En Madrid, y superada bien que mal la etapa escolar, Baroja hubo de enfrentarse al dilema de elegir una carrera universitaria.
Por entonces… se me presentó la cuestión de qué carrera iba a seguir. Yo sentía curiosidades; pero, en definitiva, vocación clara y determinada, ninguna. Fuera de que me hubiera gustado tener éxito con las mujeres y correrla por el mundo, ¿qué más había en mí? Nada; vacilación.
Esta frase, como suele ocurrir con la definiciones que las personas se aplican a sí mismas, tiene tanto de cierto como de falaz. Sin duda el desasosiego que trasluce es verdadero, pero sin duda Baroja sentía un vivo interés por el conocimiento y por lo que en términos actuales llamaríamos las “humanidades”. Otra cosa es que, en la práctica, los estudios de estas materias que impartía la universidad española y, sobre todo, las salidas que la sociedad ofrecía luego a quienes los siguieran debían de resultar muy poco atractivos para un espíritu inquieto. Y no deja de ser notable que en un momento de indecisión, Baroja no optara por la carrera de Derecho, que tradicionalmente seguían los diletantes, sino por la de Medicina.
Hay muchos médicos a quienes el ejercicio de su profesión despierta el deseo de escribir, pero es raro el caso inverso. No faltan, con todo, antecedentes ilustres, como el de Chejov, u otro aún más chocante: el de Freud, el cual afirma en uno de sus escritos autobiográficos no haber sentido una especial predilección por la profesión médica y haberla abrazado movido por la curiosidad hacia las preocupaciones humanas. Con todo, la decisión de estudiar Medicina y dedicar a ella el resto de su vida no deja de ser sorprendente en un hombre como Baroja, que no se caracterizaba por tomar decisiones impulsivas respecto de su persona. Tal vez ésta tampoco lo fuera, pero ciertamente fue errónea. Baroja no tenía la más mínima vocación de médico, pese a que su imagen concuerda con la del médico de cabecera a la antigua usanza, una imagen que, no obstante, resulta algo maltrecha por el desdén hacia la humanidad que Baroja no se cansa de manifestar. De su desapego por la enseñanza de la Medicina nos ha dejado constancia escrita tan abundante, rotunda e inequívoca que sería absurdo ponerla en entredicho. Sí hay que señalar que el paso por la facultad de Medicina le puso en contacto con el mundo estudiantil de Madrid y le permitió hacer amistades que conservó largo tiempo y que en su día le resultaron estimulantes desde el punto de vista intelectual y vital. Pero como todo le parecía mal, y los profesores le inspiraban una animadversión y un desprecio que no se esforzaba en ocultar, iba suspendiendo todas las asignaturas o aprobándolas malamente. Sus estudios parecían condenados al fracaso.
Así las cosas, en 1891, el padre de Baroja, que había regresado junto a su familia tras la muerte de su suegra, aceptó el cargo de Ingeniero Jefe de Minas en Valencia.
Según contaría luego Baroja, “la vida, más económica en nuestra ciudad [Valencia] que en Madrid, fue lo que les decidió a venir”.
El motivo del traslado, sin embargo, no es evidente. Para un hombre tan arraigado en su tierra y tan sociable como don Serafín, un traslado a Valencia, donde no conocía a nadie, no ofrecía aliciente alguno. Por otra parte, Valencia, en 1891, no debía de ser gran cosa (“Una capital de provincia es cosa insoportable”), salvo por una climatología y una luminosidad que a un vasco de pura cepa, que se sentía a gusto en Pamplona, le habían de producir más nostalgia que contento. La madre, como cabe esperar, “se declaraba indiferente a esta cuestión”.
