“Suena genial”, dijo ella. Le plantó un beso en los labios al pasarle de largo.
Un pensamiento le cruzó la mente mientras se dirigía de vuelta a la habitación, una idea que casi le hizo sentir dolor de corazón pero que no podía ser negada.
¿Y si él no siente por mí lo mismo que yo siento por él?
Había estado ligeramente distante la última semana más o menos, y aunque había hecho lo posible por ocultárselo, ella lo había percibido por aquí y por allá.
Quizá él se dé cuenta de lo mucho que esto podría afectar nuestro trabajo.
Era una buena razón—una razón en la que ella misma pensaba a menudo. No obstante, no podía preocuparse de eso en este momento. Con un informe forense a punto de ser entregado en cualquier momento, este caso tenía el potencial de ponerse en marcha bastante deprisa. Y sabía que, si su mente estaba ocupada con pensamientos sobre Ellington y sobre lo que significaban el uno para el otro, podría pasarle de largo por completo.
CAPÍTULO SEIS
Cuando tomaron sus caminos diferentes a la mañana siguiente, Mackenzie se sorprendió al notar que Ellington parecía especialmente triste al respecto. Le abrazó un poco más de lo habitual en la habitación de motel y pareció bastante deprimido cuando ella le dejó en el departamento de policía de Stateton. Tras hacer un gesto de despedida a través del parabrisas cuando él entró al recinto, Mackenzie regresó a la carretera principal, donde le esperaba un trayecto de dos horas y media en coche.
Como estaba en el bosque, la señal del teléfono móvil iba y venía. No consiguió telefonear al segundo sospechoso potencial de Jones, Robbie Huston, hasta que estuvo como a unas diez millas de distancia de los límites de la ciudad de Stateton. Cuando por fin consiguió realizar la llamada, él respondió al segundo tono.
“¿Hola?”.
“¿Estoy hablando con Robbie Huston?”, le preguntó Mackenzie.
“Así es. ¿Quién lo pregunta?”.
“Soy la agente Mackenzie White del FBI. Me preguntaba si tendrías tiempo de charlar un rato hoy por la mañana”.
“Mmm… ¿puedo preguntar sobre qué?”.
Su confusión y su sorpresa eran auténticas. Podía decirlo incluso solo con hablar por teléfono.
“Sobre un residente en la Residencia Wakeman para Invidentes que creo que conoces. No puedo decir nada más por teléfono. Si pudieras concederme solo cinco o diez minutos de tu tiempo, lo agradecería. Pasaré por Lynchburg como en una hora”.
“Claro”, dijo él. “Trabajo desde casa, así que puede pasarse cuando quiera por mi apartamento”.
Terminó la llamada después de conseguir su dirección. Conectó el teléfono con su GPS y se sintió aliviada al comprobar que, para llegar hasta su apartamento, solo tendría que añadir veinte minutos al viaje en coche.
De camino a Lynchburg, observó que estaba demasiado distraída por los hechos del caso que tenía entre manos, abrumada por los cientos de preguntas por responder que rodeaban el antiguo caso de su padre y la muerte reciente que lo había vuelto a sacar todo a la luz. Por alguna razón, la misma gente que había matado a su padre también había matado a alguien más de un modo muy similar.
Y una vez más, habían dejado una enigmática tarjeta de visita al marcharse. La pregunta era: ¿por qué?
Se había pasado semanas enteras intentando resolverlo. Quizá simplemente el asesino era presuntuoso. O quizá las tarjetas tenían la misión de guiar a los investigadores a otra cosa… como en un juego retorcido del gato y el ratón. Sabía que Kirk Peterson seguía en el caso—un detective humilde y comprometido de Nebraska a quien no conocía lo suficiente como para confiar en él completamente. Aun así, el hecho de que alguien estuviera manteniendo el rastro lo más fresco posible le resultaba reconfortante. Le hacía sentir que puede que el rompecabezas estuviera casi cerrado para ella pero que alguien había sacado una pieza de la mesa y la estaba conservando, decidido a ponerla de nuevo en el último momento.
