—¿Irás a Lotaz por mí? —me preguntó Tendao.
Dudé, no quería volver a verla. Pero sabía que Tendao tenía problemas para hablar con la gente, y me había ayudado, así que no debía dudar.
—Por supuesto.
Me ofreció un objeto.
—Esto debe llegarle antes del atardecer.
Cuando lo sostuve, era mucho más pesado de lo que esperaba.
—¿Qué es esto?
—Es nuestra diosa, Tanit. Lotaz la quiere para su altar.
La figura era linda y elegante, los brazos tallados en ónix negro, con piedras azules pulidas para los ojos. Las dos perlas que Lotaz me había dado la noche anterior eran ahora pendientes colgantes. La diosa Tanit estaba sentada en un trono que se erigía sobre una base cuadrada, todo del mismo bloque de piedra.
—¿Tú hiciste esto? —le pregunté, mirándole.
—La escultura ya estaba terminada hace días. Solo necesitaba las perlas para completarla.
—Es hermosa. —Entonces vi algunas palabras talladas en la base—. ¿Sabes cómo hacer palabras?
—Sí, más o menos.
—Dime las palabras.
—«Yo soy Tanit tu diosa tu Tanit soy yo» —leyó Tendao.
—¿Me enseñarías?
Tendao me miró por un momento, luego miró hacia otro lado, al sendero. Finalmente, se volvió hacia mí.
—¿Y tú por qué…? —Bajó la voz—. ¿Por qué quieres aprender palabras?
—Quiero aprender sobre todo. Palabras, elefantes, gente.
—Te enseñaré, pero debes prometer que nunca se lo dirás a nadie. Los sacerdotes prohíben que cualquier persona fuera del templo sepa leer y escribir. —Señaló cada grupo de símbolos en la estatua mientras los pronunciaba—. ¿Notas algo especial en el patrón de las palabras?
Los miré de nuevo pero no entendí.
—Lo siento, Tendao, no sé leer. Solo veo que algunas palabras se repiten.
—Eres más brillante de lo que crees, amiga mía. Sí, las palabras se repiten. —Volvió a leer, esta vez empezando por el extremo izquierdo de la línea en lugar del derecho, pero sonaba exactamente igual—. Ves, se lee igual, hacia adelante y hacia atrás.
—Es increíble, Tendao. ¿Todas las palabras se escriben de esa manera?
—No, no todas.
Entonces recordé mi pulsera.
—¿Puedes leer esto?
Sujeté la estatua con el codo derecho y extendí la muñeca izquierda para que él la viera. Sus ojos se abrieron de par en par al girar el brazalete de mi muñeca para examinar las finas tallas.
—¿De dónde has sacado esto?
—Uno de los soldados lo dejó en una mesa de Yzebel anoche. Ella me lo dio.
—Esto no fue hecho aquí ni en Cartago. —Examinó el otro lado—. Ningún artesano de esta región puede hacer un trabajo de esta calidad.
—¿Puedes leer las palabras?
—¿Palabras? —preguntó—. ¿Dónde?
—Alrededor del círculo en la parte superior, palabras muy pequeñas.
—Ah, sí. Ahora las veo. Estas palabras son nuestras, pero el artesano no es de los nuestros.
—Di las palabras para mí.
—«Todos los elefantes regresan a Valdacia» —dijo Tendao.
—¿Valdacia?
—Sí, y hay más. —Inclinó la cabeza para leer el resto, siguiendo alrededor del círculo, de derecha a izquierda—. «No importa cuán lejos marchen».
—¿Qué es Valdacia? —pregunté.
—Nunca he oído hablar de ese lugar.
—«Todos los elefantes regresan a Valdacia» —repetí—. ¿Cómo era el resto?
—«No importa cuán lejos marchen».
—«Todos los elefantes regresan a Valdacia, no importa cuán lejos marchen» —repetí la frase y saqué la muñeca de su mano para ver las palabras por mí misma. Mientras entrecerraba los ojos ante la luz que titilaba, me di cuenta de que el sol pronto se iría del cielo—. ¡Oh, no! —dije—. Debo volver rápido a las Mesas de Yzebel.
—Sí —dijo Tendao—. Se está haciendo tarde.
—Vigila el pan mientras voy a darle la estatua a Lotaz.
—Claro.
Corrí por el sendero, sosteniendo la estatua de Tanit. El dolor en mi costado era casi insoportable, pero tenía que apurarme.
Cuando llegué a la tienda de Lotaz, su gran esclavo estaba sentado en la alfombra, con las piernas cruzadas y los antebrazos apoyados en las rodillas. Se puso de pie cuando yo dejé de correr.
—Entonces —dijo—, regresa la chica elefante.
