-Es la historia de las sombras âprotesté molesta por la interrupción, ya que era la segunda.
-¡Te pasas! Y luego hablas que si yo esto o lo otro âdijo SofÃa.
-Haced el favor de abreviar lo más posible, ateneos a los hechos, estoy demasiado cansado como para aguantar fantasÃas.
-¡No son fantasÃas! Es la pura verdad.
-Vale, pero ya lo contarás otro dÃa. Ahora lo que interesa esâ¦
-¡Pero es que es fundamental, no la puedo dejar de lado!
-Hagamos un pequeño descanso, prepararé más café; mientras, ordenad vuestras ideas.
Casi dos horas llevamos hablando y ninguno ha dormido todavÃa. Realmente hay veces en que la realidad supera a la ficción, nunca antes me habÃa visto involucrado en un caso como este, ni hubiese soñado que me podrÃa ocurrir. No les oigo hablar, pongo el café al fuego y regreso a la sala. Se han quedado dormidos, no me extraña, les voy a imitar, pero antes comeré algo y apagaré el gas.
Un inglés ¿de vacaciones?
El charter proveniente de Venezuela acababa de aterrizar, en el venÃa la primera tanda de emigrantes de vacaciones, él también; llamaba la atención por su estatura, era largo y fuerte, su cara morena contrastaba con el pelo castaño claro, miraba de forma directa y su franca sonrisa era su mejor presentación, al instante se pensaba es americano. Pero era inglés. No era la primera vez que hacÃa este viaje; tampoco era un simple turista con dinero para gastar, aunque resultaba conveniente que la gente lo viese de esa manera. Su equipaje, anodino y vulgar, se componÃa de una mochila enorme, la cámara de fotos colgada al cuello y un bolso de mano de una agencia de viajes. Cogió un taxi, y dio al conductor la dirección de una pensión ubicada en el centro de la ciudad, cerca de la playa y los jardines, pagó y, cogiendo todos sus bártulos, se dirigió hacia un portal anejo a una tienda de radios, calculadoras, relojes, etc., llamó al timbre:
-¿Quién es?
-Mister Robinson, tengo reservada habitación, ¿OK.?
-Pase-contestó la voz al tiempo que se oÃa el sonido del portero automático.
Subió por la estrecha escalera hasta el segundo piso donde le esperaba el dueño de la pensión, un hombre bajo, de complexión media y un tanto entrado en carnes, amable, hablaba con un marcado acento gallego. Se conocÃan desde hacÃa cuatro años, cuando por primera vez arribó a estas tierras:
-¿Qué tal el viaje, cansado?
-SÃ, ¿es la misma habitación? âpreguntó mientras firmaba en el registro.
-Por supuesto, la que da a la calle, ¿no?
-No hace falta que me acompañe, por favor avÃseme a las doce.
-Vale señor, que descanse.
-Gracias. Buenas noches.
-Buenas noches.
Realmente estaba derrotado, abrió el bolso de mano y sacó de él un pijama de verano azul marino, de esos que vienen con un pantalón corto; se lo puso y sacó su neceser, que fue a colocar en el armario del cuarto de baño, habÃan tenido el detalle de ponerle una pastilla de jabón y un tubo de pasta dental, era un buen cliente que se pasaba dos meses todos los veranos allà y habÃa que cuidarlo, pensó. Se metió en la cama, al cabo de cinco minutos estaba profundamente dormido.
-La hora, señor Robinson.
-Gracias-contestó al instante ya que hacÃa lo menos media hora que se habÃa despertado.
El primer dÃa en cualquier lugar estaba dedicado a recorrerlo tranquilamente, a reconocer los sitios y las personas, a tomar contacto de nuevo con la ciudad. Terminó de guardar sus cosas en el armario, cogió la cámara de fotos y diciendo adiós al dueño salió a la calle. Lo primero era desayunar y se dirigió hacia una chocolaterÃa que habÃan inaugurado dos meses atrás en la calle de Los Olmos, mientras tomaba una taza de espeso y negro chocolate con churros ojeó los periódicos locales. Nada importante ni que le interesase aparecÃa en ellos. Pagó lo consumido y se levantó. Lo primero era ir a Información y Turismo. Atajó por la travesÃa de Primavera y llegó a los jardines, el puerto, la dársena y sus barcos. Hizo una buena foto de ellos.