No se había sentido así de derrotada por nada en toda su vida. Ya no era cuestión de si podía llevar al asesino de su padre ante la justicia, sino de enterrar de una vez un misterio de varias décadas de antigüedad. Con su mente ocupada en todo ello, empezó a sonar su teléfono. Vio el número del alguacil en la pantalla, y respondió esperando que le diera alguna pista para el caso que tenía entre manos.
“Buenas, agente White”, dijo el alguacil Clarke al otro lado de la línea. “Mira, ya sabes que la cobertura en Stateton es una mierda. Tengo aquí al agente Ellington, que quiere hablar contigo un momento. Su móvil no conseguía realizar la llamada”.
Escuchó cómo movía el teléfono al otro lado para pasárselo a Ellington. “Entonces”, dijo. “¿Ya te sientes perdida sin mí?”.
“A duras penas”, dijo ella. “Voy a reunirme con Robbie Huston en poco más de una hora”.
“¡Ah, progreso! Por cierto, hablando de ello, estoy revisando el informe del forense en este momento. Recién salido del horno. Te diré si me encuentro con algo. Randall Jones también va a venir enseguida. Veré si me deja hablar con unos cuantos residentes”.
“Suena bien. Yo estaré pasando de largo prados de vacas y campos vacíos durante las tres próximas horas”.
“Ah, algunas tienen suerte”, dijo él. “Llámame si necesitas cualquier cosa”.
Y con esto, terminó la llamada.
Así era cómo se tiraban puntillas el uno al otro todo el tiempo. Le hizo sentir un poco tonta por preocuparse la noche anterior sobre lo que él estaba sintiendo respecto a lo que fuera que estaba desarrollándose entre los dos.
Ahora que la llamada telefónica había terminado con los pensamientos que estaba teniendo sobre el viejo caso de su padre, pudo enfocarse mejor en el caso que tenía entre manos. El termómetro digital en el salpicadero de su coche le indicaba que ya había ochenta y ocho grados afuera… y ni siquiera eran las nueve de la mañana.
La arboleda a ambos lados de la carretera era increíblemente frondosa, y colgaba por encima de la carretera como si fuera un toldo. Y aunque había algo enigmáticamente bello en ella a la pálida luz de la mañana sureña, estaba deseando ver las extensiones más anchas de las autopistas principales y los cuatro carriles que le llevarían hacia Lynchburg y Treston.
***
Robbie Huston vivía en un moderno complejo de apartamentos que había cerca del centro neurálgico de Lynchburg. Estaba rodeado de librerías pertenecientes a la universidad y de cafeterías que seguramente prosperaban debido a la universidad cristiana privada que se dejaba sentir en la mayor parte de la ciudad. Cuando llamó a su puerta a las 9:52, él vino a abrirla casi de inmediato.
Parecía tener unos veintipocos años—con el cabello áspero, sin peinar, y el tipo de complexión blandengue que hacía pensar a Mackenzie que todo el trabajo que había hecho en su vida había tenido lugar detrás de un escritorio. Era atractivo al estilo de los miembros de una fraternidad y estaba al borde de la excitación o del nerviosismo por el hecho de tener una agente del FBI de verdad llamando a su puerta.
Le invitó a pasar adentro y Mackenzie vio que el resto del apartamento era tan agradable y moderno como el exterior del edificio. La sala de estar, la cocina y el estudio formaban una habitación amplia, separada por pequeños divisores ornamentales e inundada por la luz natural que entraba por los dos enormes ventanales que ocupaban paredes opuestas.
“Mmm… ¿puedo ofrecerte café o algo?”, le preguntó. “Todavía queda algo del que hice por la mañana”.
“Un café estaría muy bien, la verdad”, dijo ella.
Le siguió a la cocina donde él le sirvió una taza de café y se la entregó. “¿Crema? ¿Azúcar?”.