María Acosta - Bajo El Emblema Del León стр 14.

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―¿De verdad? ¿Y en el resto de Italia, nuestro bien amado Papa no piensa? Si actúa así le estaría abriendo el camino a los lansquenetes que incluso podrían llegar hasta Milano, saquearla, y desde allí llegar hasta Firenze y hasta Roma. ¿Y los nuestros, que están ayudando al ejército francés, qué fin tendrán?

―Debemos confiar en nuestro Santo Padre. Veréis, todo saldrá a la perfección. Pero decidme el motivo que os ha traído a verme. No creo, Condesa Lucia, que hayáis venido aquí a hablar de la guerra y de política. ¿Entonces? ―y el cardenal se puso en posición de escuchar, mirando a la joven de reojo, con mirada perspicaz.

Lucia enrojeció ligeramente, sintiéndose observada de esa manera por un alto prelado. Intentó disimular la incomodidad, apartando la mirada de los ojos del cardenal y fijándola en las llamas alegres de la gran chimenea.

―Durante unos días estaré fuera de Jesi y, por lo tanto, no podré continuar, como he hecho hasta ahora, con el gobierno y la administración de la ciudad. Así que, en mi ausencia, devuelvo estas funciones, que con tanta confianza me habéis encomendado en su momento, a vuestras manos. Está claro, hasta que yo vuelva.

―Bien, no tengo ningún problema con esto, aunque soy más experto en el gobierno de las almas que en las cuestiones materiales y terrenas. Pero, por favor, decidme dónde queréis ir y por cuánto tiempo estaréis ausente. ¿No tendréis la intención de ir con vuestro enamorado a los Países Bajos poniendo en peligro vuestra vida?

―No, no os preocupéis. Mi intención es estar fuera unos cuantos días. Iré hacia los Apeninos y llegaré hasta la abadía de Sant’Urbano. Tengo una misión que cumplir de parte de Bernardino, el impresor. Debo entregar a los frailes benedictinos, hermanos muy queridos por vos, una copia de la Divina Comedia hecha por mi querido amigo tipógrafo y enriquecida con las ilustraciones diseñadas por las manos de los mismos monjes. Aprovecharé la ocasión para aislarme unos días para meditar, rezar y hacer penitencia. Después del largo invierno transcurrido lo necesito.

―Perfecto, mi querida condesa. No quiero obstaculizar de ninguna manera vuestra voluntad. Pero permitidme que os acompañen algunos hombres de mi confianza. Os harán de escolta y yo me sentiré más tranquilo.

Lucia, que no tenía ninguna intención de ser controlada día y noche por los soldados del cardenal, hizo como si se lo pensara un poco, luego volvió a hablar.

―Os lo agradezco, Vuesa Eminencia ―y Lucia se agachó un poco para coger la mano del purpurado y besar el anillo para despedirse ―Ya le he dado orden a cuatro de mis hombres para que preparasen los caballos y las provisiones. Estoy bien escoltada. No os preocupéis por mí.

Como es lógico, al día siguiente por la mañana muy temprano, incluso antes del alba, Lucia impartió instrucciones a las institutrices de las niñas, despertó al mozo de cuadra, hizo ensillar a Morocco y se marchó al galope, sin ninguna escolta y sin provisiones.

Llegó a la abadía de Sant’Urbano a última hora de la tarde. El aire era fresco. A pesar de que lucía el sol, las montañas de alrededor todavía estaban cubiertas de nieve. Subiendo por Esinante hacia la abadía, Lucia se paró en una amplia llanura salpicada de flores de colores. La característica de estas flores, llamadas crocus

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El Prior, muy probablemente, había vislumbrado desde la ventana de su celda a la damisela titubeante en el patio de la abadía. Así que había salido para ayudarla a descender del caballo y para darle la bienvenida.

―Mi señora, me siento realmente honrado con vuestra presencia. Pero, decidme, ¿cómo habéis llegado hasta aquí, en esta estación tan mala y, para colmo, sola, sin ningún tipo de escolta? ¿No es poco prudente para una dama deambular como hacéis vos?

