Conste que no vamos en coche.
Lo cual les hizo reir.
Constedijo el duque riendoque esto lo dice por adularme.
Que se explique eso: no hemos comprendido gritó Cobo Ramírez.
Pero ya el duque y Pepa habían desaparecido detrás de la cortina. Clementina aguardó sólo cinco minutos. Cuando presumió que ya no podía tropezar en la escalera a su padre, se levantó, y pretextando un quehacer olvidado, se despidió también.
III
La hija de Salabert
Bajó con ansia la escalera. Al poner el pie en la calle dejó escapar un suspiro de consuelo. A paso vivo tomó la del Siete de Julio, entró en la plaza Mayor y luego en la de Atocha. Al llegar aquí vino a su pensamiento la imagen del joven que la había seguido y volvió la cabeza con inquietud. Nada; no había que temer. Ninguno la seguía. En la puerta de una de las primeras casas y mejores de la calle, se detuvo, miró rápida y disimuladamente a entrambos lados y penetró en el portal. Hizo una seña casi imperceptible de interrogación al portero. Este contestó con otra de afirmación llevándose la mano a la gorra. Lanzóse por la escalera arriba. Subió tan de prisa, sin duda para evitar encuentros importunos, que al llegar al piso segundo le ahogaba la fatiga y se llevó una mano al corazón. Con la otra dió dos golpecitos en una de las puertas. Al instante abrieron silenciosamente: se arrojó dentro con ímpetu, cual si la persiguiesen.
Más vale tarde que nuncadijo el joven que había abierto, tornando a cerrar con cuidado.
Era un hombre de veintiocho a treinta años, de estatura más que regular, delgado, rostro fino y correcto, sonrosado en los pómulos, bigote retorcido, perilla apuntada y los cabellos negros y partidos por el medio con una raya cuidadosamente trazada. Guardaba semejanza con esos soldaditos de papel con que juegan los niños; esto es, era de un tipo militar afeminado. También parecía su rostro al que suelen poner los sastres a sus figurines; y era tan antipático y repulsivo como el de ellos. Vestía un batín de terciopelo color perla con muchos y primorosos adornos; traía en los pies zapatillas del mismo género y color con las iniciales bordadas en oro. Advertíase pronto que era uno de esos hombres que cuidan con esmero del aliño de su persona; que retocan su figura con la misma atención y delicadeza con que el escultor cincela una estatua; que al rizarse el bigote y darle cosmético creen estar cumpliendo un sagrado e ineludible deber de conciencia; que agradecen, en fin, al Supremo Hacedor, el haberles otorgado una presencia gallarda y procuran en cuanto les es dado mejorar su obra.
¡Qué tarde!volvió a exclamar el apuesto caballero dirigiéndola una mirada fija y triste de reconvención.
La dama le pagó con una graciosa sonrisa, replicando al mismo tiempo con acento burlón:
Nunca es tarde si la dicha es buena.
Y le tomó la mano y se la apretó suavemente, y le condujo luego sin soltarle al través de los corredores, hasta un gabinete que debía ser el despacho del mismo joven. Era una pieza lujosa y artísticamente decorada; las paredes forradas con cortinas de raso azul oscuro, prendidas al techo por anillos que corrían por una barra de bronce; sillas y butacas de diversas formas y gustos; una mesa-escritorio de nogal con adornos de hierro forjado; al lado una taquilla con algunos libros, hasta dos docenas aproximadamente. Suspendidos del techo por cordones de seda y adosados a la pared veíanse algunos arneses de caballo, sillas de varias clases, comunes, bastardas y de jineta con sus estribos pendientes, frenos de diferentes épocas y también países, látigos, sudaderos de estambre fino bordados, espuelas de oro y plata; todo riquísimo y nuevo. Las aficiones hípicas del dueño de aquel despacho se delataban igualmente en los pasillos, que desde la puerta de la casa conducían allí; por todas partes monturas colgadas y cuadros representando caballos en libertad o aparejados. Hasta sobre la mesa de escribir, el tintero, los pisapapeles y la plegadera estaban tallados en forma de herraduras, estribos o látigos. Al través de un arco con columnas, mal cerrado por un portier hecho de rico tapiz en el que figuraban un joven con casaca y peluca de rodillas delante de una joven con traje Pompadour, veíase un magnífico lecho de caoba con dosel.
