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Lo invito una vez más a mi habitación. Mantenemos una conversación acerca de ciertos aspectos teológicos que él debate con un leve conocimiento. Lo instruyo mientras poso mi mano abierta sobre su carnoso muslo apetecible. Lo incito a que iniciemos juntos una oración. Me poso detrás de él y elevamos la usual súplica compartida. Percibo el calor de su cuerpo que aplaca lo frío del ambiente y al mismo tiempo refresca la calentura de mis entrañas.
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El cuerpo me vence. Me recuesto con el sabor de las frutas todavía patente en mi paladar. Ensayo una oración que se derrite en el intento. Mi cabeza no está aquí, sino en la figura del muchacho. Me dirijo con pasos tambaleantes hacia su puerta. La entreabro y descubro el cuerpo dormido en el placer de la siesta en una postura fetal con el bello trasero señalándome, incitándome a acariciarlo, a darle la mordida definitiva. Mi cuerpo aterido hierve de fiebre o de algo más. En un arrebato de lucidez retorno a mi cama.
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He despertado con la sensación viscosa del sudor adherido a mi piel. Observo el destello del sol de la tarde que se refracta en el espejo e inunda la habitación con su resplandor, invadiendo cada esquina. Comprendo la necesidad de asearme, una ola de calor invade la alcoba y mi entrepierna está pastosa. La fiebre ha pasado. Imploro un poco de agua fresca.
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He enviado indicaciones por escrito a los fieles para la procesión de viernes santo. El muchacho ha sido mi compañía mientras he redactado la misiva que luego se ha encargado de entregar estimulado por la promesa de enseñarle una parte del cuadro. No he podido reprimir mi interés por sus movimientos, mi mirada ha recaído durante todo instante en él. Incluso me ha hecho desviar la pluma en un par de rasgos.
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El estuche del disco posee como carátula la imagen de un camino surcado por hojas otoñales que se pierde en un horizonte sugerente. El amarillento pasaje zanja un bosque de apacibilidad absoluta. Ningún pájaro lastima la tranquilidad. Ningún animal se aventura a profanar la serenidad del pequeño universo de hojas y tierra. Todos están por emerger para, de forma briosa, inaugurar un paraíso infernal. Inserto el disco en el reproductor que lo obliga a girar rápidamente. Aquel artilugio se transforma en un minúsculo torbellino infinito que gira a miles de revoluciones por minuto. La música invade la sala, muy lenta, como luchando por despertar de un letargo impuesto por fuerzas restrictivas, inhalando sosiego, absorbiendo silencio, sosteniéndose en el espacio que luego ocupará con su tonalidad imperial. Pero será el frío. El bajo marca el ritmo, prosigue de forma continua, mana con un crescendo que matizan las tímidas intervenciones de los violines: son los pasos del caminante al que apremia alguna tribulación, son los crujidos del hielo a punto de resquebrajarse. Ahora truenan los relámpagos incendiados por el violín solista, la tormenta de la orquesta ruge y sacude el espacio y vibra a los pies del desgraciado. La carrera se origina con el impulso del bajo que palpita con insistencia y marca las huellas rápidas. La magistral imposición del violinista principal invade, golpea con sus ráfagas de viento helado, y el intenso frío obliga a tiritar e impone el crujir de dientes.
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Ves esta zona de aquí, y me muestra la parte superior del lado derecho de la pintura abierta. Todo el cuadro simboliza los suplicios del pecador. Pero esta parte de aquí, en concreto, es la imagen tópica, la usual, que nos hacemos del infierno. Azufre cayendo en lluvia continua, montañas destruidas y bañadas de oscuridad y gente en un suplicio inenarrable.
En esta zona, indica la parte central con su dedo índice dibujando una elipse, el hielo marca un fuerte contraste con el fuego azufrado, pues dentro de la concepción del infierno como lugar de suplicio eterno, un espacio de hielo es uno de los más horrorosos sitios. Mira aquí cómo se resquebraja y el pobre hombre queda a merced del agua fría.
En esta parte, señala la inferior, está lo que en arte se denomina como el infierno musical, debido a la utilización de instrumentos musicales como símbolos de tortura. Muy usual en ciertos pintores místicos. Ves esta gaita, más acá el laúd, acá está el arpa. Y aquí una flauta, puedes verla.
Le cuestiono si en verdad es así el infierno. Por la ventana noto la noche ya entrada.
