Mendoza Eduardo - P?o Baroja стр 3.

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Posiblemente el primer retrato de Pío Baroja que nos ha llegado sea el que Ramón Casas le hizo como parte de su dilatada colección de retratos al carboncillo. Es ésta la efigie más arrogante de Pío Baroja. Un retrato de cuerpo entero, las piernas ligeramente separadas, una mano en el bolsillo del pantalón y la otra, la izquierda, en la solapa de la americana. Aunque era hombre de aventajada estatura, la figura salida del carboncillo de Ramón Casas, sobre un fondo liso, sin referencias, sugiere la de un hombre bajo, seguramente porque tenía la cabeza grande, en forma de huevo. También es éste el único retrato en que Pío Baroja aparece con algo de pelo. Su aspecto es aplomado y su expresión, o el talante que transmite, es concentrado, seno, preocupado, aunque no atribulado ni inquieto. El retrato no está datado, pero probablemente es de 1901. Pío Baroja contaba veintinueve años de edad y estaba en los inicios de su actividad como novelista, pero ya debía de gozar de cierto renombre, puesto que Ramón Casas quiso retratarlo. Por aquellas mismas fechas lo retrató Picasso. En sus memorias, Baroja habla de este retrato y un poco de Picasso, en términos poco cálidos. En 1901 Picasso vivía en Madrid y acudía al taller de Ricardo Baroja a recibir de éste clases de grabado. Ricardo Baroja era entonces un profesional prestigioso. Si no hubiera sido tan diletante, tan inconstante y tan despreocupado -se negaba a cobrar por su trabajo-, tal vez habría podido hacerse rico y famoso. Dio clases a Picasso y también a Diego Rivera. El retrato de Picasso, que apareció en la revista

Las horas solitarias

Poco después de nuestra llegada a Pamplona [en 1884, es decir, cincuenta y un años antes de la redacción de estos párrafos], a un andaluz llamado Justo se le ocurrió poner en el primer piso de la casa en que nosotros vivíamos, y que era muy amplio, una fonda, y recuerdo que durante el verano entre los huéspedes figuraron los toreros de las cuadrillas de Lagartijo y Mazantini. Entre los de Lagartijo estaba Guerrita de banderillero, y, sin duda, de sobresaliente, y en la de Mazantini, el picador Badila, que luego fue autor dramático, y Agujetas, otro picador…

También vivió en la fonda de Justo un sainetero de Pamplona, Pedro Górriz, que estuvo con su mujer y sus dos hijas, la Niní y la Chachón, a las que yo las veía jugar, muy empolvadas y rizadas, y hablar de los teatros de la Corte…

Cuando el fondista Justo dejó el piso y el negocio, le sustituyó como inquilino el médico don Nicasio de Landa, que estaba casado con una sobrina del general don Diego León. Landa era un hombre muy culto; había estado en las ambulancias, en la guerra francoprusiana, y había escrito sobre cuestiones de Antropología.

Es esta capacidad de ser minucioso sin motivo aparente lo que da verosimilitud a sus relatos, lo que hace sentir al lector que un dato tan superfluo por fuerza tiene que pertenecer al mundo de lo real y no al de lo inventado. La infancia de Baroja, según él mismo nos la cuenta, está llena de anécdotas curiosas y de personajes estrafalarios, de personas raras, enfermas, locas; una abigarrada fauna callejera formada por pedigüeños, trotamundos, tipos con oficios raros, entre la que no faltan los criminales, incluso un preso que llevan en procesión al cadalso. Suelen ser personas desgraciadas, tristes, fracasadas; incluso los crímenes más crueles, contados por Baroja, resultan más tristes que feroces. Muchas anécdotas y muchos de los tipos, si los analizamos bien, no son nada extraordinario, o no lo son más que otras anécdotas y otros personajes que pueblan los recuerdos infantiles de la mayoría de las personas. Pero contados por Baroja todo resulta más curioso y todo parece esconder un significado importante. Este incesante ejercicio de observación y las lecturas ya mencionadas constituyeron probablemente lo esencial de su formación. Desde luego, no careció de una educación escolar acorde con la tradición familiar y con los medios de que la familia disponía, pero las mudanzas, el nivel general de la instrucción en España y el carácter refractario del propio Baroja no le permitieron adquirir una base sólida de conocimientos ni una metodología seria y eficiente, dos carencias de las que a menudo se lamentaría luego, cuando se vio imposibilitado de satisfacer cumplidamente algunas de sus curiosidades intelectuales.

En el período de estudiante, yo no conocía la manera de estudiar, ni siquiera la de leer con provecho. Hay una manera de estudiar para lucirse en un examen; hay otra forma de estudio que nutre el espíritu; yo no he llegado a poseer ninguna de las dos.

A lo largo de sus escritos autobiográficos aflora a veces esta frustración, teñida en ocasiones de un cierto desdén por los eruditos que se contradice con la satisfacción que experimenta cuando puede avasallar a un interlocutor con sus conocimientos. Por más que aparentara la máxima llaneza, Baroja no era inmune a los aguijonazos de la egolatría (por usar un término barojiano), y en el relato de sus encuentros se trasluce a veces la mortificación que le causaba no poder estar, al menos a su juicio, al nivel de brillantez que los demás esperaban de un escritor célebre.

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