Sanz Delia Nieto - El Criterio De Leibniz стр 12.

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El motor ya estaba suficientemente caliente y el climatizador empezó a soplar aire caliente en el habitáculo.

La Mancunian pasó a ser Dawson Street y desde allí McKintock giró a la izquierda en Regent Road. En la rotonda siguió derecho por la M604, que comenzaba en ese punto, y empezó a relajarse.

Encendió la radio y puso el canal que daba las noticias a aquella hora.

«... manifestaciones de los estudiantes en la plaza Tien An Men no dejan de disminuir. Este tercer día de protestas ha registrado numerosos enfrentamientos y cargas policiales. Varios estudiantes han sido arrestados, y los periodistas deben permanecer a una cierta distancia. Por ahora está prohibido hacer fotografías o imágenes de televisión. La insistente demanda de democracia parece no poder hacer mella en el firme muro que opone el gobierno, y la represión es por ahora la única respuesta a los desfiles pacíficos en la plaza...».

«Pobres», pensó McKintock, «lo están pasando realmente mal, ellos. Querían un poco de libertad y en su lugar les llueven palos. Y los soldados tienen que golpearlos, porque si no, no comen, y son ellos los que se llevan los palos, o peor aún. China está lejos de nosotros, en todos los sentidos...».

En ese momento se acordó del encuentro con Drew.

Ya, Drew, que, de punta en blanco había sacado de su sombrero aquel descubrimiento, junto con ese estudiante de color. ¿Cómo se llamaba? No se acordaba. Las implicaciones, sin embargo, las recordaba, y bien. Si de verdad había una aplicación comercial para aquel fenómeno, sería muy útil en el ateneo. Desde que el gobierno de Howard había decidido recortar los fondos a la Universidad de Manchester para destinar una cantidad mayor a otros centros él luchaba para mantener el ateneo al mismo nivel, pero era prácticamente imposible. Cualquier actividad tenía un coste, y si el coste no estaba cubierto la actividad no se podía desarrollar. Sin discusiones. Sin peticiones. Había que renunciar. Y el orgullo del sistema universitario británico estaba deslizándose hacia un segundo plano. Era algo inaudito, absurdo, y, sin embargo, estaba pasando.

«Equidad e igualdad», había sido el lema de Howard, y lo estaba poniendo en práctica demasiado bien, ese bastardo.

Las luces de Salford volaban a los lados de la carretera, mientras la lluvia fina se había reducido a un goteo esporádico sobre el cristal.

Un tráfico discreto circulaba en dirección opuesta. Eran los que volvían a la ciudad después de haber estado fuera por el trabajo.

A medida que él avanzaba el número de coches iba disminuyendo progresivamente, y cuando llegó a la altura de Alder Forest, y la M602 se convirtió en la M62, se encontró en campo abierto.

La idea de transportar paquetes con el sistema de Drew le había venido improvisadamente, quizá estimulada por un documental sobre el comercio mundial que había visto hacía unos días, en el que habían mostrado líneas de transporte para paquetes de varios tamaños, siempre llenas y siempre en movimiento. Era impresionante ver cuánta mercancía era enviada por correo o por compañías de mensajería. Sin duda, el transporte de mercancías era un enorme negocio, y poseer un método totalmente innovador, inmediato, seguro y de bajo coste sería ciertamente un golpe ganador. Sin concurrencia. La tecnología sería únicamente suya, y podrían ganar todo lo que quisieran. Vistas las dimensiones del asunto, tenía la sensación de que la universidad podría permanecer en el nivel en el que siempre había estado.

Cierto, cómo conciliar una gestión puramente administrativa, como la de un ateneo, con una gestión netamente comercial, como era la del transporte internacional, era una cuestión que había que estudiar a fondo. También sería necesario comprobar si la ley permitía una combinación tal, incluso siendo por el bien de la universidad. Habría que consultar con expertos en el tema lo más pronto posible.

