María Acosta - Las Sombras стр 9.

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-Es la historia de las sombras –protesté molesta por la interrupción, ya que era la segunda.

-¡Te pasas! Y luego hablas que si yo esto o lo otro –dijo Sofía.

-Haced el favor de abreviar lo más posible, ateneos a los hechos, estoy demasiado cansado como para aguantar fantasías.

-¡No son fantasías! Es la pura verdad.

-Vale, pero ya lo contarás otro día. Ahora lo que interesa es…

-¡Pero es que es fundamental, no la puedo dejar de lado!

-Hagamos un pequeño descanso, prepararé más café; mientras, ordenad vuestras ideas.

Casi dos horas llevamos hablando y ninguno ha dormido todavía. Realmente hay veces en que la realidad supera a la ficción, nunca antes me había visto involucrado en un caso como este, ni hubiese soñado que me podría ocurrir. No les oigo hablar, pongo el café al fuego y regreso a la sala. Se han quedado dormidos, no me extraña, les voy a imitar, pero antes comeré algo y apagaré el gas.

Un inglés ¿de vacaciones?

El charter proveniente de Venezuela acababa de aterrizar, en el venía la primera tanda de emigrantes de vacaciones, él también; llamaba la atención por su estatura, era largo y fuerte, su cara morena contrastaba con el pelo castaño claro, miraba de forma directa y su franca sonrisa era su mejor presentación, al instante se pensaba es americano. Pero era inglés. No era la primera vez que hacía este viaje; tampoco era un simple turista con dinero para gastar, aunque resultaba conveniente que la gente lo viese de esa manera. Su equipaje, anodino y vulgar, se componía de una mochila enorme, la cámara de fotos colgada al cuello y un bolso de mano de una agencia de viajes. Cogió un taxi, y dio al conductor la dirección de una pensión ubicada en el centro de la ciudad, cerca de la playa y los jardines, pagó y, cogiendo todos sus bártulos, se dirigió hacia un portal anejo a una tienda de radios, calculadoras, relojes, etc., llamó al timbre:

-¿Quién es?

-Mister Robinson, tengo reservada habitación, ¿OK.?

-Pase-contestó la voz al tiempo que se oía el sonido del portero automático.

Subió por la estrecha escalera hasta el segundo piso donde le esperaba el dueño de la pensión, un hombre bajo, de complexión media y un tanto entrado en carnes, amable, hablaba con un marcado acento gallego. Se conocían desde hacía cuatro años, cuando por primera vez arribó a estas tierras:

-¿Qué tal el viaje, cansado?

-Sí, ¿es la misma habitación? –preguntó mientras firmaba en el registro.

-Por supuesto, la que da a la calle, ¿no?

-No hace falta que me acompañe, por favor avíseme a las doce.

-Vale señor, que descanse.

-Gracias. Buenas noches.

-Buenas noches.

Realmente estaba derrotado, abrió el bolso de mano y sacó de él un pijama de verano azul marino, de esos que vienen con un pantalón corto; se lo puso y sacó su neceser, que fue a colocar en el armario del cuarto de baño, habían tenido el detalle de ponerle una pastilla de jabón y un tubo de pasta dental, era un buen cliente que se pasaba dos meses todos los veranos allí y había que cuidarlo, pensó. Se metió en la cama, al cabo de cinco minutos estaba profundamente dormido.

-La hora, señor Robinson.

-Gracias-contestó al instante ya que hacía lo menos media hora que se había despertado.

El primer día en cualquier lugar estaba dedicado a recorrerlo tranquilamente, a reconocer los sitios y las personas, a tomar contacto de nuevo con la ciudad. Terminó de guardar sus cosas en el armario, cogió la cámara de fotos y diciendo adiós al dueño salió a la calle. Lo primero era desayunar y se dirigió hacia una chocolatería que habían inaugurado dos meses atrás en la calle de Los Olmos, mientras tomaba una taza de espeso y negro chocolate con churros ojeó los periódicos locales. Nada importante ni que le interesase aparecía en ellos. Pagó lo consumido y se levantó. Lo primero era ir a Información y Turismo. Atajó por la travesía de Primavera y llegó a los jardines, el puerto, la dársena y sus barcos. Hizo una buena foto de ellos.

