Armando Palacio Valdés - La Espuma стр 22.

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Me parece mucho.

¿Mucho, para un resultado como ese?

No; me parecen muchos frascos.

Pues a mí no me cabe duda de que es verdad lo que dice Regnault. Es un ingeniero inteligente y práctico. Seis años ha estado explotando las de California. Además, el ingeniero inglés que ha ido con él asegura lo mismo.

Los que así hablaban eran el duque de Requena y su secretario, primer dependiente o como quiera llamarse, pues en la casa no había apelativo designado para él. Llamábasele simplemente Llera. Era un mozo asturiano, alto, huesudo, de rostro pálido y anguloso, brazos y piernas larguísimos, grandes manos y pies, brusco y desgarbado de ademanes y con unos ojos grandes de mirar franco y sincero donde brillaba la voluntad y la inteligencia. Era un trabajador infatigable, asombroso. No se sabía a qué horas comía ni dormía. Cuando llegaba a las ocho de la mañana al escritorio, ya traía hecha la tarea de cualquier hombre en todo el día. A las doce de la noche aún se le podía ver muchas veces con la pluma en la mano en su despacho. Con ese don especial para conocer a los hombres, que poseen todos los que han de lograr éxito feliz en el mundo, Salabert penetró, al poco tiempo de tenerle por ínfimo escribiente, el carácter y la inteligencia de Llera. Y sin darle gran consideración en apariencia, porque esto no entraba jamás en su proceder, se la dió de hecho acumulando sobre él los trabajos de más importancia. En poco tiempo llegó a ser el hombre de confianza del célebre especulador, el alma de la casa. Su laboriosidad humillaba a todos los demás empleados y de ella se servía Salabert para cargarlos de trabajo en horas excepcionales. Llera, a un mismo tiempo, era su secretario, su mayordomo general, el primer oficial de su oficina, el inspector de las obras que tenía en construcción y el agente de casi todos sus negocios. Por llevar a cabo este trabajo inconcebible, superior a las fuerzas de cuatro hombres medianamente laboriosos, le daba seis mil pesetas al año. El dependiente se creía bien retribuido, considerábase feliz pensando que hacía seis años nada más, ganaba mil quinientas. Todos los días, antes de dar su paseo matinal y emprender sus visitas de negocios, daba el duque una vuelta por el despacho de Llera, se enteraba de los asuntos y conversaba con él un rato largo o corto según las circunstancias.

El duque tenía las oficinas en los altos de su palacio del paseo de Luchana, soberbio edificio levantado en medio de un jardín que, por lo amplio, merecía el nombre de parque. En el verano, los árboles, tupidos de follaje, apenas dejaban ver la blanca crestería de la azotea. En el invierno, las muchas coníferas y arbustos de hoja permanente que allí crecían, le daban todavía aspecto muy grato. Era el centro de reunión de todos los pájaros del distrito del Hospicio. Tenía acceso por una gran escalinata de mármol. Además del piso bajo donde se hallaban los salones de recibir y el comedor poseía otros dos. Parte del último era lo que ocupaban las oficinas, que no eran muy considerables. A Salabert le bastaba para la dirección de sus negocios con una docena de empleados expertos. El lujo desplegado en la casa era sorprendente: el mobiliario valía no pocos millones. Chocaba con la avaricia, que todo el mundo atribuía a su dueño. Esta y otras contradicciones parecidas se irán resolviendo según vayamos penetrando en su carácter, uno de los más curiosos y más dignos de fijar la atención del lector. Las cocinas estaban en los sótanos, que eran espaciosos y bien dispuestos. El comedor, que ocupaba la parte trasera del piso bajo, tenía por complemento un invernadero de excepcionales dimensiones, donde crecían gran número de arbustos y flores exóticas y donde el agua que manaba profusamente formaba estanquecillos y cascadas muy gratos de ver; todo imitando, en lo posible, a la naturaleza. Las cuadras estaban en edificio aparte al extremo del jardín, lo mismo que la habitación de algunos criados, no todos.

