Guido Pagliarino - Un Giro En El Tiempo стр 10.

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Los encargados de las comunicaciones de la nave 22, sin descomponerse, aunque, como todos, con el ánimo por los suelos, y sin necesidad de recibir las órdenes de la comandante, habían activado, sin decir ni una palabra, uno de los traductores automáticos de a bordo, que eran bidireccionales y, con la excusa de que la palabras no habían llegado con claridad, habían solicitado que las repitieran. Se había recuperado la comunicación con Roma, expresada en inglés internacional, a través del traductor de la computadora: se trataba de órdenes normales de servicio por parte de los encargados del tráfico astroportuario. Se habían seguido al pie de la letra pero aunque la disciplina del personal a bordo, aprendida en las academias por los oficiales y los suboficiales del Cuerpo Astronáutico, había evitado tropiezos y tal vez problemas, los corazones de todos latían con fuerza.

La comandante había hecho que las videocámaras de la cápsula 22 tomaran imágenes cercanas de la Tierra desde la órbita en que giraba la aeronave, evitando lanzar satélites exploradores a otras órbitas para que nadie sospechara en la Tierra, dado que no esto habría estado conforme con la práctica de reentrada.

Después de reflexionar y consultar con el primer oficial, capitán Marius Blanchin, un parisino de treinta años y metro noventa, flaco, de pelo rojo y ojos verdes heredados de su madre irlandesa, Margherita había decidido descender personalmente al astropuerto para una inspección directa, para tratar de comprender un poco mejor la situación antes de asumir otras iniciativas. Como no conocía el alemán, aunque tenía un traductor incluido en el micropersonal, había pedido a Valerio Faro que la acompañara, dado que este entendía y hablaba ese idioma con fluidez, pues lo había estudiado a fondo en su momento, para su trabajo de fin de carrera en Historia de las Doctrinas Económicas y Sociales, centrada en las obras del alemán Karl Marx, y lo había usado posteriormente para otras investigaciones históricas: Margherita juzgaba que, en caso de que fuera necesario expresarse en alemán cara a cara con alguien, sería oportuno que hablara directamente alguien que conociera bien la lengua, sin hacerlo a través de instrumentos, reduciendo así el riesgo de ser descubiertos.

Entretanto, usando uno de los traductores automáticos de a bordo, la comandante había pedido a Roma autorización para tomar tierra con una disco-lanzadera. Se la habían concedido sin problemas. En Margherita se había reforzado la idea, que ya le había venido al constatar que no había habido tropiezos en tierra, de que la comandancia del astropuerto sencillamente conocía la misión.

Un tal Paul Ricoeur, soldado del pelotón de Infantería de Astromarina que había sido asignado a la aeronave con responsabilidades de protección, había ocupado su puesto en el disco junto a la comandante, Valerio Faro y la piloto sargento Jolanda Castro Rabal. Cada uno de los cuatro llevaba consigo un paralizador individual.

Al llegar a tierra habían visto, asombrados, que en el mástil que remataba la torre del astropuerto de Roma ondeaba la bandera de la Alemania nazi, en lugar del habitual azul turquesa con estrellas doradas dispuestas en círculo de los Estados Confederados de Europa.

La comandante había ordenado a la piloto: “Jolanda, quédate en el disco, mantente en estado de preascenso y estate lista para despegar”, tras lo cual había desembarcado con los demás. Entraron en el edificio del astropuerto. Aquí el trío se había topado con diversos símbolos nazis; entre otros, habían encontrado un gran bajorrelieve conmemorativo que homenajeaba a “Adolf Hitler I, Duce y Emperador de la Tierra y Conquistador de la Luna” y, oyendo hablar en alemán a las personas con las que se cruzaban y viendo a algunas saludarse con el brazo en alto, como en el Tercer Reich, los tres habían verificado sin ninguna duda que se encontraban en una sociedad políticamente muy distinta de la suya, en la que no había espacio para la democracia viva que habían dejado cuando partieron, sino que en ella dominaba el nazismo.

Mientras el pequeño grupo volvía sobre sus pasos, Margherita había susurrado vacilante a sus dos compañeros: “Podría tratarse de un problema desencadenado por nosotros mismos debido a un mal funcionamiento del dispositivo Cronos”.

Apenas llegados a bordo de la lanzadera, había ordenado a la piloto la vuelta a la nave.

En los pocos minutos necesarios para llegar a la aeronave, el pensamiento de todos se había dedicado a las respectivas familias; si habrían podido encontrar a sus seres queridos e incluso si existirían: Margherita había dejado en nuestra Tierra padre, madre y una hermana menor, también ingeniera, pero civil, y con un estudio profesional; Valerio a su mamá, un hermano casado y dos sobrinos; la piloto, a su marido; el soldado, a su esposa y una hija.

Solo era seguro que aquel desorden temporal no había afectado a la tripulación ni a los pasajeros de la cronoastronave, porque ninguno se había englobado, ni siquiera psicológicamente, en la nueva sociedad nazi.

La comandante se proponía recoger, tan pronto como estuviera a bordo, noticias de esta nueva y desconocida Tierra alternativa conectándose a un archivo histórico a través de una de las computadoras principales de la nave, pero con precaución.

En el momento de salir del disco en el astrohangar, Valerio Faro le había dicho: “Margherita, he estado pensando y tal vez te equivocas: el problema puede haberse debido, no a nuestra nave al volver, sino a una cápsula de exploración en el pasado y tal vez no nos haya influido debido a la lejanía de la Tierra de la 22 durante el cambio histórico”.

“Hmm…”, había reflexionado ella murmurando.

Él había continuado: “Margherita, a pesar de las grandes cautelas que impone la ley para los viajes al pasado de la Tierra, no puede existir la certeza absoluta de que no se haya modificado el futuro. ¿Qué crees? ¿No es tal vez posible que los daños provengan de la cápsula 9? Te acuerdas, ¿no? ¿Que solo un par de días antes de que iniciáramos el vuelo hacia 2A Centauri había saltado a la Italia de 1933, con el equipo histórico del profesor Monti?”

“Tal vez tengas razón”.

Efectivamente, aunque hasta entonces ninguna misión histórica había interferido con los acontecimientos de la Tierra, habiendo respetado todas siempre las órdenes gubernativas de no injerencia, un accidente no era sin embargo del todo imposible, hasta el punto de que, como recordaba la historia, la primera cronoexpedición histórica había podido crear un problema temporal: uno de los discos, mientras se encontraba en 1947 en una exploración a baja cota sobre Nuevo México, fue avistado y atacado por una formación de bombarderos de la USAF y dañado poco después por baterías antiaéreas de la aviación militar situadas cerca de allí. La lanzadera, dañada, tuvo que aterrizar en una localidad desértica cerca de Roswell y los cuatro ocupantes fueron embarcados rápidamente en otro disco y puestos a salvo. No se había producido ningún desorden temporal solo gracias a un dispositivo particular del que estaban dotados todas la lanzaderas y que el piloto había activado antes de abandonarla: un dispositivo que había fundido todas las partes útiles para posibles trabajos de ingeniería inversa, por lo que la chatarra recuperada no había podido servir a las fuerzas armadas de Estados Unidos.

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