Блейк Пирс - Una Razón Para Aterrarse стр 7.

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—Es bueno saberlo. Dile que lo extraño.

—Bueno, yo estaba esperando que vinieras y se lo dijeras en persona —dijo Connelly.

—No creo que estoy lista para visitas.

—Bueno, nunca he sido bueno para la charla trivial —dijo Connelly—. Iré directo al grano.

—Sí, tú eres bueno para eso.

—Mira... tenemos un caso…

—Detente —le dijo Avery—. No voy a volver. No ahora. Probablemente nunca vuelva, aunque no lo descartaría por completo.

—Escúchame, Black. Espera hasta que escuches los detalles. Quizá ya estés enterada. Este caso ha estado en las noticias.

—Yo no veo las noticias. Yo solo uso la computadora para navegar en Amazon. No recuerdo la última vez que leí un titular.

—Bueno, el caso es extraño y no hayamos forma de resolverlo. O'Malley y yo nos tomamos unos tragos anoche y decidimos que teníamos que llamarte. No es porque esté tratando de convencerte… pero tú eres la única persona que creemos puede resolver esto. Si no has visto las noticias, puedo decirte que…

—La respuesta es no, Connelly —dijo ella, interrumpiéndolo—. Agradezco el gesto, pero no. Si estoy dispuesto a discutir mi regreso, te llamaré.

—Un hombre está muerto, Avery, y el asesino seguirá matando.

Por alguna razón, oírlo usar su nombre dolió un poco.

—Lo siento, Connelly. Asegúrate de decirle a Finley que le envió saludos.

Y con eso, colgó. Se preguntaba si acababa de cometer un error. Estaría mintiendo si se dijera a sí misma que la idea de volver al trabajo no la emocionaba un poco. Hasta escuchar la voz de Connelly había hecho anhelar esa parte de su vida anterior.

«No puedes hacerlo —se dijo a sí misma—. Si vuelves a trabajar ahora, básicamente estás diciéndole a Rose que no le importas un comino. Y estarías regresando a los brazos de la criatura que te llevó a dónde estás ahora.»

Ella se puso de pie y miró por la ventana. Miró los árboles, las sombras diurnas entre ellos, y pensó en la carta de Howard Randall.

En la pregunta de Howard Randall.

¿Quién eres tú?

Estaba empezando a pensar que no estaba muy segura de la respuesta. Y tal vez no estar trabajando era el motivo.

***

Ella rompió su rutina esa tarde por primera vez desde haberla establecido. Condujo a South Boston, al cementerio St. Augustine. Era un lugar que había estado evitando desde su mudanza, no solo por lo culpable que se sentía, sino porque parecía que la fuerza cruel que manipulaba el destino le había propinado un gran golpe. Ramírez y Jack estaban enterrados en el cementerio St. Augustine y, aunque estaban bastante separados, a Avery no le importó. En su opinión, el nexo de sus fracasos y dolor se localizaba en esa franja verde de tierra, y no quería ni acercarse a ella.

Es por eso que esta era su primera visita desde los funerales. Se quedó sentada en su auto por un momento, mirando hacia la tumba de Ramírez. Se bajó del auto lentamente y se acercó a donde el hombre con el que estuvo a punto de casarse había sido enterrado. La lápida era modesta. Alguien había colocado un ramo de flores blancas recientemente, probablemente su madre, que se marchitarían dentro de muy poco por el frío.

No sabía qué decir y supuso que eso estaba bien. Si Ramírez estaba consciente de que estaba allí y si pudiera escucharla (y Avery creía que ese era el caso), sabría que a ella le costaba expresar lo que sentía. Probablemente estaba sorprendido, incluso en el lugar etéreo en el que se encontraba, que estaba aquí en absoluto.

Rebuscó en su bolsillo y sacó el anillo que Ramírez había tenido la intención de darle.

—Te extraño —dijo—. Te extraño y estoy tan… tan perdida. Y no tengo porque mentirte… no es solo porque ya no estás. No sé qué hacer conmigo misma. Mi vida se está desmoronando y lo único que sé que podría estabilizarme un poco, el trabajo, es a lo que menos debería recurrir.

