Volusia levantó el cetro más arriba, mirándolos, encontrando sus disciplinadas miradas, sintiendo su destino. Sentía que era invencible, que nada se interpondría en su camino, ni siquiera aquellos centenares de miles de hombres. Sabía que ellos, como todo el mundo, se inclinarían ante ella. Lo veía suceder en el ojo de su mente; después de todo, era una diosa. Vivía en un reino por encima de los hombres. ¿Qué elección les quedaba?
Tan seguro como lo visualizaba, se oyó un lento ruido de armadura y, uno a uno, todos los hombres delante de ella pusieron una rodilla en el suelo, uno tras otro. Un gran ruido de armaduras se extendió a lo largo del desierto, mientras todos se arrodillaban ante ella.
“¡VOLUSIA!” cantaban en voz baja, una y otra vez.
“¡VOLUSIA!”
“¡VOLUSIA!”
CAPÍTULO CUATRO
Godfrey sentía cómo el sudor caía por su nuca mientras se apiñaba dentro del grupo de esclavos, procurando no quedarse en el medio y no ser visto mientras se abrían camino por las calles de Volusia. Otro chasquido cortó el aire y Godfrey gritó de dolor cuando la punta de un látigo le golpeó por detrás. La esclava de detrás suyo gritó mucho más fuerte, pues el látigo iba principalmente dirigido a ella. Le golpeó firmemente en la espalda y ella gritó y se tambaleó hacia delante.
Godfrey se acercó y la cogió antes de que se desplomara, actuando por impulso, sabiendo que ponía su vida en peligro al hacerlo. Ella recobró el equilibrio y se giró hacia él, con el pánico y el miedo en su rostro y, al verlo, sus ojos se abrieron como platos por la sorpresa. Estaba claro que no esperaba verlo, un humano, de piel clara, caminando libremente a su lado, sin grilletes. Godfrey le hizo un gesto rápido con la cabeza y levantó un dedo hacia su boca, pidiéndole que estuviera en silencio. Afortunadamente, lo hizo.
Entonces se oyó otro chasquido de látigo y Godfrey miró y vio a unos capataces dirigiéndose al convoy, golpeando a los esclavos sin mucha atención, claramente con el deseo de que su presencia se notara. Al echar un vistazo hacia atrás vio, justo detrás de él, las caras de pánico de Akorth y Fulton, con los ojos moviéndose rápidamente y, a su lado, los rostros decididos de Merek y Ario. Godfrey se maravilló de que estos dos chicos mostraran más compostura y valentía que Akorth y Fulton, dos hombres hechos y derechos y, sin embargo, borrachos.
Ellos marchaban y marchaban y Godfrey sentía que se estaban aproximando a su destino, donde quiera que fuera. Por supuesto, no podía permitir que llegaran allí: tenía que dar un paso pronto. Había cumplido su objetivo, había conseguido entrar en Volusia, pero ahora debía liberarse de este grupo, antes de que los descubrieran a todos.
Godfrey miró a su alrededor y vio algo que agradeció: ahora los capataces estaban reuniéndose en su mayoría al frente de este convoy de esclavos. Tenía sentido, por supuesto. Dado que todos los esclavos estaban encadenados juntos, estaba claro que no podían correr hacia ningún lugar y a los capataces, evidentemente, no les hacía falta vigilar la parte de atrás. Aparte del capataz solitario que andaba arriba y debajo de las filas azotándolos, no había nadie que les impidiera escaparse por la parte de atrás del convoy. Podían escapar, deslizarse inadvertidamente y en silencio hacia las calles de Volusia.
Godfrey sabía que debían actuar rápidamente; y aún así su corazón palpitaba cada vez que consideraba dar el atrevido paso. Su cuerpo le decía que lo hiciera y, sin embargo, su cuerpo continuaba dudando, sin acabar de reunir el valor.
Godfrey todavía no podía creer que estuvieran aquí, que realmente habían conseguido atravesar estos muros. Parecía un sueño, pero un sueño que iba empeorando. El mareo del vino iba desapareciendo, y cuanto más lo hacía, más se daba cuenta de lo profundamente mala idea que todo esto era.
“Tenemos que salir de aquí”, Merek se inclinó hacia delante y suspiró con insistencia. “Tenemos que dar un paso”.
Godfrey negó con la cabeza y tragó saliva, el sudor le escocía en los ojos. Una parte de él sabía que tenía razón; sin embargo, otra parte de él le hacía esperar exactamente al momento adeuado.
