Sanz Delia Nieto - Ha Caído Un Piloto En Mi Jardín стр 2.

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Esperemos que no se haya hecho daño.

Estaba intentado decidir si debía acercarse cuando el rugido de un motor atrajo su atención. Un Fiat Ritmo blanco frenó bruscamente delante de la verja de acceso a su casa, produciendo, al derrapar sobre el camino blanco, una nube de polvo. Del coche salieron tres personas que, después de trepar el pequeño muro y el seto de laurel, corrieron hacia el helicóptero. Carlotta los vio pasar por delante de ella sin que ninguno diera indicios de haber notado su presencia.

—¡Edoardo! Edoardo, ¿estás bien? —gritó, nerviosísimo, el hombre más anciano de los tres, mientras corría hacia el helicóptero.

—Espera, Maurizio. Espera antes de acercarte, podría haber riesgo de incendio —le previno el segundo hombre, más joven, que iba corriendo detrás de él llevando un extintor portátil. Tenía una expresión serísima y parecía muy preocupado.

El tercero, un chico atlético con el pelo castaño claro bastante largo y unos ojos azules brillantes, se paró antes, más cerca de Carlotta, como si no tuviera el valor de acercarse más a la escena del siniestro. Carlotta notó que, a parte del hombre más anciano, vestido con el estilo de los agricultores cuando están de faena, con pantalones amplios y camisa de cuadros arremangada, los otros llevaban unos monos de color azul con grandes bolsillos.

—Buenos días. —Carlotta saludó al joven para llamar su atención.

El chico se dio la vuelta y la miró, como si se hubiera dado cuenta de su presencia solo en ese momento.

—Buenos días, señora. Perdóneme, pero no la había visto.

—Me he dado cuenta. Soy Carlotta Bianchi y este es mi jardín. Sois del helicóptero, me imagino.

—Sí, sí. Hemos venido por el accidente —respondió precipitadamente el joven, volviendo a mirar el helicóptero con los ojos desorbitados.

—Edoardo. Respóndeme, ¿cómo estás? —seguía llamando con voz fuerte el primer hombre, mientras intentaba meterse bajo la mole de metal, pringándose en el charco azul que se había formado bajo y alrededor del helicóptero.

—Joder. Sacadme de aquí. ¡Me estoy ahogando en el producto! —pidió con vehemencia el piloto, que permanecía atrapado bajo la nave volcada.

—Gracias al cielo está vivo. Diego, ven y empuja la cabina. Tienes que conseguir levantarla unos diez centímetros mientras Carlo y yo intentamos extraer a Edoardo —dijo el hombre más anciano.

—Vale. Voy —respondió el chico, haciendo un gesto a Carlotta, como pidiéndole permiso para alejarse.

—Edoardo, ¿puedes mover las piernas? Inténtalo con cuidado, y si sientes dolor no fuerces el movimiento —dijo Maurizio, que había tomado la dirección de las operaciones con autoridad.

—Puedo, e incluso lo haría mejor si no tuviese esta mole de chatarra encima. Sacadme de aquí y os haré ver un par de pasos de vals.

—Veo que estás bien, puedes soltar las tonterías típicas de todos los días —dijo Carlo, que, mientras tanto, había dejado el extintor en el suelo y había conseguido cogerle un brazo.

—¿Listo, Diego? Cuando diga «vamos» levanta lo más que puedas.

Carlotta observaba con una cierta admiración la aparente facilidad con la que los tres hombres se estaban coordinando en el salvamento. Se veía que estaban acostumbrados a trabajar juntos.

—Vamos, Diego, levanta... ¡para! —ordenó Maurizio—. No te muevas, Edoardo, te sacamos nosotros. Venga, Carlo. Juntos. Tiii-ra, vamos, tiii-ra, último esfuerzo: tiii-ra.

Edoardo apareció de debajo del helicóptero con gran satisfacción de todos. Se puso de pie soltando un grito a todo pulmón:

—Aaagh… —Después, apretando fuerte los puños y cerrando los ojos, volvió a gritar—: Aaagh … —como un guerrero maorí queriendo asustar a sus enemigos.

