Armando Palacio Valdés - La Espuma стр 23.

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Por lo demás, su fondo era tímido. Este defecto, en vez de corregirse con la felicidad casi nunca interrumpida de sus éxitos, se aumentaba cada día. La avaricia es medrosa y suspicaz. Salabert era cada vez más avaro. Además, con los años, el pesimismo va penetrando en el espíritu del hombre. Acostumbrado a grandes resultados en sus especulaciones, nuestro banquero juzgaba deplorable el negocio en que no percibía pingües ganancias. Si por acaso no obtenía ninguna o había leve pérdida, creía el caso digno de ser lamentado largamente. Así que, sin el concurso de Llera, sin su carácter osado y su imaginación fecunda en invenciones, el duque de Requena haría ya tiempo que no se aventuraría en un negocio de mediana importancia. En cambio, lo que había perdido de inventiva y audacia habíalo reemplazado por un tacto y habilidad verdaderamente pasmosos, un conocimiento de los hombres que sólo la edad y una atención constante pueden lograr. En tal sentido puede decirse que Llera y él se completaban a maravilla. Esta sagacidad y este conocimiento del corazón humano llegaban en Salabert a pecar de excesivos; esto es, se pasaba de listo en ocasiones. En su trato con los hombres, mirándoles siempre del lado de los intereses materiales, había llegado a formarse tan triste idea de ellos, que resultaba monstruosa y le expuso a serios percances. Quizá lo que veía en los otros no era más que el reflejo de su propia imagen como nos sucede a todos los humanos. Para él no había hombre ni mujer incorruptibles. Un poco más caras o un poco más baratas las conciencias, todas estaban a la venta. En los últimos años el soborno llegó a ser en él una manía. Si tropezaba con personas que no se dejaban comprar, nunca imaginaba que lo hacían de buena fe, sino porque se estimaban en mayor precio del que ofrecía. Era una de las tareas más pesadas de Llera arrancarle de la cabeza los proyectos de soborno cuando recaían en hombres que sin duda habían de rechazarlos con indignación. Si tenía un pleito, lo primero que pensaba era cuánto dinero iban a costarle los magistrados que habían de fallarlo. Si estaba interesado en un expediente gubernativo, separaba in mente la cantidad que debía destinar al ministro o al subsecretario o a los consejeros de Estado. Desgraciadamente este lápiz negro que tenía siempre en la mano para tiznar el rostro de la humanidad, se empleaba con resultado positivo en bastantes ocasiones.

El duque de Requena ni tenía sentido moral ni nunca lo había conocido. Su vida de granuja anónimo en Valencia, estaba señalada por una serie de travesuras y mañas chistosas, por una fecundidad tan grande en trazas para sacar al prójimo su dinero, que lo hicieron digno émulo del Lazarillo de Tormes, El pícaro Guzmán de Alfarache y otros héroes famosos de la novela española. Por cierto que antes de ir adelante conviene expresar que un grupo de socios del Ateneo había puesto a Salabert el sobrenombre de El pícaro Guzmán con que le conocían. Pero este apodo no salió del círculo de amigos. Mejor éxito tuvo una frase del presidente del Consejo de Ministros explicando las iniciales del duque. Decía que a estas iniciales A.S. debía ponérseles signo de admiración para que dijeran: ¡A Ese!

Contábase con visos de verosimilitud que en Cuba, adonde había ido a buscar fortuna, compró un tabernucho en los arrabales de la Habana, con todo su mobiliario, incluyendo en él una negra destinada a su servicio. Esta negra, durante los años que tuvo aquel comercio, fué su criada, su ama de gobierno, su dependiente y su concubina. De ella tuvo varios hijos. Cuando hubo ahorrado algunos miles de duros para restituirse a España, liquidó sus cuentas vendiendo la taberna, el mobiliario, la negra. ¡y los hijos!

Luego comenzaron los equipos para la tropa, los negocios de tabacos, la subasta de carreteras, cediéndolas unas veces con primas, otras construyéndolas sin las condiciones exigidas por el contrato, los empréstitos al Gobierno, etc., etc. En todos ellos desplegó nuestro negociante su rara sagacidad, su talento positivo y un "órgano de la adquisividad" tan poderoso, que con razón le hicieron célebre entre los personajes de la banca.