Sintonizó la radio en un canal de música clásica y durante unos minutos estuvo escuchando a Bach. La «Passacaglia en Do menor» era una obra excelsa, muy superior a la mucho más famosa «Tocata y Fuga en re menor», y la escuchó con gran placer.

Mientras tanto las pequeñas ciudades que atravesaba iluminaban brevemente el oscuro paisaje del Noroeste. McKintock solo identificó alguna, absorto como estaba en escuchar la música: Risley, Westbrook, Rainhill.

Al acabarse la Passacaglia apagó la radio, para mantener dentro de sí la sensación de elevación que le transmitía la obra. El placer sublime que experimentaba lo colocaba en un estado de gracia, y se sentía pletórico. El cansancio del día era un recuerdo, y cuando, pasado Broadgreen, terminó la autopista y empezó a acercarse a Liverpool tras tomar la Edge Lane Drive, se sintió electrizado con la idea de ver a Cynthia, de pasar la velada y la noche con ella. Era una mujer excepcional. Le daba todo lo que un hombre puede desear. La necesitaba. La amaba con locura.

La quería.

Capítulo VII

Drew no podía dormir.

La discusión con McKintock lo había turbado más de lo que habría creído. Pensaba ser suficientemente sólido como para no dejarse influenciar por las escaramuzas verbales, y ahora había que verlo ahí tumbado en la cama mirando el techo, escuchando estoicamente el tictac estentóreo del reloj, ese viejo despertador mecánico al que estaba tan apegado. Él, que se ocupaba fundamentalmente de física teórica mediante excursiones sorprendentes con los métodos matemáticos más abstractos y abstrusos con el fin de demostrar las leyes que gobiernan el universo ante sus estudiantes, tenía encima de su mesilla un despertador de agujas y al que había que dar cuerda. El despertador constituía un anclaje a las cosas simples, que funcionaban sin dificultad, y que funcionarían siempre, gracias a una tecnología anticuada, quizá, pero fácilmente comprensible y reproducible, cosa que en su campo de estudio era totalmente impensable. Necesitaba un lugar seguro en el que refugiarse tras las jornadas vividas en medio de teorías intangibles, y ese puerto era el despertador. Esa noche, sin embargo, su tictac no lo relajaba, sino que agitaba todavía más el curso de sus pensamientos.

Durante el día, entre dos lecciones, había empezado a crear un elenco de posibles compañeros que podría involucrar en la investigación del fenómeno. Había incluido, sin dudarlo, a Nobu Kobayashi, quien, por sus investigaciones sobre las altas energías, dispondría seguramente de los instrumentos necesarios para trabajar de manera eficaz sobre el problema; después había añadido a Radni Kamaranda, un matemático brillante que había podido construir el modelo matemático de un proceso físico complejo en un periodo de tiempo irrisorio respecto a lo que habrían necesitado los especialistas. Como el fenómeno que debían estudiar estaba ligado, muy probablemente, a la manipulación del tejido espaciotemporal, un físico relativista de gran valor como Dieter Schultz podría encontrar materia prima para sus fabricaciones. También necesitaba el elemento clave del grupo, alguien dotado de una intuición tal que pudiera ver la solución escondida dentro del revoltijo enorme de información y conjeturas. Alguien que, en el momento justo, pudiera comprender la verdadera esencia del fenómeno, y sintetizar instantáneamente los elementos desordenados que tuviera a su disposición, abriendo así el camino a sus compañeros.

Solo conocía una persona con esta cualidad innata, que, por otro lado, le había generado grandes complicaciones. Jasmine Novak había publicado algunos artículos sobre la teoría de las cuerdas, en los que su capacidad para intuir lo que otros no conseguían ni siquiera entrever emergía con una claridad tan cristalina que la hacían parecer como un ser sobrehumano. Drew sabía que nunca habría sido capaz de igualarla, y sabía, por lo tanto, que Novak era la persona que podría llevarlos directamente hasta la solución. Pero Novak también era una mujer.

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