Guido Pagliarino - Un Giro En El Tiempo стр 6.

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“Bocchini, ¿piensas que querían enviar fotos y películas a Inglaterra?”

“La sospecha me parece correcta, Duce”.

“... Y ahora mismo Marconi está embarcado haciendo experimentos. ¿En qué zona se encuentra su barco?”

“El almirante está volviendo del Océano Índico a través del Mar Rojo, pero sabemos por él mismo, a través de la radio, que echará el ancla varias veces para realizar otros experimentos que tiene programados”.

“No podemos pedirle que vuelva, sus experimentos son siempre fundamentales para Italia, pero en cuanto esté en la patria le llamaré. Entretanto, mantenme informado constantemente de todas las novedades con respecto a esa aeronave extranjera, telefonéame aunque sea a Villa Torlonia20 si lo estimas necesario, pero sin fallos en caso de otro avistamiento de aeronaves extrañas. Adiós Bocchini y... ¡Muy bien!”.

Mussolini había ordenado de inmediato a los servicios secretos militares prestar especial atención a Gran Bretaña, pero sin ignorar a las demás naciones industriales anglófonas, e indagar en particular sobre aviones en forma de disco, máquinas cinematográficas sin película y aparatos de radio sin válvulas capaces de enviar imágenes.

Esa misma tarde, poco antes de abandonar el despacho y volver a Villa Torlonia, el Duce había dispuesto, siguiendo un impulso, como era habitual en él, llamar de China a su yerno Gian Galeazzo Ciano, conde de Cortellazzo y Buccari que, como cónsul plenipotenciario, residía en Shanghai con su mujer, la condesa Edda, nacida Mussolini: Se le había metido de repente en la cabeza la idea de nombrarle jefe del Gabinete de Prensa, el órgano romano encargado del control y guía de los medios de comunicación, con la ayuda de Bocchini y la Stefani, trayéndose así “directamente a casa”, había dicho a su esposa Rachele cuando había entrado a cenar, la dirección de la supervisión de la información.21 Su consorte solo había murmurado, y no por primera vez, acerca de aquel azidèint d’ànder in cà,22 ambicioso y además con aquel vozarrón un tanto masculino: ¡ya ves, no te gustaba mucho, ya ves!

Al final de la mañana del 14 de junio Annibale Moretti, una vez en casa, había tenido la infausta idea de contar a sus familiares la verdad sobre el disco y por la tarde su único hijo, un chico de diecinueve años a punto de hacer el servicio militar, había tenido la pésima iniciativa de hablar con sus amigos en “Il Rebecchino”, el trani del pueblo donde se reunían, entre otros, los braceros de su padre, en un tiempo comunistas radicales que odiaban a su padre, luego sometidos por la fuerza al régimen y finalmente seducidos por Mussolini, como tantos otros proletarios rurales e industriales, con ciertas ventajas que les concedieron como un círculo de formación y las excursiones del Istituto Nazionale del Dopolavoro, o como las residencias y las colonias marítimas y de montaña para los hijos pequeños. Los braceros de Moretti, debido a sus lenguas largas y su irrefrenable envidia hacia el patrón, la cual a pesar de la sumisión consolidada al fascismo seguía necesitando desfogarse, habían contado a la mañana siguiente por todas partes empezando, por los guardias civiles, que su patrón había dicho mentiras como casas, porque no había visto una piedra plana, sino un aeroplano enemigo en forma de disco que había caído junto a sus campos. En resumen: ¡catacrac! Annibale Moretti había sido detenido e internado en un manicomio: se hizo de tal manera que todos supieran que el pobrecito estaba loco y era por su bien que la autoridad actuara para curarlo, ya que confundir piedras con aviones solo podía crear complicaciones internacionales y, en resumen, era un pobre chalado y dejarlo en libertad era un peligro, para él y para todos. En cuanto al hijo, aunque, igual que su madre, se había guardado de comentar con nadie el internamiento de su padre, había recibido, pocos días después, un poco antes de tiempo, la carta de reclutamiento y había acabado en un batallón de gastadores del Genio, del cual había salido un mes después hecho pedazos dentro de una caja metálica sellada a causa de un desgraciado accidente en la formación debido a la impericia del recluta Moretti en el uso del explosivo: tal vez fuera verdad, pero el corazón de la madre albergaba la sospecha de una desgracia realizada por algún esbirro del régimen infiltrado entre las filas; sin embargo permanecía callada sin presentar denuncia y tampoco la Procuraduría Militar había tratado de hacer averiguaciones por su cuenta. Se había dejado en paz a la señora Moretti y esta había recibido inmediatamente una pequeña pensión: No se le había molestado, no solo porque había permanecido callada, sino también principalmente porque, en aquel tiempo, las mujeres se consideraban poca cosa, y nada en absoluto si pertenecían al pueblo ignorante, por lo que a las afirmaciones de una pueblerina semianalfabeta se les habría dado el mismo crédito que el que se habría dado al cacareo de una gallina.