Así que llegaron a esta cámara, la dama se dejó caer con negligencia en una butaquita muy linda y volvió a decirle con sonrisa burlona:
¡Qué! ¿no te alegras de verme?
Mucho; pero me alegraría de haberte visto primero. Hace hora y media que te estoy esperando.
¿Y qué? ¿Es gran sacrificio esperar hora y media a la mujer que se adora? ¿Tú no has leído que Leandro pasaba todas las noches el Helesponto a nado para ver a su amada? No; tú no has leído eso ni nada. Mejor: yo creo que te sentaría mal la ciencia. Los libros disiparían esos colorcitos tan lindos que tienes en las mejillas, te privarían de la agilidad y la fuerza con que montas a caballo y guías los coches. Además, yo creo que hay hombres que han nacido para ser guapos, fuertes y divertidos, y uno de ellos eres tú.
Vamos, por lo que estoy viendo me consideras como un bruto que no conoce ni la Arespondió triste y amoscado el joven, en pie frente a ella.
¡No, hombre, no!exclamó la dama riendo; y apoderándose de una de sus manos la besó en un repentino acceso de ternura.Eso es insultarme. ¿Te figuras que yo podría querer a un bruto? Tomaañadió despojándose del sombrero, pon ese sombrero con cuidado sobre la cama. Ahora ven aquí, so canalla; ya que eres tan susceptible, ¿no consideras que has principiado diciéndome una grosería? ¡Hora y media! ¿Y qué? Acércate, ponte de rodillas; deja que te tire un poco de los pelos.
El joven, en vez de hacerlo, agarró una silla-fumadora y se montó en ella frente a su querida.
¿Sabes por qué he tardado tanto? Pues por el dichoso niño, que me ha seguido hoy también.
Al decir esto, se puso repentinamente seria; una arruga bien pronunciada cruzó su linda frente.
¡Es insufrible!añadió. Ya no sé qué hacer. A todas horas, salga por la mañana o por la tarde, traigo aquel fantasma detrás de mí. He tenido que refugiarme en casa de Mariana. Luego, una vez allí, no hubo más remedio que aguantar un rato. Vino papá, y porque no saliese conmigo esperé otro poquito a que se fuese. ¡Ahí ves!
¡Tiene gracia ese chico!dijo riendo el caballero.
¡Mucha! ¡Si es muy divertido que le averigüen a una dónde va y lo sepa en seguida todo el mundo, y llegue a oídos de mi marido! ¡Ríete, hombre, ríete!
¿Por qué no? ¿A quién se le ocurre más que a ti tomarse un disgusto por tener un admirador tan platónico? ¿Has recibido alguna carta? ¿Te ha dicho alguna palabra al paso?
Eso es lo que menos importaba. Lo que me excita los nervios es la persecución. Luego es un mocoso capaz por despecho, si averigua mis entradas en esta casa, de escribir un anónimo. Y tú ya sabes la situación especial en que me encuentro respecto a mi marido.
No es de presumir: los que escriben anónimos no son los enamorados, sino las amigas envidiosas. ¿Quieres que yo me aviste con él y le meta un poco de miedo?
¡Eso no se pregunta, hombre!exclamó la dama con voz irritada. Mira, Pepe; tú eres hombre de corazón y tienes inteligencia; pero te hace muchísima falta un poco más de refinamiento en el espíritu para que comprendas ciertas cosas. Debieras dedicar menos horas al club y a los caballos y procurar ilustrarte un poco.
¡Ya pareció aquéllo!dijo el joven con despecho, muy molestado por la agria reprensión.