Роберт Льюис Стивенсон - La isla del tesoro стр 12.

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 Por lo visto, Jim, ¿tú crées tener en tu poder lo que esos malvados buscaban? interrogó el Doctor.

 Aquí lo tiene Vd., dije alargándole el paquete envuelto en tela impermeable.

El Doctor lo tomó y le dió vueltas y más vueltas, como si sus dedos danzaran con la impaciencia nerviosa de abrir aquello; pero en vez de hacerlo así, depositó el paquete tranquilamente en su bolsillo.

 Caballero Trelawney, dijo, así que el Sr. Dance haya tomado su cerveza, tiene, por fuerza, que salir de nuevo al servicio de Su Magestad; pero en cuanto á Jim, me propongo hacerlo que se quede esta noche á dormir en mi casa, así es que con su permiso, propondría yo que le mandáramos dar una buena tajada de pastel frío para que cene.

 Como Vd. quiera, Livesey, dijo el Caballero, Hawkins se ha hecho acreedor á algo mucho mejor que un pastel frío.

Dicho esto, me trajeron y colocaron en una mesita lateral un grande y apetitoso pastel de pichón, con el cual me despaché concienzudamente y muy á mi sabor, porque la verdad es que tenía yo tanta hambre como un halcón. En el interín, el Sr. Dance recibía nuevos cumplidos, tomaba su cerveza y concluía, al fin, por despedirse.

 Y ahora Caballero, dijo el Doctor

 Y ahora, Livesey, exclamó el Caballero en el mismo tono.

Cada cosa á su tiempo, como lo reza un adagio, dijo el Doctor riendo; ¿Vd. ha oído hablar de ese Flint, á lo que creo?

 ¡Oído hablar de él! exclamó el Caballero, oído hablar de él! Pues si ha sido el más sanguinario filibustero que jamás ha cruzado el océano. Barba-roja era un niño de pecho junto á él. Los españoles le tenían un miedo tan horrible que, debo decirlo con franqueza, me sentía yo orgulloso de que Flint fuese un inglés. Yo he visto, con mis propios ojos, las gavias de su navío, á la altura de la Trinidad, y el gallinazo hijo de borrachín con quien yo me había embarcado, hizo proa atrás, refugiándose á toda prisa en Puerto-España.

 Está bien, dijo el Doctor, también yo he oído hablar de él en Inglaterra; pero la cuestión es esta, ¿tenía dinero?

 ¡Dinero! exclamó el Caballero Trelawney, ¡ha oído Vd. cosa! ¿pues qué es lo que esos villanos buscaban sino dinero? ¿qué les importa á ellos nada que no sea dinero? ¿y por qué otra cosa arriesgarían sus viles pellejos que no fuese por dinero?

 Eso lo veremos pronto, replicó el Doctor; pero Vd. está tan extraordinariamente excitado y declamador que no acierto á sacar en limpio nada de lo que deseo. Lo que yo quiero saber es esto: suponiendo que tengo yo en mi bolsa, aquí, la llave para descubrir el punto en que Flint ha sepultado su tesoro, ¿el tal tesoro será algo que valga la pena?

 ¡Que valga la pena! ¡Por San Jorge! Valdrá nada menos que esto: si tenemos esa clave que Vd. sospecha, yo fletaré un buque en Brístol y llevaré conmigo á Vd. y á Hawkins, y crea que desenterraré el tal tesoro aunque deba buscar un año entero.

 Muy bien; ahora pues, si Jim consiente, abriremos este paquete, dijo el Doctor poniéndolo sobre la mesa.

El lío estaba cosido, así fué que el Doctor tuvo que sacar de su estuche unas tijeras y cortar las hebras que lo aseguraban. Dos cosas aparecieron: un cuaderno y un papel sellado.

 Primero examinaremos el cuaderno, sugirió el Doctor.

