Sanz Delia Nieto - El Criterio De Leibniz стр 10.

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Cogieron sus vasos y se dirigieron al ascensor, cogidos de la mano.

El camarero los vio marcharse.

«Guau, qué velocidad», pensó.

Miró con perplejidad el plato que estaba sobre la mesa.

«¿Habrán sido los aperitivos?».

La habitación de Cynthia era muy similar a la suya, amplia, con cama de matrimonio, un armario grande, un escritorio cómodo y sillones para relajarse. La televisión vía satélite y el bar eran accesorios suficientes para el ocupante. La decoración era cuidada, como correspondía a un hotel de máxima categoría como aquel. Los cuadros en las paredes representaban paisajes de Yorkshire, con páramos verdes poblados de brezo continuamente agitados por el viento.

El baño era muy acogedor, con los sanitarios novísimos y perfectamente higienizados. La ducha lujosa con cabina de cristal invitaba a usarla, y Cynthia empezó a prepararse enseguida. Se quitó la pinza del pelo para liberarlo, moviendo la cabeza a izquierda y derecha para desenredarlo. Le llegaba a los hombros, y revelaba un sofisticado corte escalonado. Se quitó la chaqueta y la colocó cuidadosamente en la percha. No se quitó los elegantes zapatos. Aún no. Cuando bajó la cremallera de la falda McKintock se sintió desvanecer, y para esconder su reacción le preguntó si podía ir a su habitación a coger sus efectos personales.

En cuanto salió de la puerta, con la frente empapada en sudor y el corazón batiendo salvajemente, se preguntó si no estaba cometiendo una locura. Mientras avanzaba por el pasillo con paso mecánico y cogía el ascensor para bajar al primer piso, donde estaba su habitación, se acordó de que ya no estaba casado. Estaba divorciado desde hacía años, y debía considerarse un hombre libre para poder buscar otras oportunidades. Metió rápidamente en la maleta una muda, un traje planchado y los accesorios para la higiene personal, luego cerró la puerta y se dirigió tranquilo hacia el segundo piso, habitación 216.

Llamó, pero no hubo respuesta. Movió la manija y vio que Cynthia había dejado la puerta abierta para él. No era un sueño, entonces, lo que estaba viviendo.

Entró y sintió el sonido del agua de la ducha. Dejó la maleta al lado del armario y vio que la puerta del baño estaba abierta.

Y a través de ella vio a Cynthia.

Dentro de la cabina de cristal, bajo el masaje tranquilo del agua calentísima, se pasaba una esponja llena de espuma por el pecho, bajo los senos generosos, por el estómago y por el abdomen. Estaba girada tres cuartos respecto a la puerta, con la pierna izquierda ligeramente desviada de la rodilla para abajo. Ella lo vio y no se movió ni un milímetro. Le sonrió y empezó a enjabonarse los brazos, las axilas, los lados.

McKintock habría querido encontrar la fuerza para separarse de aquella visión, al menos por una cuestión de respeto, pero no fue así.

Era bellísima. Maravillosa.

Permaneció como encantado, observando ese cuerpo magnífico, lleno e increíblemente sensual.

Ella empezó a pasar la esponja por las ingles, lentamente, metódicamente, y a echar para atrás la cabeza rítmicamente.

La mirada de McKintock siguió los movimientos irresistibles de la esponja, con los ojos fuera de las órbitas, incapaz de moverse.

Hasta que se dio cuenta de que ella lo estaba mirando, sonriente y burlona.

Cynthia llenó de agua el tapón del gel de ducha y se lo lanzó por del techo abierto de la ducha.

McKintock se despertó de golpe, como tocado por una descarga eléctrica, y enrojeció completamente de la vergüenza. Comprendió cómo debió sentirse el pobre Acteón de la leyenda. ¡Oh, Artemisa! ¿Cuántos hombres has destruido con tu belleza? Ahora yo también me he mojado con el agua mágica: ¿me transformaré en ciervo?

Cynthia echó una carcajada y se pasó la esponja rápidamente por la espalda, los glúteos y las piernas, luego se enjuagó abundantemente girando bajo la ducha y pasándose los dedos entre los cabellos para eliminar todo el champú. Cerró el grifo y dejó que el agua resbalase por su cuerpo, se cepilló el pelo y finalmente abrió lentamente la cabina, salió y se puso de espaldas para ponerse el albornoz que McKintock sujetaba para ella.