“No”, respondió. “Todavía no”.
Godfrey miró a su alrededor y vio todo tipo de esclavos encadenados y arrastrados a través de las calles de Volusia, no solo aquellos con la piel más oscura. Parecía que el Imperio había conseguido esclavizar todo tipo de razas de todas las esquinas del Imperio, todo aquel y cualquiera que no fuera de la raza del Imperio, todos los que no compartieran su brillante piel amarilla, su extraordinaria altura, sus anchos hombros y los pequeños cuernos detrás de las orejas.
“¿A qué estamos esperando?” preguntó Ario.
“Si corremos hacia las calles abiertas”, dijo Godfrey, “podríamos llamar demasiado la atención. Nos podrían coger también. Debemos esperar”.
“¿Esperar a qué?” insistió Merek, con frustración en su voz.
Godfrey negó con la cabeza, interrumpiéndolo. Sentía como sis su plan estuviera derrumbándose.
“No lo sé”, dijo.
Giraron todavía en otra esquina y, al hacerlo, la ciudad de Volusia entera se abrió ante ellos. Godfrey contemploó la vista, sobrecogido.
Era la ciudad más increíble que jamás había visto. Godfrey, como hijo de un rey, había estado en grandes ciudades, y en ciudades lujosas, y en ciudades ricas y en ciudades amuralladas. Había estado en algunas de las ciudades más hermosas del mundo. Pocas ciudades podían rivalizar con la majestuosidad de una Savaria, una Silesia o, por encima de todas, la Corte del Rey. Él no se impresionaba fácilmente.
Pero nunca había visto algo así. Era una combinación de belleza, orden, poder y riqueza. Sobre todo riqueza. La primera cosa que sorprendió a Godfrey fueron todos los ídolos. Por todas partes, situadas por toda la ciudad, había estatuas, ídolos hechos dioses que Godfrey no reconocía. Uno parecía ser el dios del mar, otro el del cielo, otro el de las colinas…Por todas partes había grupos de personas inclinándose ante ellos. En la distancia, alzándose sobre la ciudad, había una enorme estatua de oro de Volusia, que se levantaba a unos treinta metros de altura. Multitudes de personas se inclinaban a sus pies.
La siguiente cosa que sorprendió a Godfrey fueron las calles, pavimentadas de oro, brillantes, inmaculadas, todo meticulosamente pulcro y limpio. Todos los edificios estaban hechos de una piedra perfectamente tallada, ni una sola piedra estaba fuera de lugar. Las calles de la ciudad se alargaban interminablemente, la ciudad parecía extenderse hacia el horizonte. Lo que lo dejó de piedra todavía más fueron los canales y las vías navegables, entrelazándose a través de las calles, a veces en arcos, a veces en círculos, llevando las mareas azul celeste del océano y actuando como conductos, el petróleo que hacía que esta ciudad fluyera. Estas vías navegables estaban a rebosar de embarcaciones ornamentadas en oro, abriéndose camino cuidadosamente arriba y abajo, entrecruzándose por las calles.
La ciudad estaba llena de luz, que se reflejaba en el puerto, dominada por el omnipresente sonido de las olas al romper, ya que la ciudad, que tenía forma de herradura, abrazaba la orilla del puerto y las olas iban a para justo contra su rompeolas. Entre la destellante luz del océano, los rayos de los dos soles por encima y el omnipresente oro, Volusia cegaba terriblemente la vista. Enmarcándolo todo, a la entrada del puerto, había dos pilares altísimos, que casi alcanzaban el cielo, baluartes de fuerza.
Godfrey se dio cuenta de que esta ciudad fue construida para intimidar, para emanar riqueza, y hacía bien su trabajo. Era una ciudad que rezumaba avances y civilización y, si Godfrey no hubiera conocido la crueldad de sus habitantes, hubiera sido una ciudad en la que le hubiera encantado vivir. Era muy diferente a cualquier cosa que pudiera ofrecer el Anillo. Las ciudades del Anillo fueron construidas para fortificar, proteger y defender. Eran humildes y discretas, como su gente. Estas ciudades del Imperio, por otro lado, eran abiertas, valientes y construidas para transmitir riqueza. Godfrey se dio cuenta de que tenía sentido: después de todo, las ciudades del Imperio no tenían a nadie de quien pudieran temer un ataque.