Guido Pagliarino - La Furia De Los Insultados стр 11.

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Vittorio D’Aiazzo ordenó al comandante parar el auto y a los agentes portar dos ametralladoras, mientras él mismo llevaba a la espalda una tercera. El trío se armó, apuntado a los granaderos enemigos y, a la orden del superior, disparó sin parar a pesar del riesgo de que las armas se encasquillaran. Los tres ametralladores improvisados eliminaron al pelotón adversario, cuyos hombres no tuvieron tiempo de darse la vuelta contra el blindado italiano usando la MG con sus balas perforantes, que habrían podido deshacer la débil protección del auto italiano y, sobre todo, no pudieron lanzar una bomba anticarro con un Panzerfaust que llevaban.

Después de la matanza de alemanes, el blindado reemprendió la marcha, lentamente, y sobrepasó, serpenteando, a los muertos y los vehículos enemigos. Debido al espacio insuficiente apartó por la fuerza una camioneta. A una cuarentena de metros los patriotas supervivientes, ya solo seis, ninguno de las cuales estaba herido, salieron de los escombros al descubierto andando hacia el blindado: eran cinco hombres y una mujer delgada y pequeña que no mostraba más de dieciocho años y tenía en su rostro una expresión de desprecio. En el blindado, a una decena de pasos del pequeño grupo, Vittorio ordenó detenerse. Bajó con tres de los suyos, dejando a bordo al comandante con la radio. Los policías y los partisanos se ocuparon de los italianos en el suelo, dieciséis, ninguno de los cuales daba ninguna señal de vida: seis de ellos estaban en condiciones horribles, cuatro casi partidos en dos por las balas de la MG, al quinto le faltaba el rostro, sustituido por una cavidad sangrienta, el sexto privado de la bóveda craneal, donde se podía ver el cerebro mientras le salía de la nariz materia cerebral que se había posado en boca y mentón. La joven, habiendo tenido a este último a su lado durante el combate, contó a D’Aiazzo que el cerebro del hombre había palpitado unos momentos después de sufrir aquel golpe devastador. Impasible, concluyó así su espeluznante relato:

—No sé si estaba todavía consciente, porque estaba inmóvil, pero creo que sí.

—¡Yo espero que no! —le respondió el subcomisario con desagrado, molesto no tanto por la macabra descripción, sino por la frialdad que mostraba la joven.

Uno de los italianos muertos llevaba en bandolera una pequeña bolsa de arpillera con una radio estadounidense Motorola Handie-Talkie SCR536 de un solo canal, ligera, pero no potente. La joven, siempre sin mostrar sentimientos, se la quitó el difunto y se la puso en bandolera. Luego revisó, uno a uno y con gran atención, los cadáveres de los alemanes y, al acabar la inspección, su cara se oscureció.

Vittorio ordenó sacar del trípode y llevarse la mortal ametralladora MG con sus ristras de balas y explicó que, una vez desmontada de soporte, esa arma podría usarse bastante bien como fusil ametrallador, gracias a su peso no excesivo, apenas una docena de kilos, y a su doble pie desplegable guardado debajo del cañón. Fue la joven, abandonando su fusil Garand, la que se la quedó, diciendo que sabía cómo usarla. Tomó dos ristras de balas de la MG y se las puso en bandolera y colocó la ametralladora en la parte derecha de su espalda, balanceándola por el cañón con la mano.

D’Aiazzo tomó el funesto Panzerfaust y preguntó:

—¿Alguno de vosotros sabe usar esto?

Obtuvo un sí de uno de los seis que, a pesar de estar vestido de civil, dijo que era granadero, precisando que había sido «sorprendido aquí en Nápoles por el armisticio».

Un rato después, el comandante se asomó por la ventanilla del blindado y comunicó al superior que había oído, desde la radio de la comisaría, la noticia de que, a través del teléfono, una voz femenina había llamado a su centralita denunciando que los alemanes estaban ametrallando las casas de la Plaza de la Caridad.

Vittorio decidió intervenir. Dado que el blindado podía acoger hasta seis personas, ofreció a la joven ir con ellos. Esta lo rechazó y, dada la urgencia, no insistió en la invitación, dio la orden de subir a sus hombres y, tras entrar en último, ordenó al comandante dirigirse al objetivo.

Entretanto, muchos otros policías estaban saliendo de la comisaría para enfrentarse a los alemanes: había quien salía a pie por el portal o una puerta secundaria, otros por el paso de carruajes sobre camiones, camionetas, autocares o a bordo de los dos autos blindados restantes. La mayoría llevaba mosquetes ’91 del siglo pasado, alguno llevaba en bandolera una metralleta moderna MAB,24 y muchos llevaban en bolsas en bandolera bombas SRCM o granadas lacrimógenas. Los destinos de todos esos policías eran muy diversos. En particular, después de órdenes precisas del comisionado Pelluso, un pelotón, en el cual algunos hombres vestían de civil y la mayoría portaba uniforme, se dirigió sobre un autocar largo marca OM hacia la Plazuela del Nilo, solo distante un kilómetro de la Via Medina: sobre ese camión, en el puesto de copiloto, iba también el presunto sargento mayor Gennaro Esposito.

El blindado al mando de D'Aiazzo volvió a partir, retumbando y petardeando, llevando detrás a los seis patriotas a pie. El comandante Bennato lo conducía lentamente, no solo por la vetustez del vehículo, sino para que los partisanos a pie, a los que servía un poco de baluarte, pudieran seguir el camino sin cansarse. Después del primer centenar de metros, uno de los seis, tras considerar la complexión diminuta de la joven, le ofreció cambiar la pesada MG por su fusil, pero ella se negó, molesta, diciendo con la boca torcida «Naah», lo que, vistas sus intenciones, debía significar que no.

Al acercarse a la Plaza de la Caridad, los once patriotas empezaron a oír los tableteos de las ráfagas de ametralladora. Tras dos minutos, llegaron a sus oídos ruidos de metralleta seguidos por una detonación. Después de otro par de minutos, volvieron a sonar ráfagas de ametralladora cuyo crepitar se hacía cada vez más fuerte, al irse acercando el blindado, ya casi junto a la plaza: era indudable que se estaba disparando allí.

Vittorio ordenó a Bordin y a los agentes tomar las metralletas y estar preparados para disparar a su orden. Por su parte, se colocó detrás de una ranura en la proa para observar el exterior, listo para ordenar hacer fuego.

Capítulo 6

El blindado llegó al paso desde la Vía Cesare Battisti a la Plaza de la Caridad.

El tanque alemán apareció en la aspillera de proa, plantado inmóvil a unos cuarenta metros a 45 grados a la derecha del vehículo italiano: era un carro Panther con una formidable coraza de 110 milímetros, armado con un cañón del 75 y dos ametralladoras MG, una en la torreta y otra en el cuerpo principal delantero, que hasta hacía poco habían estado vomitando fuego. Casi parecía una bestia descansando después de un gigantesco esfuerzo. Era evidente por qué se había producido esa fatiga, ya que en el suelo yacían multitud de cuerpos ensangrentados de civiles de ambos sexos y todas las ventanas de los edificios que rodeaban la plaza estaban hechas añicos, mientras que los muros mostraban profundas mellas. Se podía apreciar, a la vista de un todoterreno Kübelwagen semidestruido todavía humeante y de cuatro cadáveres carbonizados, uno dentro y tres en el suelo, que llevaban los cascos de la Wehrmacht ennegrecidos, que la represalia del carro alemán era posterior a un ataque contra el todoterreno con cócteles Molotov.

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