El duque, repantigado en el único sillón que había en el despacho de Llera, mientras éste se mantenía frente a él de pie dando vueltas en la mano a unas grandes tijeras de cortar papel, paseó tres o cuatro veces de un ángulo a otro de la boca el negro y mojado cigarro, sin contestar a las últimas palabras de su secretario. Al fin gruñó más que dijo:

¡Hum! El ministro está cada día más terco.

¡Qué importa! ¿No sabe usted el secreto de hacerle ceder? Telegrafíe usted a Liverpool y antes de quince días el frasco de azogue baja desde sesenta a cuarenta duros.

El duque de Requena había formado por iniciativa y consejo de Llera, hacía cuatro años, una sociedad o sindicato de azogues con el objeto de acaparar todo el mercurio que saliese al mercado. Gracias a ello, este producto había subido extraordinariamente. La sociedad se encontraba con un depósito inmenso en Liverpool. El plan de Llera era lanzarlo al mercado en un momento dado, produciendo una baja enorme que asustase al Gobierno. Esto, realizado en la época misma del pago del empréstito de cien millones de pesetas que el Gobierno había hecho hacía diez años a una casa extranjera, le empujaría a pensar en la venta de la mina de Riosa. Si por otra parte se ayudaba a la empresa sacrificando algunos millones, subvencionando periódicos y personajes, podía darse por seguro el éxito. Este plan, formado por Llera y madurado por el duque, venía desenvolviéndose con regularidad y tocaba a su término.

Allá veremosmanifestó el opulento banquero quedándose unos instantes pensativo. Cuando salga a subastadijo al cabo, será necesario formar otra sociedad. La de azogues no nos sirve para el caso.

¡Claro que se formará!

El caso es que yo no quiero comprometer en este negocio más de ocho millones de pesetas.

Eso ya es otra cosamanifestó Llera poniéndose serio. Apoderarse de un negocio de esa entidad con tan poco dinero me parece imposible. La gerencia irá a parar a otras manos y entonces queda reducido a un tanto por ciento mayor o menor. ¡es decir, a nada!

Verdad, verdadmasculló Salabert quedándose otra vez profundamente pensativo. Llera también permaneció silencioso y meditabundo.

Ya le he indicado a usted el único medio que hay para conseguir la dirección.

Este medio consistía en tomar una cantidad bastante crecida de acciones en la mina al ser comprada por la sociedad; seguir comprando todas las que se pudiesen; luego comenzar a venderlas más baratas, hasta llegar a producir el pánico en los accionistas. Comprar y vender perdiendo durante algún tiempo éste era el medio que proponía Llera para conseguir la baja de las acciones y poder adquirir con mucho menos dinero la mitad más una y apoderarse por completo del negocio. Salabert no lo veía tan claro como su secretario. Era la suya una inteligencia perspicaz, minuciosa, penetrante; pero le faltaba grandeza e iniciativa en los negocios, aunque otra cosa pensasen los que le veían acometer empresas de excepcional importancia. El pensamiento primordial, la que pudiéramos llamar idea madre de un negocio, casi nunca nacía en su cerebro; le venía de afuera. Pero en él germinaba y se desarrollaba quizá como en ningún otro de España. Poco a poco lo iba analizando, disecando mejor, penetraba hasta las últimas fibras, lo contemplaba en sus múltiples aspectos, y una vez convencido de que le reportaría ventajas, se lanzaba sobre él con rara y sorprendente audacia. Esto era lo que acerca de sus dotes de especulador había producido el engaño del públíco. Estaba bien convencido de que una vez resuelto a acometer la empresa, cualquier vacilación resultaba perjudicial. Tal audacia no procedía, pues, directamente de su temperamento, sino de la reflexión. Era una muestra de su astucia incomparable.

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