Грейс Фиона - La muerte y un perro стр 12.

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Lacey rio.

–No seas tonta. Venga, vamos a comer antes de que esto se enfríe y todo nuestro esfuerzo haya sido en vano.

–Espero. Necesitamos otra cosa más —Gina fue a los botes de especias que están colocados en el alféizar y cogió algunas hojas de uno—. ¡Albahaca fresca! —Colocó un ramito en cada uno de los cuencos mal presentados de pasta enganchada—. Y voilá!

Para lo barato que era, era un plato realmente sabroso. Pero, claro, la mayoría de platos precocinados están llenos de grasa y azúcar, ¡así que no podría ser de otra manera!

–¿Y yo soy una sustituta de Tom lo suficientemente digna? —preguntó Gina mientras comían y bebían vino.

–¿Tom? ¿Qué Tom? —dijo Lacey en broma—. ¡Oh, me lo has hecho recordar! Podríamos decir que Tom me retó a preparar una comida para él desde cero. Algo originario de Nueva York. Así que voy a hacer un pastel de queso de postre. Mi madre me mandó una receta de Martha Stewart. ¿Quieres ayudarme a hacerla?

–Martha Stewart —dijo Gina, negando con la cabeza—. Yo tengo una receta mucho mejor.

Fue hacia el armario de la cocina y empezó a rebuscar por ahí. Después sacó un libro de cocina hecho polvo.

–Este era el tesoro de mi madre —dijo, poniéndolo encima de la mesa delante de Lacey—. Recopiló recetas durante años. Aquí tengo recortes de periódico que se remontan hasta la guerra.

–Increíble —exclamó Lacey—. ¿Y cómo es que tú nunca aprendiste a cocinar, si tenías una experta en casa?

–La razón es que —dijo Gina— yo tenía mucho trabajo ayudando a mi padre a cultivar verduras en el huerto. Era una marimacho de manual. Una niña de papá. Yo era de aquellas niñas a las que les gustaba ensuciarse las manos.

–Bueno, cocinando desde luego que también te pasa —dijo Lacey—. Tendrías que haber visto a Tom antes. Estaba cubierto de harina de la cabeza a los pies.

Gina rio.

–¡Me refería a que me gustaba ensuciarme con el barro! Jugar con los bichos. Subir a los árboles. Pescar. Cocinar siempre me pareció demasiado femenino para mi gusto.

–Mejor que no le digas eso a Tom —dijo Lacey con una risita. Miró al libro de recetas—. Entonces ¿quieres ayudarme a hacer el pastel de queso, o no hay suficientes gusanos para tenerte interesada?

–Te ayudaré —dijo Gina—. Podemos utilizar huevos frescos. Daphne y Delilah pusieron huevos esta mañana.

Recogieron su cena y se pusieron a trabajar en el pastel de queso, siguiendo la receta de la madre de Gina en lugar de la de Martha.

–Bueno, aparte de los americanos ¿estás emocionada con la subasta de mañana? —preguntó Gina mientras machacaba galletas en un cuenco con un pasapurés.

–Emocionada. Nerviosa —Lacey tragó el vino que había en su copa—. Sobre todo nerviosa. Conociéndome, esta noche no pegaré ojo preocupada con todo esto.

–Tengo una idea —dijo entonces Gina—. Cuando hayamos acabado con esto, deberíamos sacar a los perros a pasear por el paseo marítimo. Podemos ir por la ruta del este. Todavía no has ido por ahí, ¿verdad? La brisa del mar te cansará y dormirás como un bebé, recuerda mis palabras.

–Es una buena idea —le dio la razón Lacey. Si se iba a casa ahora, lo único que haría sería comerse el coco.

Mientras Lacey ponía el desordenado pastel de queso en la nevera para que se enfriara, Gina se apresuró a ir al lavadero a buscar chubasqueros para las dos. Todavía hacía bastante fresco por las tardes, especialmente junto al mar, donde hacía más viento.

A Lacey le agobiaba el enorme chubasquero de pescadero. Pero cuando salieron se alegró de tenerlo. Era una noche fresca y clara.

Bajaron por los escalones del acantilado. La playa estaba desierta y bastante oscura. Era algo excitante estar allí abajo cuando estaba tan vacía, pensó Lacey. Daba la sensación de que eran las únicas personas del mundo.