Trató de imaginárselo allí con ella. ¿Qué le diría si pudiera? Sonrió al imaginárselo dándole uno de sus ceños sarcásticos. —Deja de ser tan cobarde y hazlo —le diría Ramírez—. Regresa al trabajo y arregla tu vida—.

—No me estás ayudando —dijo ella con su propia expresión sarcástica.

Le asustaba un poco que hablar con él a través de esta tumba se sentía casi natural.

—Me dirías que regresara al trabajo y que arreglara las cosas poco a poco, ¿cierto?

Se quedó mirando la lápida, como si estuviera esperando que le respondiera. De su ojo derecho brotó una lágrima. Se la secó mientras se alejó y se dirigió en la dirección de la tumba de Jack. Había sido enterrado al otro lado del cementerio, que apenas podía ver desde donde se encontraba. Se acercó a la pequeña senda que discurría por el terreno, disfrutando del silencio. No les prestó atención a los otros que estaban allí para rendir homenaje y llorar, permitiéndoles su privacidad.

Sin embargo, a lo que se acercó a la tumba de Jack, vio que alguien estaba allí. Era una mujer bajita, con la cabeza inclinada hacia abajo. A lo que dio unos pasos más, Avery vio que era Rose. Tenía las manos metidas en los bolsillos y llevaba un abrigo con una capucha que le cubría la cabeza.

Avery no quería decir su nombre, esperando poder acercarse lo suficiente para entablar una conversación. Pero, a lo que dio unos pasos más, Rose aparentemente se percató de que alguien se estaba acercando. Se dio la vuelta, vio a Avery y comenzó a alejarse al instante.

—Rose, no seas así —dijo Avery—. ¿No podemos hablar?

—No, mamá. Dios mío, no puedo creer que también hayas arruinado esto para mí.

—¡Rose!

Pero Rose no tenía nada más que decir. Ella aceleró el paso y Avery hizo todo lo posible para no perseguirla. Los ojos de Avery se llenaron de más lágrimas cuando volvió su atención a la tumba de Jack.

—¿Eso lo heredó de ti o de mí? —le preguntó Avery a la lápida.

Al igual que la de Ramírez, la lápida de Jack tampoco respondió. Se volvió hacia su derecha y vio a Rose hacerse más pequeña en la distancia, alejándose de ella hasta que desapareció por completo.

CAPÍTULO CUATRO

Cuando Avery entró en la oficina de la Dra. Higdon, se sintió como un cliché. La Dra. Higdon era muy tranquila y educada. Parecía siempre tener la cabeza un poco inclinada hacia arriba, mostrando la punta perfecta de su nariz y el ángulo de su barbilla. Era una mujer guapa, pero un poco exagerada.

Avery había luchado contra el impulso de verse con un terapeuta, pero sabía lo suficiente sobre cómo trabajaba la mente traumatizada como para saber que lo necesitaba. Y fue insoportable admitirse eso a sí misma. Odiaba la idea de visitar a un psiquiatra y tampoco quería recurrir a la psiquiatra de la policía de Boston que había visitado unas cuantas veces durante los años después de casos particularmente difíciles.

Así que se comunicó con la Dra. Higdon, una terapeuta de la que había oído hablar el año pasado durante un caso que involucró a un sospechoso que la había utilizado para superar una serie de miedos irracionales.

—Te agradezco que hayas podido reunirte conmigo tan pronto —dijo Avery—. Sinceramente creí que tendría que esperar unas semanas.

Higdon se encogió de hombros mientras se sentó en su silla. Cuando Avery se sentó en el sofá de al lado, la sensación de convertirse en un cliché viviente se intensificó.

—Bueno, he oído de ti unas cuantas veces en las noticias —dijo Higdon—. Y tu nombre ha salido a relucir con nuevos pacientes, personas que conociste en el cumplimiento de tu deber. Tenía una hora libre hoy, así que supuse que sería bien verte.

Dándose cuenta que era inaudito conseguir una cita con una terapeuta respetada solo dos días después de haber llamado, Avery supo que no debía tomar este tiempo por sentado. Y, como estaba acostumbrada a nunca andar con rodeos, no tuvo problema en ir directo al grano.

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