âNo, no, lo evitaré. Y⦠me decÃas que tenÃa que ayudarosâ¦
â⦠presentarás en nuestro nombre una demanda civil en el Tribunal de La Haya y, gracias a toda la documentación que hemos incluido en la computadora y a lo que recogerás en persona sobre nuestro planeta, como experto del derecho que eres, obtendrás con seguridad una sentencia que nos rehabilitará en vuestro mundo.
âEs magnÃfico, pero habÃa pensado⦠¡Iba a retirarme! Y noto dentro una fuerzaâ¦
âEs evidente, tienes de nuevo una salud perfecta.
âNunca me habÃa sentido tan motivado, casi deseoso de profundizar, tan⦠tan completo. ¡Ah! Tengo que anular la cita⦠âMiro su reloj de pulseraâ. ⦠No, es ya la una menos cuarto, los empleados se habrán ido a comer.
â⦠¿Los empleados?
âLos empleados de un notario con el que tengo una cita pasado mañana, reunión que tengo que anular, pero lo haré esta tarde. Estoy tan nervioso que no tengo hambre: ¿te parece que empieces a enseñarme como se usa tu computadora? Bueno, tal vez tú tengas hambre.
âComeré luego. Después de todo, la espera aumenta el apetito. â Y le sonrió amablemente.
La expresión que apareció en ese rostro monstruoso, le pareció a sin embargo a Osvaldo únicamente ridÃcula: a duras penas pudo contener una carcajada. Luego dijo al orco con verdadera simpatÃa a pesar de la fealdad de su huésped:
âGracias. QuerrÃa ponerme a la tarea desde ahora mismo⦠amigo. âMiró finalmente a los ojos al alienÃgena y descubrió que mostraban una luz de bondad que muy raramente habÃa encontrado en sus semejantes.
Dos dÃas después, en el despacho del notario Tommaso Q., este y Lamberto N. estaban esperando la llegada de Osvaldo, ya impacientes al haber pasado treinta minutos de la hora de la cita.
âNo habrá encontrado dónde aparcar âsupuso el notarioâ. En esta zona no es fácil.