Se dirigieron hacia el mar y, a continuación, siguieron la dirección hacia el este que Lacey todavía no había tenido ocasión de explorar. Era divertido explorar un sitio nuevo. A veces era un poco agobiante estar en una ciudad pequeña como Wilfordshire.

–Ey, ¿qué es eso? —preguntó Lacey, mirando al otro lado del agua a lo que parecía ser la silueta de un edificio sobre una isla.

–Unas ruinas medievales —dijo Gina—. Cuando la marea baja hay un banco de arena por el que puedes llegar hasta ellas. Sin duda vale la pena acercarse por allí si no te importa levantarte tan temprano.

–¿A qué hora baja la marea? —preguntó Lacey.

–A las cinco de la mañana.

–Ay. Me parece que es demasiado temprano para mí.

–También puedes llegar en barco, evidentemente —explicó Gina—. Si por casualidad conoces a alguien que tenga uno. Pero si te quedas allí atrapada, tienes que llamar al bote salvavidas de los voluntarios y a esos chicos no les gusta utilizar sus recursos en gente tonta, ¡recuerda mis palabras! Yo lo he hecho y me llevé una buena bronca cuando hablé con ellos. Por suerte, se estuvieron riendo con mi don de palabra hasta que llegamos a la orilla, y ahora nos llevamos todos muy bien.

Chester empezó a tirar de su correa, como si intentara llegar a la isla.

–Creo que él lo sabe —dijo Lacey.

–Quizá sus antiguos propietarios lo llevaban a pasear hasta allí —sugirió Gina.

Chester ladró, como si lo confirmara.

Lacey se agachó y le alborotó el pelo. Hacía mucho tiempo que no pensaba en los antiguos propietarios de Chester y en lo desconcertante que debía de haber sido para él perderlos tan de repente.

–¿Qué te parece que te lleve allí un día? —le preguntó ella—. Me levantaré temprano, por ti.

Chester movió la cola contento, echó la cabeza hacia atrás y ladró hacia el cielo.

*

Tal y como había predicho, a Lacey le costó dormir aquella noche. A pesar de que la brisa del mar la cansara. Tenía demasiadas cosas dando vueltas en su mente como para desconectar; desde la reunión con Ivan para la venta de Crag Cottage hasta la subasta, había mucho en que pensar. Y aunque estaba emocionada con la subasta de mañana, también estaba nerviosa. No solo porque era la segunda vez que lo hacía, sino por los desagradables asistentes que tendría que aguantar en forma de Buck and Daisy Stringer.

«A lo mejor no vendrán», pensaba mientras miraba fijamente las sombras de su techo. «Seguramente Daisy habrá encontrado otra cosa para pedirle a Buck que le compre».

Pero no, la mujer parecía decidida a comprar concretamente el sextante. Era obvio que tenía algún significado personal para ella. Allí estarían, Lacey estaba segura de ello, aunque solo fuera para demostrar que tenían razón.

Lacey escuchaba el sonido de la respiración de Chester y de las olas al chocar contra los acantilados, dejando que los ritmos suaves la llevaran hasta la relajación. Estaba empezando a quedarse dormida cuando, de repente, su móvil empezó a vibrar haciendo mucho ruido encima del tocador de madera que tenía al lado de la cabeza. Su inquietante luz verde llenaba la habitación con destellos. Normalmente tenía cuidado de ponerlo en modo noche, pero evidentemente se le fue de la mente con todas las otras cosas en las que estaba pensando.

Con un quejido de cansancio, Lacey agitó el brazo y cogió el móvil. Se lo acercó a la cara y entrecerró los ojos para ver quién había decidido molestarla a esta hora tan intempestiva. El nombre «Mamá» destellaba con insistencia en la pantalla hacia ella.

«Cómo no», pensó Lacey suspirando. Su madre debe de haber olvidado la norma de no llamarla después de las seis de la tarde. Hora de Nueva York.

Con un suspiro, Lacey respondió a la llamada.

–¿Mamá? ¿Está todo bien?

Desde el otro lado de la línea hubo un momento de silencio.

–¿Por qué siempre respondes así a mis llamadas? ¿Por qué tiene que ir algo mal para que yo llame a mi hija?

Lacey puso los ojos en blanco y se puso cómoda sobre la almohada.

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