Del pobre marido “fascista veterano” se había perdido la pista durante un tiempo, siendo transferido de un manicomio a otro, hasta que un día, en enero de 1934 llegó una postal a casa: no una carta, ya que así los empleados de correos del pueblo podían leerla y cabía esperar que la divulgaran, como acabó pasando. Con esa postal se avisaba a la señora Moretti de que su pobre consorte había muerto en Cerdeña en un hospital a causa de una pulmonía y se pedía permiso para sepultarlo de inmediato en el camposanto local o, si lo quería la familia, ir allí para llevárselo al cementerio de su tierra. La esposa debía haber contestado a los cinco días de la fecha de envío si hubiera querido trasladar los restos del consorte y en caso contrario el silencio se consideraría como aceptación de la inhumación en la isla. Ya habían pasado los cinco días, casi con seguridad Moretti había sido enterrado, así que la viuda había renunciado a actuar, considerando también la dificultad, para una mujer sola e ignorante, de ir a Cerdeña, proceder a la exhumación y hacer mandar el féretro al pueblo lombardo.

Mussolini, que había dormido estupendamente toda la noche, entró a las 7 de la mañana del 15 de junio de 1933 en el cuarto de baño para las actividades normales después de despertar y había tomado una de sus súbitas decisiones mientras estaba orinando.

Al llegar al despacho, eran las 8 horas y 10 minutos, había convocado, ¡en una hora!, al ministro de educación nacional, Francesco Ercole, y al de guerra, Pietro Gazzera23: lo que había presentado también interesaba a los ministerios de asuntos exteriores24 y de interior, pero estaban a cargo del propio Mussolini provisionalmente; sin embargo había hecho venir al subsecretario de interior, Guido Buffarini Guidi, ya que, en la práctica, este dirigía aquel ministerio.

Exactamente 45 minutos después, los dos ministros y el subsecretario, a través de la puerta de doble hoja del despacho-salón previamente abierta de par en par por un criado, desde la que se veía el escritorio y el sillón del jefe de gobierno, que se encontraban casi al fondo de la parte opuesta del espacio, habían entrado al mismo tiempo y se dirigían a paso ligero hacia del Duce, hombro con hombro, según una recientísima disposición de Mussolini en persona; entretanto el criado cerraba tras ellos la puerta: oficialmente la orden de apresurarse tenía como justificación reducir el tiempo dedicado a las audiencias, principalmente para que el Gran Jefe se ocupara de otros asuntos; pero sobre todo a Mussolini le gustaba muchísimo ver a aquellos señores con camisa y chaqueta negra obedeciéndole ridículamente: en junio de 1935 incluso haría saltar gimnásticamente a toda su jerarquía los círculos de fuego durante el llamado “sábado fascista” o, más exactamente, durante la tarde de ese mismo día, dedicado a la gimnasia y la educación militar, algo que debían preocupar nada menos que a todos los italianos. Ya el hecho de recorrer caminando la larga sala, con el Duce impertérrito al fondo junto al escritorio presidencial, con los brazos cruzados, la mandíbula altiva y los ojos dirigidos a los ojos del convocado de turno o pasando de uno a otro de los congregados cuando eran más de uno, como en nuestro caso, habrían causado una notable incomodidad, pero pasar el salón a paso ligero domesticaba a todos y los hacía dóciles cuando ya llegaban a la altura del Duce. Después de recibir las órdenes, los convocados debían saludar a la romana al jefe supremo, girar sobre sus talones y, siempre a paso ligero, hop, hop, salir por la puerta abierta entretanto por el ujier al que Mussolini había avisado previamente pulsando un botón sobre el escritorio en cuanto estos le habían dado la espalda. No quería, en el fondo, tener colaboradores, aparte del fiel Bocchini, sino simplemente marionetas.

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