Entró en el pequeño edificio y cogió multitud de folletos que guardó en su bolso de mano. Otra vez aquà para hacer el mismo trabajo, le gustaba y esperaba poder seguir haciéndolo. Decidió encaminar sus pasos hacia el Dique Barrié de la Maza, posiblemente por la tarde fuese a ver el castillo-museo que se encontraba camino del Club Náutico. Se rió para sus adentros, no sólo se comportaba, sino que también pensaba como un tÃpico turista, bien, no deberÃa pensar en otra cosa quien le viese, y nunca se sabÃa quién podÃa estar vigilándole. Luego algún conocido de Williams se pondrÃa en contacto con él; siempre alguien diferente, y la mayorÃa de las veces ocurrÃa de forma aparentemente casual. No querÃa pensar en eso aunque debÃa permanecer alerta en todo momento. HacÃa bastante calor, teniendo en cuenta que aún estábamos a principios del mes de junio y La Coruña nunca se ha caracterizado por su buen tiempo; esta anómala situación empujaba a la gente a buscar el frescor del agua hasta en los sitios más infectos como los alrededores del dique, donde se veÃa, a ratos, el agua con bonitos tonos azulados y dorados debido al petróleo. Lo recorrió hasta el final. Aquà siempre soplaba el viento. Encendió un cigarrillo y se quedó mirando el mar, subió a la pequeña rotonda desde donde lanzó otra foto a la bahÃa. Permaneció un rato mirando los yates. Luego emprendió su marcha y regresó bordeando el Hospital Militar, entró en los Jardines de San Carlos, y, como buen turista, hizo una foto a la tumba de sir John Moore, leyó la poesÃa a él dedicada y se asomó al mirador de piedra, ¡qué pena que todo aquello estuviera tan mal cuidado! PodÃa resultar un sitio muy agradable. Miró hacia abajo y vio a dos chavales montados en los cañones que defendieron la ciudad hace siglos de los ataques marÃtimos. Salió de allà y se adentró en la Ciudad Vieja.
Le gustaba aquella parte de Coruña, su imaginación se desbordaba cada vez que entraba en ella, siempre habÃa sido un romántico, por eso cuando William le propuso el trabajo dijo que sÃ: puro romanticismo. De cualquier manera, procuraba no dejarse llevar por él muy a menudo, en el pasado habÃa metido la pata frecuentemente debido a ello. La Plaza de MarÃa Pita y el Ayuntamiento. Recordó lo ocurrido hace dos años, ¡qué fácil habÃa resultado entrar y salir sin que nadie lo viese!, hizo otra foto. Representaba su papel a la perfección, hizo una pausa en una de las terrazas de los soportales dejándose timar un poco y luego con andar decidido, se internó en la calle de los vinos. Recorrió unas cuantas tascas, comió copiosamente en una de ellas, luego regresó a la pensión pues tenÃa que escribir una carta y varias postales, una de ellas a Williams. Dedicó al menos una hora a esta labor, escribÃa rápidamente y con claridad; él mismo echarÃa las cartas al correo. ¿Qué cara hubiese puesto el encargado de la oficina postal al ver doce postales escritas en otros tantos idiomas? Era un camaleón de la lengua, podÃa, no sólo hablar a la perfección muchos de esos idiomas sino incluso imitar el acento de cualquier sitio con sólo oÃr antes una breve conversación. Se adaptaba con una facilidad asombrosa, razón por la cual William lo habÃa reclutado. Siempre habÃa sido un buen imitador. Caminaba pensando en todo lo que habÃa hecho hasta ahora: en el principio, cómo conoció a William, sus primeras misiones, sus éxitos y fracasos, en cómo le engañaron como a un chino y cómo aprendió a no confiar en todo el mundo por sistema; le ocurrÃa automáticamente antes de emprender un nuevo trabajo, no podÃa evitar pensar en el pasado. Después se dirigió al castillo de San Antón, aún tardarÃan en abrir asà que se metió en la Taberna del botero, se entretuvo jugando una máquina, luego fue a sentarse en los muros, observó cómo la lancha del práctico del puerto guiaba a un ferry. Por fin abrieron, pagó la entrada, más bien simbólica, y se dispuso a visitar la celda en la que estuvo preso su compatriota. Le gustaba aquel sitio, tan inocente, siempre lleno de turistas y de padres con sus hijos. Le gustaban especialmente las fotos antiguas que se exponÃan en el piso de arriba, se imaginó el castillo cuando todavÃa no estaba unido a tierra y la única forma de entrada a la ciudad eran aquellas puertas del mar, con sus escudos labrados, llegando los pasajeros de los barcos en botes hasta ellas. Por tradición habÃa tirado una moneda al aljibe y pedido un deseo. En la terraza sacó varias fotos, una pareja de alemanes le pidió que les fotografiase juntos, a su vez él les sacó una sin que se diesen cuenta, nunca se sabÃa quiénes podÃan ser: si turistas inofensivos o tal vezâ¦Salió de allÃ. Su próxima visita serÃa a la Torre de Hércules, ¿se habrÃa ya instalado su amigo el vendedor de helados?, posiblemente sÃ. No cogió ningún autobús, disfrutaba caminando, además era la única forma de conocer una ciudad y su gente. Y sobre todo, estaba su contacto; deambular por las calles era la manera de encontrarse, era muy importante el asunto, debÃa parecer todo producto de la casualidad, esa era la clave del éxito: el azar controlado. ¡Qué horror! ¡Estaba empezando a pensar como William! Era un buen amigo y lo apreciaba, tal vez un poco demasiado estirado para su gusto, y además carecÃa de imaginación, siempre tan práctico, demasiado con los pies en el suelo; dudaba que algún dÃa fuera a convertirse en uno de esos tipos que parecen maniquÃes andantes como lo definÃa un compañero de trabajo, a él le sobraba imaginación.