Se lo puso y se dio la vuelta. La sintió cálida, perfumada de gel de ducha de lavanda, con el pelo mojado y la piel congestionada por el agua calentísima. Terriblemente deseable.

Se movió para salir del bajo; McKintock no consiguió resistir y le apoyó las manos en los hombros, plantándose de frente a ella sin saber bien qué hacer. Cynthia lo miró con cara de reproche:

—¡La ducha!

Él soltó su presa y la dejó pasar, descorazonado.

Cynthia salió del baño, se ató el cinturón del albornoz y cogió el secador de su maleta, después volvió a entrar y empezó a secarse el pelo delante del espejo parcialmente empañado.

McKintock salió entonces y se desnudó, dejando su ropa en un espacio libre del armario, y las gafas en el escritorio. Preparó un pijama en el lado izquierdo de la cama.

Con cincuenta y ocho años cumplidos estaba bastante en forma. Como buen escocés comía poco, además le gustaba caminar rápidamente durante largos periodos, sobre todo dentro de la estructura universitaria. Usaba el coche solo cuando era indispensable, y esto le había ayudado a mantener un buen tipo. Solo un ligero esbozo de grasa en aquel hombre magro de mediana estatura, con el pelo gris y la mirada penetrante, de ojos castaños.

Entró en la ducha con una toalla alrededor de la cintura, y cuando la quitó y abrió el agua permaneció girando hacia la pared.

Cynthia no se dignó a mirarlo durante todo el tiempo. Siguió usando el secador con mano segura, con un resultado final envidiable. A pesar de la edad, su pelo era voluminoso y brillante. El tinte reproducía fielmente el que había sido su color original, solo parcialmente manchado de blanco si el rojo oscuro artificial no lo hubiese cubierto perfectamente, y sin dejar ver ni un milímetro de raíces.

Volvió a llevar el secador a la habitación. McKintock todavía se estaba duchando.

Se quitó el albornoz, cogió el perfume del neceser y disparó el aerosol repetidamente a su alrededor, creando una nube. Se introdujo en la nube y dio vueltas durante unos segundos, dejando que su cuerpo desnudo absorbiese aquella fragancia, después se puso un camisón de seda brillante de un ligero verde azulado que le llegaba hasta el muslo, sin ropa interior. Se sentó en un sillón, medio tumbada en una pose lánguida.

Tenía los brazos apoyados relajadamente sobre los reposabrazos, la cabeza apoyada en el respaldo e inclinada a la izquierda, la pierna derecha en ángulo recto y con el pie desnudo sobre la moqueta, con la pierna izquierda estirada hacia delante.

Las suaves temperaturas templaban agradablemente el ambiente de aquella noche de primavera.

Cynthia cerró los ojos, dejándose llevar por esa sensación dulce.

Después de un minuto McKintock salió del baño con el albornoz puesto y se dirigió hacia donde había dejado su pijama, pero durante el recorrido pasó por delante de Cynthia. La vio en el sillón, etérea como una ninfa, rosa como una flor maravillosamente nueva, y sintió su perfume mágico. Una descarga de adrenalina recorrió su cuerpo de los pies a la cabeza, y cayó de rodillas delante de ella. Posó sus dedos sobre su muslo derecho, delicadamente, apenas rozándola. La piel era extremadamente suave, cálida e hidratada. Recorrió unos centímetros con sus dedos, en dirección al tobillo, y después besó dulcemente la rodilla redondeada. Con la otra mano acarició el exterior del muslo derecho, y después movió la mano hacia el interior, besando primero un muslo y luego el otro. La seda del camisón resbalaba hacia arriba a medida que él avanzaba, hasta que la ingle quedó al descubierto. McKintock se encontró delante del pubis, cuyo pelo estaba cortado en forma de rectángulo formado con precisión geométrica, con el borde superior un centímetro por encima de la vulva y los lados verticales a dos centímetros de los labios mayores. Besó la cavidad de la ingle izquierda, y fue avanzando a lo largo de la semicircunferencia por encima del monte de Venus, besando cada tres centímetros hasta llegar a la ingle derecha. Apoyó ardientemente los labios sobre el clítoris, dudó, luego se limitó a besarlo, con sus labios ahora secos. La besó sobre el vientre, liso y tónico, y alrededor del ombligo, y después besó también este. Colocó sus manos sobre las costillas, le besó el estómago, luego el seno izquierdo, cálido y pleno, y pasó al derecho, frotando voluptuosamente la boca y la nariz.

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