—¿Chica elefante?
—He oído cómo revolucionaste a todos los elefantes de Elephant Row.
—Yo no los revolucioné.
—¿En serio? —Sonrió, y noté que no quería herirme; solo bromeaba.
—Bueno —dije—, hubo un poco de alboroto.
—Un poco de alboroto a veces es algo bueno.
—¿Cómo te llamas?
—Soy Ardon. ¿Y tú?
—Liada. —Me gustaba Ardon y pensé que podría ayudarme—. Quiero hablarte de una esclava, pero debo volver rápido a las mesas de Yzebel. ¿Puedo darle esto a Lotaz ahora? Es de Tendao, lo prometido por la jarra de vino de pasas.
—Lotaz no está aquí en este momento. Se ha ido a ver a Artivis. ¿De qué esclava hablas?
—La que convierte el algodón en hilo, en la tienda que está por ahí atrás. —Hice un gesto inclinando la cabeza.
—¿Una así de alta? —Sostuvo la mano plana, con la palma hacia abajo—. ¿Ojos oscuros?
—Sí —dije.
—¿Qué pasa con ella?
—Por favor, debo irme ahora. ¿Le darás esto a Lotaz cuando vuelva? —Le tendí la estatua—. Mañana te hablaré de la chica esclava.
Tomó la figura, y corrí de vuelta hacia Tendao. Le dije que Lotaz no estaba.
—Salió a ver a alguien llamado Artis.
Tendao pareció sorprenderse por esta noticia.
—¿Quieres decir Artivis?
—Sí, Artivis. Su esclavo me dijo que Lotaz fue a su encuentro.
—Tengo que irme.
Se fue corriendo, por el sendero.
* * * * *
Cuando llegué a las Mesas de Yzebel con el pan, ya había atardecido pero aún había algo de luz. Ninguno de los soldados había llegado todavía.
—Llevas un buen bulto —dijo cuando lo dejé en una mesa.
—Sí, Bostar nos dio once panes por una sola cadena pequeña. —Le entregué el bolso y luego, sin pensarlo, me presioné con la mano el costado derecho.
—¿Por qué haces eso?
—Oh —dije, quitando la mano para desatar el paquete de pan—. No es nada.
Si le dijera lo que había pasado con el gordo de Stonebreak Hill, no me mandaría a hacer más recados. O incluso insistiría en que Jabnet me acompañara. Quería probarle que podía trabajar por mi cuenta sin problemas.
Yzebel abrió el monedero y echó las monedas de cobre restantes y el par de pendientes en la palma de su mano. Sonrió.
—Lo hiciste bien con Bostar. —Metió todo en su bolso y apretó el cordón—. Ahora vamos a trabajar. Los soldados estarán aquí pronto.
Jabnet tenía un cerdo asándose en el segundo fuego, así que me puse a encender las lámparas. Después, rebané melones amarillos y saqué las semillas, y me sentí muy aliviada de que Yzebel no me hubiera preguntado por qué había tardado tanto en conseguir el pan.
—Por favor, pela esos cacahuetes por mí —me dijo desde el lado del hogar, donde cortaba zanahorias para el guiso—. Pon un cuenco lleno en cada mesa y espolvoréalas con sal. Pero solo un poco. La sal es preciosa hasta que los próximos bueyes crucen el desierto.
Terminé con los cacahuetes y puse ocho cuencos de barro vacíos en cada mesa, junto con cucharas de madera, como si los hombres las fueran a usar.
Justo después del anochecer llegaron dos soldados pidiendo la cena. Llené sus cuencos con estofado y les serví rodajas de melón, junto con pequeños trozos de pan. Vinieron más, y pronto todas las mesas estaban ocupadas. Me apresuré de un soldado a otro con los jugosos cortes que Yzebel iba sacando del cerdo asado.
—¿Vendrá Hannibal esta noche? —le pregunté mientras sostenía un cuenco para atrapar una loncha que Yzebel apuraba del hueso.
—No. Probablemente esté cenando con esa mujer, Lotaz.
La miré.
¿Esa mujer? ¿Qué quiere decir? ¿Y he podido percibir una cierta inquina en las palabras de Yzebel, como si Lotaz fuera una criatura diferente a ella?
Justo cuando estaba a punto de preguntarle qué quería decir, un hombre hambriento gritó exigiendo más carne.
Durante toda la noche, los soldados no pararon de entrar y salir. Busqué a Hannibal, pero no vino. Al final, solo quedaron tres. Se tomaron mucho tiempo en consumir su comida y bebida, hablando de una gran expedición que se preparaba para Gadir, en Iberia. Yo no sabía nada de Iberia, así que decidí preguntarle a Yzebel sobre ello más tarde.