―Bueno, ahora que veo esa carreta, algún temor si que tengo.

―No os preocupéis ―sonrió Padre Gerolamo ―Si os referís a Padre Ignazio Amici, creo que ya no tendremos más relación con él y con sus manías inquisidoras. Hace un año y medio, después de haber escenificado aquella farsa de proceso en el Colle dell’Aggiogo, desapareció y nadie ha sabido nada más de él. Pero os aseguro que no está dando vueltas por estos bosques como un lobo. Alguien antes o después lo habría visto. Yo mismo he investigado y he encontrado rastros inconfundibles que me han convencido de que nuestro hermano Ignazio, el mismo día de las innobles ejecuciones, cayó en una trampa, precipitándose en el interior de un manantial sulfuroso. ¡Satanás lo ha reclamado y ha ido derecho al infierno!

―Bien, aunque no deseo la muerte de nadie, ni siquiera de mi enemigo más acérrimo, esta noticia me tranquiliza. Pero hablemos de los motivos de mi visita.

―Ciertamente, pero no aquí, señora. Está comenzando a hacer frío. Venid conmigo, vayamos a la biblioteca. Conversaremos delante de una hermosa chimenea.

La biblioteca era, por sí misma, un ambiente cálido y confortable. Las paredes estaban casi en su totalidad recubiertas con estanterías llenas de libros. Cada sección estaba marcada con una letra del alfabeto, indicando la inicial del título de los textos allí conservados. Algunos frailes trabajaban en absoluto silencio sentados en algunos escritorios, dispuestos en el centro de la habitación. Una gran chimenea desprendía luz y calor por todo el amplio salón. A una señal del Prior, los amanuenses pusieron en orden sus instrumentos y se marcharon, uno tras otro. En fin, Lucia quedó a solas con Padre Gerolamo. Lo primero que hizo fue darle el valioso tomo que le había confiado Bernardino. El Prior lo agradeció, primero husmeándolo, para sentir el olor del papel impreso, luego ojeando algunas páginas y, en fin, parándose ante algunas de las ilustraciones.

―¡Un magnífico trabajo! ―dijo mientras se dirigía hacia la sección de la biblioteca señalada con la letra D. ―Dad las gracias a vuestro amigo tipógrafo. Pocos en el mundo saben trabajar como él.

―Es él quien os da las gracias. Sin vuestro trabajo, su obra tendría un valor muy escaso. Y es por esto por lo que quería daros la primera copia que ha impreso.

―Me siento halagado y también mis hermanos lo estarán. Pero hablemos de nosotros. Dentro de poco tiempo caerán las tinieblas e imagino que necesitáis hospitalidad. No tenemos monjas aquí en Sant’Urbano, por lo tanto deberé haceros preparar una habitación para pasar la noche en la hospedería. Espero que no tengáis miedo a estar sola.

―No os preocupéis, estoy muy cansada y dormiré como un lirón. Y además sólo se trata de una noche. Mañana por la mañana me volveré a poner en marcha. Haré una visita de cortesía al sindaco Germano degli Ottoni y volveré a Jesi antes de mañana por la noche. Pero todavía querría pediros un par de cosas. Ante todo me gustaría rezar y, por lo tanto, os pediría poder participar en la plegaria de vísperas junto con vuestros hermanos.

―Esto no es un problema. Recitamos la oración vespertina en la iglesia y siempre hay algunos fieles que asisten. Tomad un puesto en la nave central y rezad al Señor como mejor os parezca. Hay también padres confesores, si queréis aprovechar la ocasión. ¿Tenéis alguna otra petición, mi Señora?

―Sí, si me lo permitís. El último favor que querría pediros es el de dejarme secar los estigmas de los crocus que he recogido esta mañana. Sabéis perfectamente que deben ser secados lo antes posible para aprovechar sus propiedades medicinales.

―Por desgracia, no puedo complaceros en esto. El hermano que se encargaba de la farmacia era muy anciano y se ha muerto hace algunos meses. No hemos podido todavía sustituirlo y, por lo tanto, no hay nadie que sea capaz de utilizar el instrumental que le pertenecía.

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