No era antipático su trato. Al revés de casi todos los que aspiran a las riquezas o al poder, ni era fino en los modales ni meloso en las palabras. Era más bien brusco que cortés; pero sabía admirablemente distinguir de personas y se suavizaba cuando hacía falta. Esta misma tosquedad nativa servíale para disfrazar lo astuto y sutil de su pensamiento. Parecía que aquel exterior burdo, rústico, aquellos modales exageradamente libres y campechanos no podían menos de guardar un corazón franco y leal. Era (por fuera nada más) el tipo acabado del castellano viejo, honradote, sincero e impertinente. Hablaba poco o mucho según le convenía, se expresaba con dificultad real o fingida (que esto nunca llegó a averiguarse), tenía de vez en cuando salidas chistosas, aunque siempre tocadas de grosería, y solía decir en la cara algunas cosas desagradables que le hacían temible en los salones. La preponderancia adquirida por sus riquezas había hecho crecer este último defecto. A la mayor parte de las personas, aun a las damas, solía hablarles con una franqueza rayana en el cinismo y la desvergüenza; signos del desprecio que en realidad le inspiraban. No obstante, cuando tropezaba con un personaje político de los que a él le convenía tener propicios, esta franqueza tomaba otro giro muy distinto y se transformaba en adulación y casi casi en servilismo. Mas esta farsa, aunque admirablemente desempeñada, no engañaba a nadie. El duque de Requena era tenido por un zorro de marca. Por milagro creía ya alguno en sus palabras ni se dejaba cautivar por aquel aspecto rudo y bonachón. Los que le hablaban estaban siempre en guardia, aunque fingiendo confianza y alegría. Como sucede a todos los que han conseguido elevarse, los defectos que universalmente se le reconocían, mejor dicho, la mala fama que tenía, no era obstáculo para que se le respetase, para que todos le hablasen con el sombrero en la mano y la sonrisa en los labios, aunque nunca hubiesen de necesitar de él. Los hombres muchas veces se humillan por el solo placer de humillarse. Salabert conocía esta innata tendencia que tiene la espina dorsal del hombre a doblarse y abusaba de ella. Muchos que vivían con independencia, no sólo le toleraban impertinencias que les hubieran parecido intolerables en algún amigo de la infancia, sino que apetecían y buscaban su trato.

Veremos, veremosrepitió de nuevo cuando Llera le recordó el medio de apoderarse de la gerencia. Tú eres muy fantástico; tienes la cabeza demasiado caliente. No sirves para los negocios. A ver si nos pasa aquí lo que con las alhóndigas.

Por consejo de Llera, el negociante había construído alhóndigas en algunas capitales de España, las cuales no habían tenido el éxito que esperaban. Como después de todo el negocio no era de gran entidad, las pérdidas tampoco fueron cuantiosas. A pesar de eso, el duque, que las había llorado como si lo fuesen y no había escaseado a su secretario frases groseras e insultantes, le recordaba a cada instante el asunto. Servíale de arma para despreciar sus planes, aunque después los utilizase lindamente y a ellos debiese un aumento considerable de su hacienda. Teníale de esta suerte sumiso, ignorante de su valer y presto a cualquier trabajo por enojoso que fuera.

Un poco avergonzado por el recuerdo, Llera insistió en afirmar que el negocio de ahora era de éxito infalible si se le conducía por los caminos que él señalaba. Salabert cortó bruscamente la discusión pasando a otros asuntos. Informóse rápidamente de los del día. La pérdida de una fianza que había hecho por un pariente de Valencia, le puso fuera de sí, bufó y pateó como un toro cuando le clavan las banderillas, se llamó animal cien veces y tuvo la desfachatez de decir, en presencia de Llera, que su bondadoso corazón concluiría por arruinarle. La pérdida, en total, representaba unas veintidós mil pesetas. Las fianzas que el duque hacía por sus más íntimos amigos o parientes eran del tenor siguiente: Las hacía generalmente en papel, exigía al afianzado un seis por ciento del capital depositado, y se encargaba además de cortar y cobrar los cupones. De suerte que el capital, en vez de redituarle lo que a todos los tenedores de valores del Estado, le producía un seis por ciento más. Así eran los negocios que el duque hacía, no tanto por interés como por impulso irresistible de su corazón.

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