Armando Palacio Valdés - La Espuma стр 14.

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¡Ya pareció aquéllo!dijo el joven con despecho, muy molestado por la agria reprensión.

Pues si quieres que no te diga ciertas cosas, procura callarte otras.

Pepe Castro se encogió de hombros con superior desdén y se alzó de la silla. Dió algunas vueltas distraídamente por la estancia y paró al fin delante de un cuadrito, que descolgó para sacudirle el polvo con el pañuelo. Clementina le miraba en tanto con ojos coléricos. Se puso en pie vivamente, como si la alzara un resorte: luego, refrenando su ímpetu y adquiriendo calma, avanzó lentamente hacia la alcoba, penetró en ella, recogió su sombrero de la cama y comenzó a ponérselo frente al espejillo de una cornucopia, con ademanes lentos, donde se adivinaba, sin embargo, en el levísimo temblor de las manos, la sorda irritación que la embargaba.

¡Bueno!exclamó por último en tono distraído e indiferente. Me voy, chico. ¿Quieres algo para la calle?

El joven dió la vuelta y preguntó con sorpresa:

¿Ya?

Yarepuso la dama con exagerada firmeza.

El joven avanzó hacia ella, le echó suavemente un brazo al cuello, y levantando con la otra mano el velito rojo le dió un beso en la sien.

¡Que siempre ha de pasar lo mismo! Yo soy el descalabrado y tú te apresuras a ponerte la venda.

¿Qué estás diciendo ahí?replicó ella algo confusa. Me voy porque tengo que hacer una visita antes de comer.

Vamos, Clementina, aunque quieras no puedes disimular. Debes comprender que no se pueden escuchar con risa los insultos y tú me estás insultando a cada momento.

Te digo que no te comprendo. No sé a qué insultos ni a qué disimulos te refieresreplicó la dama con afectación.

Pepe intentó con mimo y dulzura quitarle de nuevo el sombrero. Ella le detuvo con gesto imperioso. Tomóla entonces por la cintura y la condujo hacia el diván. Sentóse, y cogiéndole las manos se las besó repetidas veces con apasionado cariño. Ella siguió en pie sin dejarse ablandar. Tan extremado estuvo, sin embargo, en sus caricias y tan sumiso, que al cabo, arrancando con violencia sus manos de las de él, Clementina dijo medio riendo, medio enojada aún:

Quita, quita, que ya estoy hastiada de tus lametones de perro de Terranova. ¡Eres un bajo! Primero que yo me humillase de tal modo me harían rajas.

Volvió a quitarse el sombrero, y fué ella misma a colocarlo sobre la cama.

Cuando se está tan enamorado como yoreplicó el joven un poco avergonzado, no puede llamarse nada humillación.

¿Es de veras eso, chico?dijo acercándose a él sonriente y tomándole con sus dedos finos sonrosados la barba. No lo creo. Tú no tienes temperamento de enamorado. Y si no, vamos a probarlo. Si yo te mandase hacer una cosa que pudiera costarte la vida, o lo que es aún peor, la honra algunos años de presidio, ¿lo harías?

¡Ya lo creo!

¿Sí? Pues mira, quiero que mates a mi marido.

¡Qué barbaridad!exclamó asustado, abriendo los ojos desmesuradamente.

La dama le miró algunos segundos fijamente, con expresión escrutadora, maliciosa. Luego, soltando una sonora carcajada, exclamó:

¿Lo ves, infeliz, lo ves? Tú eres un señorito madrileño, un socio del Club de los Salvajes. Ni yo, ni mujer ninguna te harían cambiar el frac y el chaleco blanco por el uniforme de presidiario.

¡Qué ideas tan extrañas!

Sigue, sigue por donde te arrastra tu naturaleza de sietemesino y no te metas en honduras. Ya comprenderás que te he hablado en broma. Así y todo me has confirmado en lo que ya pensaba.

Pues si tienes formada esa idea tan pobre de mi cariño, no sé por qué razón me quieresexpresó el joven volviendo a amoscarse.

¿Por qué te quiero? Pues por lo que yo hago casi todas mis cosas por capricho. Un día te he visto en el Retiro revolviendo un caballo admirablemente y me gustaste. Luego, a los dos meses, en Biarritz, te vi en el asalto del casino tirando con un oficial ruso y concluí de encapricharme. Hice que me fueses presentado, procuré agradarte, te agradé en efecto. Y aquí estamos.

