta y siete años. Heredero de la fortuna del petróleo de los Missinger. Vendió sus activos hace unos años y comenzó un fondo de inversión que invierte exclusivamente en tecnologías sostenibles y ecológicas. Trabaja en el centro en la pent-house de uno de esos edificios que te hacen doblar el cuello hacia atrás para mirar el tejado”.

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