En realidad, Valencia, para la familia Baroja, ofrecía una ventaja sobre Madrid que posiblemente pesara en la decisión de don Serafín: una facultad de Medicina más apta para encarrilar los estudios de su hijo Pío, a quien “en aquel mismo mes [septiembre], como estudiante de Medicina le habían suspendido en la Corte, y por segunda vez, en Patología General”.” Tanto si la Universidad de Valencia era más favorable por el talante liberal de sus profesores o por una mayor predisposición a la benevolencia, el hecho es que en esta ciudad Pío Baroja consiguió acabar la carrera con una rapidez que sus antecedentes académicos hacían impensable. Y si para conseguir este resultado don Serafín había aceptado exiliarse en Valencia, habrá que admitir que no era un padre tan despreocupado por su hijo ni tan carente de sentido práctico como luego se le ha pintado. La estancia en Valencia, por lo demás, resultó trágica para la familia Baroja. Darío, el hermano mayor de Pío, enfermó de tuberculosis y murió tras una breve enfermedad. Darío “había cumplido veintitrés años. Era un poco romántico, creyente en la amistad, galanteador y aficionado a la literatura”. Pío lo cuidó con solicitud durante todo el proceso: aquélla fue la primera práctica de medicina que le tocó hacer. La muerte de Darío afectó a su carácter, ya proclive a la tristeza. Luego regresó a Madrid y obtuvo el doctorado con una tesis titulada
Mientras la profesión médica de Baroja hacía agua en San Sebastián, en Madrid se producía un suceso trascendental en una rama colateral de la familia. Una tía de la madre de Baroja, doña Juana Nessi, había enviudado y heredado de su marido, un tal Matías Lacasa, un negocio situado en la esquina de la calle de Capellanes, cuyo rótulo rezaba así:
PANADERÍA DE VIENA 1
Única privilegiada en España
Proveedora de la Real Casa
Toda clase de pan de lujo
Tantos calificativos no cumplían una función publicitaria, sino descriptiva; la panadería gozaba de merecido prestigio en la capital por haber introducido en España el pan de Viena, una novedad que suponía una tecnología avanzada y, en consecuencia, un personal compuesto en parte por técnicos alemanes. Por todas estas razones debería de haber sido un negocio próspero, pero no lo era. Al fallecer su fundador y dueño, Matías Lacasa, Juana Nessi recurrió a la familia Baroja en busca de ayuda y ésta no tuvo mejor idea que enviarle a Ricardo, que, como ya se ha dicho, era pintor de vocación y bibliotecario de profesión. Cuando Pío andaba sin rumbo por San Sebastián, llegó noticia de que Ricardo se había cansado de dirigir la panadería. Pío pensó entonces que si los dos hermanos se repartían el trabajo, podrían vivir sin agobios y disponer de tiempo libre para sus respectivas aficiones. Escribió a Ricardo exponiéndole la idea y al recibir la conformidad de éste, se fue a Madrid y se hizo panadero. Esta decisión, como las anteriores, resulta más chocante en su enunciado de lo que era en la realidad. Por una parte, el propio Baroja, que ya había empezado a colaborar en algunos periódicos y quería ser escritor a toda costa, se manifestaba dispuesto a “desclasarse” a cambio de la seguridad económica y el tiempo libre que habían de permitirle escribir con regularidad. Por otra parte, una panadería de lujo en Madrid no era un negocio muy distinto de una fábrica. En este sentido, el caso de Baroja era el caso, nada infrecuente, del profesional que deja el ejercicio de su profesión liberal para hacerse cargo de la empresa familiar. Muchos años más tarde, Baroja, en sus memorias, se referiría a esta etapa de su vida como un intento de convertirse en “un industrial”. Al frente de la panadería, Baroja se veía a sí mismo y era visto por los demás como un auténtico capitalista.
Y así era, puesto que en una época en que la realidad y la nomenclatura coincidían, él era propietario de los medios de producción. Sus intereses y los de los trabajadores eran en muchos sentidos contrapuestos. Durante el tiempo en que Baroja estuvo al frente de la panadería, menudearon los conflictos sociales dentro de la empresa. Esta circunstancia y la situación precaria del negocio, en estado de crónica bancarrota, dieron al traste con su proyecto inicial: acabó trabajando día y noche como panadero, en un intento desesperado de sacar a flote el negocio, y conviviendo con los trabajadores, lo que le proporcionó material literario en abundancia y una considerable afición, al parecer insólita en la España de entonces, por la cerveza. En 1898 su madre y su hermana Carmen se fueron a vivir a Madrid, y al siguiente, don Serafín. El negocio iba cada vez peor, en parte debido a la crisis política, económica y social por la que atravesaba España y que los acontecimientos iban a poner de manifiesto en aquel año emblemático de 1898. “Mis hermanos -cuenta Carmen Baroja en sus memorias- trabajaron como fieras para sacar aquello adelante. La mayoría de los obreros se marcharon a poner otra fábrica [de pan].” Así y todo la panadería siguió en manos de la familia Baroja hasta que, en 1919, y sin atender a la oposición de su madre -don Serafín había muerto unos años atrás- y del propio Pío, Ricardo Baroja liquidó el negocio para poder casarse con una joven norteamericana. Mientras tanto, contra viento y marea, bien que mal, los hermanos Baroja habían conseguido sus propósitos: tener un medio de vida estable, poderse dedicar a sus respectivas vocaciones y viajar. Ya en 1899 Baroja hizo su primer viaje a París. En años sucesivos haría varios viajes a París. También viajó a otras ciudades y pasó en algunas largas temporadas, pero durante toda su vida París fue su principal término de referencia cultural. Formado en la cultura y la literatura francesa, por las que sentía una admiración sin reservas, Baroja vivió en Madrid como un parisino exiliado. En 1900 publicó su primer libro,
La casa de Aizgorri