Pepe concluyó por sufrir con paciencia aquel tono entre cínico y burlón de su querida. A fuerza de charlar logró hacerlo desaparecer. Clementina, cuando estaba tranquila, era afectuosa, alegre, pronta a compadecerse y a los rasgos de generosidad; su rostro, tan bello como original, no adquiría nunca dulzura, pero sí una expresión bondadosa y maternal que lo hacía muy simpático. Mas por poco que sus nervios se excitasen o se viese contrariada en sus pensamientos y deseos, el fondo de altivez, de obstinación y aun crueldad que su alma guardaba, subía a la superficie y agitaba sus ojos azules con relámpagos de feroz sarcasmo o de cólera.

Pepe Castro, que no era hombre ilustrado ni ingenioso, sabía no obstante entretenerla agradablemente con cuentecillos de salón, murmuraciones casi siempre de las personas por quienes ella sentía marcada antipatía. El recurso era burdo, pero surtía admirable efecto. "La condesa de T***, señora a quien Clementina odiaba de muerte por un desaire que en cierta ocasión le había hecho, andaba necesitada de dinero; se lo pidió al viejo banquero Z*** y éste se lo había otorgado mediante un rédito muy poco apetitoso para la deudora. Los marqueses de L***, a quienes también ella profesaba aversión, cuando no estaban en el poder daban reuniones allá en su finca de la Mancha y ofrecían espléndido buffet a sus electores: cuando el marqués era ministro daban también reuniones, pero suprimían el buffet. Julita R***, una jovencita muy linda, que tampoco inspiraba simpatías a la altiva dama, había sido arrojada de casa de los señores de M*** por haberla hallado encerrada en el cuarto del primogénito, un chico de quince años". Estas y otras noticias del mismo jaez dejábalas caer el gallardo mancebo de sus labios con cierta displicencia cómica que despertaba el buen humor de la bella. Era todo el talento de Pepe Castro en el orden moral. Los demás que poseía referíanse enteramente al físico.

Se habían disipado las nubes que cubrían la frente de Clementina. Mostróse locuaz y risueña. Fué pródiga de caricias con su amante en la hora que con él estuvo. Quedó bien compensado de los alfilerazos que de ella había recibido al principio de la entrevista, gozando de toda la dicha que una mujer hermosa y enamorada puede proporcionar cuando la soledad y la ocasión convidan.

La noche había cerrado ya, tiempo hacía. El joven encendió las dos lámparas de la chimenea sin llamar al criado, que era su único servidor y el único ser viviente asimismo que habitaba con él en aquel cuarto. Pepe Castro era hijo de una ilustre familia de Aragón. Su hermano mayor llevaba un título conocido y tenía una hermana además casada con otro título. Se había educado en Madrid. A los veinte años quedó huérfano. Vivió con su hermano primogénito una temporada. No tardaron en reñir porque éste, que era económico hasta la avaricia, no podía sufrir con paciencia su despilfarro. Trasladóse entonces a casa de su hermana; pero a los pocos meses, existiendo incompatibilidad de caracteres entre él y su cuñado, chocaron de modo tan violento, que se contaba en el club y en los salones de la corte que se habían abofeteado y aporreado bravamente. No llegó a efectuarse un duelo entre ambos por la intervención de algunos respetables miembros de la familia. Después de vivir en fonda un poco de tiempo, decidióse a poner casa. Tomó un criado, se hizo traer el almuerzo de un restaurante y comía cuándo en Lhardy, cuándo, en casa de alguno de sus muchos amigos. Su cuadra la tenía muy cerca, en la calle de las Urosas, y no estaba mal provista: dos jacas de silla, inglesa y cruzada, un tiro extranjero y otro español, berlina, charrette, milord, break. Era un chorro por donde se escapaba rápidamente su hacienda, aunque no el más copioso. La mayor parte la había dejado sobre el tapete de la mesa de juego del club, y una porción, no insignificante por cierto, entre las uñas de algunas lindísimas chulas transformadas por él de la noche a la mañana en espléndidas y llamativas cortesanas. Esto último lo negaba con arrogancia pensando que su gloria de seductor podía con ello menoscabarse; pero no importa: es exacto como todo lo que aquí se puntualiza.

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