Carlotta vio erguirse en medio del amasijo aquella figura imponente, con el mono de vuelo empapado pegado al cuerpo. De la cabeza a los pies, estaba todo recubierto de un bonito color azul. Le pareció un extraterrestre y pensó en el helicóptero como una nave espacial. Sintió una breve perturbación en el pecho y le vino en mente la letra de una vieja canción:

Extraterrestre llévame lejos,

quiero una estrella para mí,

extraterrestre ven a atraparme,

quiero un planeta para volver a empezar.

Edoardo jadeaba, tosía y escupía una saliva azulada. —Joder. Qué asco me da esto. Soy un idiota. Un idiota. Sabía que tenía que volar más alto. Lo sabía.

—Túmbate, tranquilízate un poco. Hemos llamado a la ambulancia y estará aquí dentro de poco —dijo Maurizio.

—Pero ¿qué ambulancia? No tengo nada. Quiero ir al hotel a lavarme y quitarme esta porquería.

»Mierda. ¿Habéis avisado al jefe? Tenemos que pedir otro helicóptero para seguir con los vuelos.

—No te preocupes por el trabajo —intervino Maurizio—. Eso ya lo arreglaremos más tarde.

—Pues llevadme para que me lave. ¿No veis cómo me he puesto?

Llegó una ambulancia y aparcó rápidamente detrás del Fiat Ritmo de Carlo. Maurizio hizo un gesto con la mano para llamar la atención. Salió una persona y corrió hacia el grupo.

—Soy el enfermero. ¿Quién es el herido?

—Él —dijeron Maurizio y Carlo al mismo tiempo, señalando a Edoardo.

—Pero qué herido ni qué ocho cuartos. ¡No me he hecho nada! —exclamó el piloto—. Aquí el único herido es él, piensa qué puedes hacer para reanimarlo. —Se dio la vuelta señalando con el índice en dirección del helicóptero.

Carlo intervino:

—Érase una vez un helicóptero de constitución sana y robusta. Después tuvo relaciones íntimas con un piloto poco recomendable.

El enfermero los miró a todos como si hubiera llegado allí por error. Se recuperó rápido, porque él también estaba acostumbrado a gestionar situaciones de emergencia.

—Tenemos que ir al hospital para asegurarnos de que no hay lesiones internas o un traumatismo craneal. —Hizo un gesto al conductor de la ambulancia y al voluntario, que completaban el grupo que había llegado con él, para que se acercaran con la camilla.

—Joder. ¿Cómo tengo que deciros que no me pasa nada? Alejad esta camilla de aquí. Da mala suerte, y al final alguien va a necesitarla de verdad.

—Al menos déjeme hacer los controles mínimos para determinar su estado —pidió pacientemente el enfermero—. ¿Era un líquido tóxico? ¿Lo ha ingerido?

—Me ha llegado a la boca, pero no lo he tragado. No puede ser muy venenoso, si no, estaríamos todos muertos hace tiempo —respondió Edoardo. Después se sentó en la hierba y consintió, mientras se calmaba, a que le hicieran unas pruebas. Después de un examen rápido, el enfermero excluyó el traumatismo craneal y los daños a la columna vertebral.

—Si realmente no quiere ir al hospital me tiene que firmar esta hoja en la que declara que renuncia por voluntad propia.

—Démela, firmo todo. Pero que no haya facturas después.

El enfermero, que tenía mucha experiencia, sonrió: había notado una cierta alteración en el comportamiento del piloto, debida a la adrenalina que todavía circulaba por su cuerpo, pero también veía, por lo que había podido verificar durante las pruebas y por cómo se movía para todos lados, escupiendo y blasfemando, que no había sufrido ningún daño físico. Una vez firmada la declaración curioseó unos minutos más junto a los otros dos colaboradores alrededor de los restos del helicóptero, y después decidió que podían irse. Los tres volvieron a entrar en la ambulancia e intentaron marcharse. Lo intentaron, porque durante todo este tiempo se había juntado un pequeño grupo de curiosos, y sus coches habían bloqueado la carretera. Tras unas cuantas maniobras y varias imprecaciones, la ambulancia consiguió marcharse. También el grupo de curiosos se marchó, después de las muchas invitaciones amables, pero firmes de Maurizio y de Carlo a que lo hicieran.

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