 Tanto el Caballero como yo estábamos ya observando por encima de su hombro cuando él lo abrió, pues por lo que hace á mí ya el mismo Doctor me había antes invitado á que me acercase sin ceremonias, dejando la mesa donde había cenado, para participar en el placer de la curiosa investigación. En la primera página no había más que algunos rasgos de manuscrito, como los que un hombre, con una pluma en la mano, puede hacer por vía de práctica ó de entretenimiento. Una de las frases escritas era la misma que el Capitán llevaba en los dibujos indelebles de su brazo Caprichos de Billy Bones. Luego se leía esto: Maese W. Bones, piloto, No más rom, y Cerca de Punta de Palma lo hubo y algunos otros motes y palabras sueltas, en su mayor parte ininteligibles. No pude prescindir de que se excitara mi curiosidad pensando quién sería el que lo hubo y qué fué lo que hubo. Lo mismo podía tratarse de una buena estocada en la espalda que de otra cosa cualquiera.

 No sacaremos de aquí gran cosa en limpio, dijo el Doctor volviendo la hoja.

Las diez ó doce páginas siguientes estaban llenas con una curiosa serie de entradas. En la extremidad de cada una de las líneas se veía una fecha, y en la otra una suma de dinero, como en los libros de cuentas comunes y corrientes; pero en vez de palabras explicativas, sólo se encontraba un número variable de cruces entre una y otra. En la fecha marcada 12 de Junio de 1745, por ejemplo, se veía claramente que la cantidad de setenta libras esterlinas se debía á alguno, y no se veían sino seis cruces para explicar la causa ú origen de la deuda. En algunos lugares, para mayor seguridad, se añadía el nombre de algún lugar como Á la altura de Caracas, ó bien una mera cita geográfica de latitud y longitud como, 53° 17´ 20 y 19° 2´ 40.

Aquel memorándum duraba muy cerca del espacio de veinte años, aumentando, como era natural, el guarismo total, á proporción que el tiempo avanzaba, hasta que al último se veía un gran total sumado, después de cuatro ó cinco adiciones equívocas rectificadas, y por todo apéndice estas tres palabras Hucha de Bones.

 No le hallo á esto pies ni cabeza, dijo el Doctor.

 Pues la cosa es clara como la luz del medio día, exclamó el Caballero: este es el libro de cuentas del malvado sabueso. Esas cruces ocupan allí el lugar de los nombres de buques y aldeas que él echó á pique ó entró á saqueo. Las sumas no son más que la parte que en cada hazaña de esas tocó á nuestro escorpión, y en donde tenía algún error ya ve Vd. que cuidaba de añadir algo que aclarara como Á la altura de Caracas ya puede Vd. colegir por esta inscripción que algún desdichado buque fué tomado al abordaje á la altura de las costas mencionadas. ¡Dios haya recibido en su seno á las pobres almas que tripulaban esa barca, tiempo hace ya!

 Es verdad dijo el Doctor. Vea Vd. de lo que sirve ser uno viajero; es verdad. Y el monto aumenta á medida que él asciende en categoría.

Muy poco más había en el libro, excepto determinaciones geográficas de algunos lugares anotados en las hojas en blanco hacia el fin del cuaderno, y una tabla para la reducción de monedas francesas, inglesas y españolas á un valor común.

 ¡Hombre arreglado! exclamó el Doctor; no era á él á quien podían hacérsele trampas, de seguro.

 Ahora, prosiguió el Caballero, veamos esto otro.

El papel cuyo exámen seguía, estaba sellado en diversos puntos, habiéndose usado un dedal por vía de sello, tal vez el mismo que había yo encontrado en la bolsa del Capitán. El Doctor abrió los sellos con gran cuidado y apareció entonces el mapa de una isla, con su latitud, longitud, sondas, nombres de montañas, bahías, caletas, abras, y todos los pormenores necesarios para poder llevar un buque á anclar á salvo en sus costas. Parecía como de unas nueve millas de largo y cinco de ancho, teniendo la figura de una especie de dragón en pie, y presentaba dos magníficos fondeaderos, perfectamente cerrados y una eminencia en la parte central marcada con el nombre de El Vigía. Veíanse algunas adiciones hechas en fecha más reciente, pero lo que más saltaba á la vista eran tres cruces marcadas con tinta roja, dos en la parte norte de la isla y una al sudoeste, y además, escrito con la misma tinta encarnada en caracteres muy claros y elegantes, bien distintos de la tosca escritura del Capitán, estas tres significativas palabras Aquí el tesoro.

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