Entró en el pequeño edificio y cogió multitud de folletos que guardó en su bolso de mano. Otra vez aquí para hacer el mismo trabajo, le gustaba y esperaba poder seguir haciéndolo. Decidió encaminar sus pasos hacia el Dique Barrié de la Maza, posiblemente por la tarde fuese a ver el castillo-museo que se encontraba camino del Club Náutico. Se rió para sus adentros, no sólo se comportaba, sino que también pensaba como un típico turista, bien, no debería pensar en otra cosa quien le viese, y nunca se sabía quién podía estar vigilándole. Luego algún conocido de Williams se pondría en contacto con él; siempre alguien diferente, y la mayoría de las veces ocurría de forma aparentemente casual. No quería pensar en eso aunque debía permanecer alerta en todo momento. Hacía bastante calor, teniendo en cuenta que aún estábamos a principios del mes de junio y La Coruña nunca se ha caracterizado por su buen tiempo; esta anómala situación empujaba a la gente a buscar el frescor del agua hasta en los sitios más infectos como los alrededores del dique, donde se veía, a ratos, el agua con bonitos tonos azulados y dorados debido al petróleo. Lo recorrió hasta el final. Aquí siempre soplaba el viento. Encendió un cigarrillo y se quedó mirando el mar, subió a la pequeña rotonda desde donde lanzó otra foto a la bahía. Permaneció un rato mirando los yates. Luego emprendió su marcha y regresó bordeando el Hospital Militar, entró en los Jardines de San Carlos, y, como buen turista, hizo una foto a la tumba de sir John Moore, leyó la poesía a él dedicada y se asomó al mirador de piedra, ¡qué pena que todo aquello estuviera tan mal cuidado! Podía resultar un sitio muy agradable. Miró hacia abajo y vio a dos chavales montados en los cañones que defendieron la ciudad hace siglos de los ataques marítimos. Salió de allí y se adentró en la Ciudad Vieja.

Le gustaba aquella parte de Coruña, su imaginación se desbordaba cada vez que entraba en ella, siempre había sido un romántico, por eso cuando William le propuso el trabajo dijo que sí: puro romanticismo. De cualquier manera, procuraba no dejarse llevar por él muy a menudo, en el pasado había metido la pata frecuentemente debido a ello. La Plaza de María Pita y el Ayuntamiento. Recordó lo ocurrido hace dos años, ¡qué fácil había resultado entrar y salir sin que nadie lo viese!, hizo otra foto. Representaba su papel a la perfección, hizo una pausa en una de las terrazas de los soportales dejándose timar un poco y luego con andar decidido, se internó en la calle de los vinos. Recorrió unas cuantas tascas, comió copiosamente en una de ellas, luego regresó a la pensión pues tenía que escribir una carta y varias postales, una de ellas a Williams. Dedicó al menos una hora a esta labor, escribía rápidamente y con claridad; él mismo echaría las cartas al correo. ¿Qué cara hubiese puesto el encargado de la oficina postal al ver doce postales escritas en otros tantos idiomas? Era un camaleón de la lengua, podía, no sólo hablar a la perfección muchos de esos idiomas sino incluso imitar el acento de cualquier sitio con sólo oír antes una breve conversación. Se adaptaba con una facilidad asombrosa, razón por la cual William lo había reclutado. Siempre había sido un buen imitador. Caminaba pensando en todo lo que había hecho hasta ahora: en el principio, cómo conoció a William, sus primeras misiones, sus éxitos y fracasos, en cómo le engañaron como a un chino y cómo aprendió a no confiar en todo el mundo por sistema; le ocurría automáticamente antes de emprender un nuevo trabajo, no podía evitar pensar en el pasado. Después se dirigió al castillo de San Antón, aún tardarían en abrir así que se metió en la Taberna del botero, se entretuvo jugando una máquina, luego fue a sentarse en los muros, observó cómo la lancha del práctico del puerto guiaba a un ferry. Por fin abrieron, pagó la entrada, más bien simbólica, y se dispuso a visitar la celda en la que estuvo preso su compatriota. Le gustaba aquel sitio, tan inocente, siempre lleno de turistas y de padres con sus hijos. Le gustaban especialmente las fotos antiguas que se exponían en el piso de arriba, se imaginó el castillo cuando todavía no estaba unido a tierra y la única forma de entrada a la ciudad eran aquellas puertas del mar, con sus escudos labrados, llegando los pasajeros de los barcos en botes hasta ellas. Por tradición había tirado una moneda al aljibe y pedido un deseo. En la terraza sacó varias fotos, una pareja de alemanes le pidió que les fotografiase juntos, a su vez él les sacó una sin que se diesen cuenta, nunca se sabía quiénes podían ser: si turistas inofensivos o tal vez…Salió de allí. Su próxima visita sería a la Torre de Hércules, ¿se habría ya instalado su amigo el vendedor de helados?, posiblemente sí. No cogió ningún autobús, disfrutaba caminando, además era la única forma de conocer una ciudad y su gente. Y sobre todo, estaba su contacto; deambular por las calles era la manera de encontrarse, era muy importante el asunto, debía parecer todo producto de la casualidad, esa era la clave del éxito: el azar controlado. ¡Qué horror! ¡Estaba empezando a pensar como William! Era un buen amigo y lo apreciaba, tal vez un poco demasiado estirado para su gusto, y además carecía de imaginación, siempre tan práctico, demasiado con los pies en el suelo; dudaba que algún día fuera a convertirse en uno de esos tipos que parecen maniquíes andantes como lo definía un compañero de trabajo, a él le sobraba imaginación.

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