âVen, vamos a buscar hierbas para quemar.
âHabÃa comprendido que el programa era distinto.
âVen a la huerta, hay hierbas aromáticas.
Edoardo la siguió, divertido. Le gustaba esa chica, esa mujer. Y, cuando era misteriosa, le atraÃa todavÃa más.
âAnda, toma: un ajo, un cebollino, menta, una ramita de romero, verbena, un poco de ruda y, por supuesto, hipérico, que crece espontáneamente en los bordes de mi jardÃn.
â¿Hipérico?
âSÃ, la hierba de San Juan, para ahuyentar a los diablos.
Carlotta le frotó las flores en la nariz. Se quitó las sandalias y siguió andando descalza. Edoardo estaba fascinado por esa imagen, que lo excitaba. SabÃa que no llevaba ropa interior, y se la imaginaba desnuda bajo la falda. La camiseta blanca dejaba entrever unos senos bastante grandes y sostenidos. Los pezones, que se habÃan endurecido, se estampaban insolentes contra la tela ligera. Su manera de andar sin las sandalias le daba un aire selvático que lo embrujaba.
âAcércate âdijo Carlotta.
â¿Por qué quemas las hierbas?
âPara que sigamos teniendo buena salud, realicemos nuestros deseos y ahuyentemos a los diablos. Todos menos uno.
Se rio, pero estaba seria. Al menos, él tuvo la sensación de que hablaba con ligereza de cosas importantes.
Carlotta habÃa cogido la mano de Edoardo y se habÃa sentado en la hierba con las piernas cruzadas, como los indios. Le invitó a que se sentara igual que ella, a su lado. Lentamente, cogÃa las hierbas del racimo y las tiraba al fuego. Después dijo, o más bien recitó:
âPido que no se canse de mÃ, pido que me busque siempre, pido que no tenga más mujeres que yo.
Edoardo no dijo nada. Daba pequeñas caladas al cigarrillo, dejándose envolver en su aroma del humo. La miraba fascinado y ligeramente asustado. La mujer, cuyo semblante estaba iluminado por las llamas de la hoguera, parecÃa estar envuelta en un aura misteriosa, y la atmósfera lo tenÃa intrigado.
âPido que se cierre el cÃrculo. Pido que se acabe la persecución y que sea libre de amar âcontinuó Carlotta, tirando las últimas hierbas en las llamas.
Edoardo no entendÃa el sentido de esas palabras, pero sintió cómo la atracción por ella se extendÃa por todo él. Tiró el cigarrillo a la llama de la hoguera, la abrazó y la besó, mucho rato. Degustó sus labios, su lengua. Le besó el cuello y los hombros. Le acarició el rostro, los costados. La hizo tumbarse sobre la hierba al lado del fuego, le levantó la falda y siguió besándola el vientre y los muslos. Le desabrochó la camisa y besó sus senos y sus pezones. Se puso de pie, se quitó los zapatos y la camiseta y se bajó los pantalones y el bóxer.