Bueno, me dice, la desesperación y el martirio, de seguro que están bien representados por parte del autor, y aquí sobre esta tabla, por parte del imitador, que es, me gusta llamarlo así, un intérprete.
Le pregunto cómo ve el infierno a través de lo que dictamina la sagrada escritura. No responde. Parece sumirse en una reflexión que escapa al momento y a mis dudas. Realmente se está preguntando cómo será el infierno.
El sagrado libro muestra el infierno como un lugar de incandescencia perpetua donde las almas serán arrojadas a los lagos de azufre. Es así como lo capta el pintor en la parte superior de esta obra. De hecho, el profeta lo menciona invariablemente constatando determinadas premisas tales como el fuego que nunca se apaga, el lamento y rechinar de dientes, el castigo eterno.
Habla sin dirigirme la mirada, como conversando consigo mismo.
Desde hace siglos se consideró al fuego y al hielo, es decir al calor y al frío, como los suplicios más atroces en el lugar del castigo perpetuo. Un gran poeta de la antigüedad describe una parte del infierno con la usual lluvia de llamas, y otro segmento, el de los traidores, formado en su integridad por hielo. El demonio, como regente de este espacio de perdición, está incrustado desde la cintura en la helada superficie. Llora con sus seis ojos y agita sus seis alas encolerizadas.
Imagino un infierno de hielo. El Hades sería un paraíso en comparación. Una tortura sin fin en el entumecimiento perenne. Pero lo que tolera ahora mi cuerpo es el calor. Un calor intenso que se prolonga a medida que avanza la enseñanza del padre Misael y que me oprime con el aire cargado por su presencia cercana, tan cercana. Admito sus palabras como una muestra de su sabiduría espiritual. No pretendo molestarlo más con la frivolidad de mis cuestionamientos. Solicito la bendición y me la otorga con mayor fuerza, pues me cincela un sacro beso en la boca.
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Hemos decidido cenar pan, yo un poco de vino y él un vaso de jugo. En la mesa charlamos sobre temas de especial interés para él. Miro sus ojos y mientras le explico determinadas concepciones sobre sentir al santo espíritu palpo el dorso de su mano. Luego dirijo las mías a su rostro. El impacto del rubor roza mi cara. Acaricio sus mejillas y lo beso de nuevo, esta vez de forma profunda.
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Palpita el aborrecible beso que demarcará el itinerario de la traición y el infierno.
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Estoy en su habitación y me señala un pijama beige. Me indica que estoy apto para servir a un representante de Dios en el mundo, que de hoy en adelante seré su auxiliar espiritual. Me explica que la sotana es la única vestimenta sacra que posee el ser humano. Mis nuevas tareas consisten en desvestirlo y colocarle el traje de dormir. Me resulta una ocupación sencilla y accedo gustoso por servir al padre, a un purificado hijo de Dios.
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Sus manos resbalan lentas por mis muslos. Las siento tibias, reparadoras, tan perturbadoras y apacibles. Contengo un gemido. Vibro al notar su respiración en la zona de mi bragadura sin ropa, en la trepidación de mis vellos que se agitan atraídos por la onda de magnetismo de su piel surcando mi piel por el rose de sus dedos castos. Ahora es mi pecho el que se satisface, se regocija en un deleite que no pertenece a este mundo. Mi piel se eriza. Estoy dominado por su tacto. Arrebatado por el contacto de su dermis inmaculada. Los pliegues de mi camisa se agitan al ser desabotonada con lentitud. Chillo sin contemplación alguna, pero él no se detiene. Parece que ha iniciado una tortura de la cual se sabe verdugo y no quiere ver escapar a su víctima. Presencio este segmento de mi existencia como un momento vital. Lo abrazo y lo mantengo así durante un tiempo que no me atrevo a establecer. Soy yo quien inicia la separación. Me viste con una agilidad insospechada. Un sofoco inflama mi cuerpo. Formal, se arrodilla frente a mí y me implora la bendición. Se le doy con un beso en su cabellera espesa. Vislumbro que mi alma no reposará tranquila hasta que satisfaga mi cuerpo. Mi cuerpo no se encontrará satisfecho hasta inicie lo que niega mi alma. No soporto más y aquí acostado me rindo al dulce suplicio del solitario placer. Luego es el vacío. Rezo toda la madrugada por mi salvación.